Nuestras posibilidades tecnológicas, aparentemente, han aumentado en los últimos decenios de forma exponencial. Somos capaces de construir edificios, líneas férreas, autopistas ó puentes en tiempos récord. Sin embargo, los edificios pierden cuando menos su recubrimiento, las autopistas se agrietan, los adoquines de las calzadas están sueltos....También somos capaces de encoger los dispositivos electrónicos hasta límites hace poco insospechados, de digitalizar cualquier tipo de información ó de comunicarnos desde cualquier lugar con cualquier otro lugar. Sin embargo, somos incapaces de hacer que tales dispositivos duren más allá de su primera amenaza de fallo, momento en que nos deshacemos de ellos y los substituimos alegremente por otros mientras proclamamos nuestra total adhesión a la idea de sostenibilidad. Además, en cada nuevo ciclo tales dispositivos muestran una apariencia progresivamente menos sólida y más frágil.
Toda esta carestía en lo permanente es reflejo del momento en que vivimos. No estamos precisamente en un período floreciente de la civilización. Nos hallamos más bien en un período de cambio. Los restos arqueológicos que nos han llegado provenientes de antiguas civilizaciones correspondían a períodos florecientes. Los períodos de cambio necesitan de toda su energía para mantener y sostener tal cambio. No les sobra nada para dejar un legado de futuro lejano con ciertas posibilidades de permanencia. Todo aparece teñido de provisionalidad.
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