Muchísimos años antes de que Bertrand Russell formulara su célebre paradoja sobre los conjuntos que se autocontienen, y todavía más tiempo antes de que la postmodernidad teorizara sobre la futilidad de las metaposiciones, los artistas creadores ya habían introducido tales accidentes en sus obras. Creo que el Quijote es la primera novela que se autocita (al principio de la segunda parte). Este hecho aparentemente tan simple crea en la conciencia del lector una nueva perspectiva o, mejor dicho, lo sitúa en una nueva gestalt ubicada en un terreno más abstracto que el meramente ficcional al que, a esas alturas de la narración, ya se ha acostumbrado. Existe también una forma muy característica de autocontención, que consiste en el sarcasmo sobre la propia estructura narrativa. Un maestro temprano en esta especialidad fue el dramaturgo Carlo Gozzi. En sus obras Turandot y El Amor de las 3 Naranjas (llevadas al teatro musical por Puccini y Prokofiev, respectivamente) asistimos a una acción principal cuyos momentos más trágicos se ven interrumpidos por irónicos comentarios de personajes secundarios que relativizan tal acción principal. Aunque los motivos iniciales de Gozzi estaban relacionados con la sátira y la crítica de autores contemporáneos, el perfil final de las obras antes citadas les confiere una mayor profundidad de miras muy característica que también configura las respectivas óperas (más la del ruso que la del italiano, menos dado éste último a observar desapegadamente). Así, cuando tras la muerte por sed de las dos primeras princesas surgidas de las gigantes naranjas, el príncipe, desconocedor de este hecho, abre la tercera, se crea en el espectador la sensación de tragedia inminente. Esta sensación, sin embargo, se desvanece cuando, tras las dramáticas súplicas por parte de la princesa pidiendo agua en medio del desierto, aparece un lacayo provisto de un cubo lleno. Un coro invisible comenta la escena y discute en determinados momentos sobre la conveniencia ó superioridad de cada género teatral. Otro maestro, también italiano, en la creación de metaespacios y autodistanciamientos fue Federico Fellini. Los filmes de Fellini son trasuntos de viajes interiores que conducen inevitablemente a una apertura, a un autoconocimiento por parte de sus protagonistas. El personaje y su entorno no cambian aparentemente a lo largo de la historia, pero sí lo hace su nivel de conciencia (que se ha ampliado en la mayor parte de los filmes, menos en unos pocos, como Il Bidone ó La Dolce Vita, en que tal proceso se ha visto interrumpido). Por eso los finales constituyen la clave de la obra de Fellini. Otto e mezzo, plasmación par excellence del mundo psíquico junguiano, es quizás el ejemplo –junto con E la nave va…- que mejor ilustra el repliegue de una narración sobre sí misma. O más propiamente, en este caso, el repliegue de la narración diacrónica aparentemente independiente junto con los deseos, recuerdos, obsesiones, miedos, compulsiones creadoras y otros objetos psíquicos que rodean al protagonista Guido Anselmi. La integración benéfica de todos los elementos (“todo este caos, que soy yo y mi razón de ser”) da pie a uno de los más gloriosos finales de la historia del cine.
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