La naturaleza de los artículos gramaticales –definido e indefinido- no solamente nos ilustra sobre el carácter de los objetos que tengamos en consideración clasificándolos en concretos y abstractos, sino que, además, nos delimita mundos muy diferentes: el mundo del cuento, la fábula, el sueño ó el mito por un lado y el mundo de la noticia, la novela psicológica, la vigilia ó la narración histórica por el otro. El primer mundo está situado en un lugar fuera del tiempo (normalmente en una localización pre-temporal –sueño, mito- ó con una parcela de temporalidad bastante limitada –fábula, cuento-). Como hace notar Gregory Bateson, en el mundo onírico no existen ni la negación ni el condicional. Por la misma razón no existe el artículo indefinido: el mundo absolutamente subjetivo también se presenta como absolutamente concreto. Hace un tiempo colgué un post haciendo referencia a las (malas) traducciones de los títulos de determinadas obras. Traducir la stravinskiana L’Histoire du soldat (El cuento del soldado) por Historia de un soldado es tan desacertado como hablar de Un gato con botas o Una bella durmiente. En el caso de las fábulas lo que se pretende es abstraer ó aislar determinados comportamientos, ideas, procesos, etc., de su contexto y generar ciertos prototipos universales que después se puedan inyectar en un medio buscadamente neutro, como el mundo animal. Pero dicho soporte no es condición sine qua non para tal género literario. Una narración que contenga elementos fantásticos, como el film de De Sica Miracolo a Milano, puede ser considerada también una fábula porque confronta al espectador con patrones universales que le hacen despertar su conciencia adormecida, hecho que en las fábulas clásicas corría a cargo de la consabida lección moral. Dicha moraleja se encargaba también de poner distancia y objetivar aún más la fábula. La moraleja la hallamos también en los finales del teatro dieciochesco, como en las óperas de Da Ponte/Mozart, donde reina el espíritu de la Ilustración:
Fortunato l’uom che prende
Ogni cosa pel buon verso,
E tra i casi e le vicende
Da ragion guidar si fa.
(Da Ponte/Mozart: Cosi fan tutte)
El siglo XIX conoció la máxima resistencia que opuso la temporalidad convencional a ser superada por los nuevos conceptos transtemporales. El tiempo como flecha hacia un futuro del cual no se puede escapar; el devenir sin fin del judío errante que sin embargo es presa del tiempo. Por eso, hablando de óperas mozartianas, se estableció entonces la costumbre de suprimir el final de la obra en las representaciones de Don Giovanni, porque la moraleja sitúa cada cosa en su sitio, hecho que tiende a desmontar el histrionismo propio del Romanticismo. Cuando la transtemporalidad hizo acto de presencia se restableció el evitado final e incluso fue imitado por otros grandes creadores:
So, let’s sing as one:
At all times, in all lands,
Beneath the sun and moon,
This proverb has proved true
Since Eve went out with Adam:
For idle hands and hearts and minds
The devil finds a work to do,
A work, dear sir, fair madam’,
For you, and you.
(Auden/Stravinsky: The Rake’s Progress)
La moraleja final –especialmente en los géneros dramáticos- tiende también un puente hacia un metaespacio desde el que poder contemplar la acción presenciada de manera objetiva. Todavía hoy se emplea un viejo truco con la misma efectividad de antaño que consiste en encender las luces de la sala cuando Dorabella, Don Alfonso, Zerlina, Leporello, Anne Truelove ó Tom Rakewell advierten al espectador sobre los eventos que han visto representados sobre la escena. Por un lado el personaje se despoja de su máscara y por otro el espectador se involucra en la historia. Durante la Ilustración esta zona era contemplada como un espacio seguro –firmemente sujetado por la moraleja- pero a medida que el siglo XIX avanzaba se llegaron a introducir prólogos (I Pagliacci, Los intereses creados) en los que el metaespacio se utilizaba en sentido contrario: “ya no somos las máscaras de antaño que decían antes de la representación: no temáis, amable público, porque esto es sólo una representación teatral; no, nosotros somos seres humanos de carne y hueso…”. No se niega entonces totalmente la posibilidad del metaespacio, pero se lo supedita al devenir único e inapelable del espacio principal. El artículo indefinido se hace entonces el rey porque denota contingencia, discontinuidad y devenir. La postmodernidad, mucho más tarde, también negará la posibilidad de metaespacios, pero esta vez no por supeditación a un espacio principal sino, al contrario, por el desdoblamiento en infinitos espacios subjetivos con infinitas visiones alternativas y no privilegiadas.
Fortunato l’uom che prende
Ogni cosa pel buon verso,
E tra i casi e le vicende
Da ragion guidar si fa.
(Da Ponte/Mozart: Cosi fan tutte)
El siglo XIX conoció la máxima resistencia que opuso la temporalidad convencional a ser superada por los nuevos conceptos transtemporales. El tiempo como flecha hacia un futuro del cual no se puede escapar; el devenir sin fin del judío errante que sin embargo es presa del tiempo. Por eso, hablando de óperas mozartianas, se estableció entonces la costumbre de suprimir el final de la obra en las representaciones de Don Giovanni, porque la moraleja sitúa cada cosa en su sitio, hecho que tiende a desmontar el histrionismo propio del Romanticismo. Cuando la transtemporalidad hizo acto de presencia se restableció el evitado final e incluso fue imitado por otros grandes creadores:
So, let’s sing as one:
At all times, in all lands,
Beneath the sun and moon,
This proverb has proved true
Since Eve went out with Adam:
For idle hands and hearts and minds
The devil finds a work to do,
A work, dear sir, fair madam’,
For you, and you.
(Auden/Stravinsky: The Rake’s Progress)
La moraleja final –especialmente en los géneros dramáticos- tiende también un puente hacia un metaespacio desde el que poder contemplar la acción presenciada de manera objetiva. Todavía hoy se emplea un viejo truco con la misma efectividad de antaño que consiste en encender las luces de la sala cuando Dorabella, Don Alfonso, Zerlina, Leporello, Anne Truelove ó Tom Rakewell advierten al espectador sobre los eventos que han visto representados sobre la escena. Por un lado el personaje se despoja de su máscara y por otro el espectador se involucra en la historia. Durante la Ilustración esta zona era contemplada como un espacio seguro –firmemente sujetado por la moraleja- pero a medida que el siglo XIX avanzaba se llegaron a introducir prólogos (I Pagliacci, Los intereses creados) en los que el metaespacio se utilizaba en sentido contrario: “ya no somos las máscaras de antaño que decían antes de la representación: no temáis, amable público, porque esto es sólo una representación teatral; no, nosotros somos seres humanos de carne y hueso…”. No se niega entonces totalmente la posibilidad del metaespacio, pero se lo supedita al devenir único e inapelable del espacio principal. El artículo indefinido se hace entonces el rey porque denota contingencia, discontinuidad y devenir. La postmodernidad, mucho más tarde, también negará la posibilidad de metaespacios, pero esta vez no por supeditación a un espacio principal sino, al contrario, por el desdoblamiento en infinitos espacios subjetivos con infinitas visiones alternativas y no privilegiadas.
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