Leo en las noticias de hoy que Stephen Hawking, en un viaje a Santiago de Compostela, además de incidir en su discurso catastrofista sobre el futuro de la vida en el planeta que llevará, según él, a una celeridad en la colonización extraterrestre, ha resaltado el hecho de que el número de matriculados en facultades de ciencias experimentales es cada vez menor, haciendo un llamamiento para contrarrestar tal déficit. El profesor Hawking, igual que el barítono Thomas Quasthoff, constituyen encarnaciones que representan fielmente un aspecto inherente a nuestra época: se trata de seres con terribles enfermedades degenerativas ó malformaciones congénitas privilegiadamente dotados que han mostrado unas dotes de capacidad de superación más que envidiables que deben sin duda de servir de ejemplo a la comunidad. Respecto al decremento de estudiantes de ciencias, si sumamos este dato a la carestía global del interés por las Humanidades, el resultado es más que desolador. ¿Qué estudian las futuras generaciones de gobernantes? ¿Todos ellos ciencias empresariales, ingenierías ó derecho? Las sociedades que no invierten en conocimientos básicos –y me refiero tanto a ciencias experimentales como a humanidades (ciencias del espíritu, como las llaman los países germánicos)- no pueden esperar mucho futuro. Hace unos años la preocupación venía del desequilibrio entre ciencias y humanidades: las unas sin las otras sólo pueden dar lugar que a inestabilidad. Durante los últimos tiempos la peligrosa idea de que las ciencias eran superiores por tratar sobre “objetos contrastables y absolutos” mientras que las humanidades lo hacen sobre “sujetos relativos” había hecho mella en amplios sectores sociales. Ahora constato que la tendencia lleva mayoritariamente a las disciplinas aplicadas. Pero éstas difícilmente modificarán el curso histórico si no van asociadas con su contrapartida teórica. Y que conste que no tengo nada en contra de empresarios, ingenieros y abogados.
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