
En la actualidad, mucha gente no tendría ningún problema en afirmar que, en el campo del arte –ó los campos relacionados de la creatividad proto ó pseudoartística- lo que cuenta son las cifras económicas. Invocando un relativismo “de grandes almacenes” no tendrían ningún rubor en afirmar que El código da Vinci es superior a Der Schloss. En cambio casi nadie se atrevería a afirmar que la comida de los establecimientos de american fast food es superior a la de un modesto restaurante de cocina de mercado –y no digamos ya la de un cocinero con estrellas Michelin a sus espaldas-, caso paralelo al que exponía al principio. Aquí entra en juego el complejo tema publicitario. Lo que cada comprador compra –en ocasiones creyendo comprar otra cosa- es una cualidad que cree adivinar en determinado producto. Los organizadores de los fenómenos de masas saben muy bien qué es lo que mueve al cliente potencial a gastar su dinero. Y existen numerosas razones más relacionadas con la ilusión que con el producto: la exclusividad, el deseo de pertenencia al grupo y el valor de lo efímero, por ejemplo. Para algunos, el no haber leído en su día El Código da Vinci les supone el no sentirse integrantes de la manada y, por tanto, rechazados ó al margen de “lo moderno”. Ello hace de los best-sellers un tipo de productos de gran consumo, lo que casi siempre viene a significar baja calidad literaria, lo que significa ganancias rápidas y producto rápidamente olvidado. Es el toma el dinero y corre; la provisionalidad de nuestra situación.