El problema de la interpretación musical con criterios históricos está, como se sabe, íntimamente ligado al de la hermenéutica. Según la moderna (o ya clásica) concepción gadameriana el círculo hermenéutico está formado tanto por la perspectiva del emisor como por la del receptor, sobre un fondo común (por lejano que sea) que abrace ambas perspectivas. Cuando el objeto a interpretar es un texto antiguo (“nunca leo ningún texto con menos de 2000 años de antigüedad”, bromeaba Gadamer), bien de filosofía ó de religión que de alguna manera ha dejado de resonar en nosotros la situación es muy diferente respecto a la aprehensión de un objeto artístico con lenguaje no semántico de menor antigüedad que de alguna manera sigue estando viva y construyendo experiencias en nuestra consciencia. El principal caballo de batalla de los introductores y defensores de la interpretación con criterios históricos ha sido y sigue en parte siendo el preservar el patrimonio musical medieval, renacentista y barroco del sentimentalismo o, como ellos bien afirman, de las interpretaciones románticas. Ya desde sus inicios, el antiromántico siglo XX vió nacer una primera toma de conciencia al respecto, con los redescubrimientos de Vivaldi, Monteverdi, Frescobaldi y buena parte del repertorio italiano anterior al S XIX por parte de G.F.Malipiero y, más tarde, los de Gesualdo (Stravinsky) ó Purcell (Britten). Posteriormente el área de influencia de este tipo de interpretación ha ido ganando terreno a la historia, con la incorporación de los compositores clásicos y primeros románticos. Y entonces, claro está, la lucha contra las intrerpretaciones románticas ha quedado un poco fuera de lugar y se ha ahondado en algo bastante más discutible: la eliminación de cualquier vestigio de perspectiva ulterior. Es en este momento en el que aparecen las interpretaciones en irremediablemente desafinados forte-pianos (Schubert y Beetoven especialmente) y, poco más tarde, tomando equivocadamente cualquier emoción por expresión de sentimentalismo se da el visado al aburrimiento en música: si algo suena interesante, es que está fuera de contexto. Por eso esas interpretaciones se permiten abordar una sinfonía clásica sin efectuar un solo apoyo musical a lo largo de ella, en lo que se supone que es un esfuerzo purista y acaba siendo, a mi modo de ver, una demostración de la carencia del más elemental sentido del ritmo. Pero al margen de todos estos detalles técnicos, la cuestión sigue en pie: ¿Qué es para nosotros la música de Bach? Si la consideramos un objeto histórico que debemos interpretar tal y como se hacía en 1720 la relegamos al estudio científico o al museo de curiosidades históricas. Si la consideramos un objeto ahistórico, en realidad, más que preservarla, lo que hacemos es cortar cualquier vía de comunicación con nuestra (histórica) experiencia. ¿Qué vía queda, entonces? Pues la de considerar este objeto como algo vivo, como parte de nuestro propio desarrollo histórico, que por el momento es capaz de hablar en nuestra propia lengua. En pocas palabras: creo que la escucha de la música de Bach con los oídos de 1720 –caso de ser posible- la deberíamos dejar para el científico (semiólogo, antropólogo o historiador) y nosotros escucharla con el oído propio de la experiencia ulterior. Algo parecido sucede cuando observamos una pintura flamenca del XVII que ha sido restaurada con colores chillones: quizá era como la veían sus contemporáneos, pero hay que recordar que la pintura y la fotografía tienen vidas y desarrollos diferentes. Un poco como canta Brassens con palabras de Corneille:
Le temps au plus belles choses
se plait a faire un afront
et saura faner vos roses
comme il a ridé mon front.
Aunque quizás nos veamos entonces sorprendidos por la misma respuesta que el ilustre literato:
-Peut-être que je serai vielle,
-reponds marquise-, cependant
j’ai vingt-sis ans, mon vieux Corneille
et je t’emmerde en attendant.
No hay comentarios:
Publicar un comentario