Hace unas cuantas semanas que las cabeceras de todos los periódicos están masivamente constituídas por noticias sobre las revoluciones en el mundo árabe. Soplo de aire fresco para la conciencia general, amenaza contra la seguridad para otros, ya que cualquier cambio trae otros cambios. A nivel político puede ser más o menos rápido cambiar los apoyos a unos dictadores que frenaban la expansión islamista (en parte tras haberse dado cuenta, un poco tarde, de que dichos apoyos no hacían más que alimentar por detrás lo que se pretendía evitar por delante). A nivel económico, mucho más lento ya que el poder tiende a consolidar estructuras, inmovilizándolas. La gran reflexión es, sin embargo: ¿Deberíamos ir todos a la plaza mayor a sacudir con la mano nuestros zapatos? La corrupción dentro de los sistemas democráticos se puede, evidentemente, combatir con más facilidad, pero ¿Qué pasa cuando toda forma de poder se apantalla para perpetuar el latrocinio? Leí hace unos días en la prensa que la corrupción es inherente al género humano y que, al modo como Bernard Mandeville lo resumió en su Fábula de las Abejas de 1705, el vicio de las partes hace el beneficio público. Quizás nos sobre un poco de Maquiavelo y nos falte un poco de Sócrates. El otro conjunto de noticias que comparte cabeceras informativas, el desastre de Japón, no ha cesado de provocar en todos los puntos del planeta consternación por las víctimas unida a admiración por la cultura de la colectividad y la calma zen. En otras épocas ambas noticias habrían atraído por un momento la atención de los occidentales para luego caer en el rincón de las cosas lejanas tras un escapista “suerte que estas cosas suceden lejos de aquí”. Hoy en día no hay nada que suceda lejos o que deje de afectar a la comunidad global. Hoy en día, árabes y japoneses somos todos.
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viernes, 25 de marzo de 2011
viernes, 18 de marzo de 2011
Espacio Tiempo Materia
La Teoría General de la Relatividad de 1915 establece un nexo estrecho entre espacio, tiempo y materia, de manera que, en ausencia total de materia no podrían existir los otros términos. También que el Universo es finito, aunque ilimitado, de la misma manera que lo es una superficie esférica para un perceptor bidimensional. Es por ello que no tiene sentido preguntarse qué es lo que hay más allá de la materia y del espacio. La pregunta se ve teñida de un condicionante que ampliamos inconscientemente hasta más allá de donde pierde su validez formal. El espacio tal como lo percibimos de forma primaria crea en nuestra mente un concepto que utilizamos fuera de los límites de su ámbito de aplicación. Si decimos que la materia repliega el espacio en sí mismo hasta cerrarlo y que resulta imposible huir de tal conjunción –so pena de ser absorbidos por un agujero negro- hemos de comprender que más allá de la materia no hay espacio ni tiempo. Y esto es algo que la mente sólo puede intuir, y aun usando una metaimagen. Por una razón análoga, la mente no puede gestionar adecuadamente percepciones internas que necesitan de una estructura más evolucionada que ella misma para ser aprehendidas. Dichas percepciones se deben de verbalizar necesariamente como koan, paradojas, simbolismos ó ilusiones sensoriales, tal y como se presentan en los dibujos de hiperestructuras en dos dimensiones. La única manera de poder captar algo perteneciente a un orden dimensional –ó de conocimiento- superior pasa por deconstruir el concepto subyacente previamente. Deconstruir no para quedarnos únicamente con el decorado previo visto desde atrás –como hace la postmodernidad- sino para poder además retroceder y abarcar una visión más global, más inclusiva. El camino de la evolución fructífera siempre pasa por trascender incluyendo los estadios previos.
jueves, 10 de marzo de 2011
Tonalidad
Creo que la gran lección que ha quedado una vez caído el velo del templo de la serialidad, cuando hasta los grandes gurús de la vanguardia musical en los años 50 relajaron sus miras a partir de mediados de los 70 ha sido el de transformar nuestra percepción de lo que significa en realidad el término tonalidad. La trinidad vienesa (o segunda escuela de Viena, como se etiqueta ahora) estuvo constituída por un visionario (al que, como Moisés, no le fue dado acceder de lleno a la Tierra Prometida, según intuía el propio Schönberg), un comunicador (Berg que, como Aaron, pese a su perfección poética se nutría de una componente básicamente regresiva) y un orfebre (que, cual maestro zen, supo llevar adelante, en silencio, la propuesta de sus compañeros, desprendiéndose significativamente de cualquier relación con el pasado). Precisamente este tercer miembro, Webern –el espíritu santo de la trinidad- fue el que infundió el soplo vivificador sobre las vanguardias de los 50, que se apresaron a desentrañar lo que tan hermético parecía veinte años atrás. Cuando la fiebre de Pentecostés hubo remitido aparecieron otras generaciones, como los minimalistas, los creadores de acciones musicales e incluso algunos componentes de la vanguardia que llegaron a absorber las nuevas ideas sobre la obra abierta –con todas sus variantes- desembocando en la desaparición del culto serialista (al que algunos llegaron a tildar de terrorismo musical). Fue entonces, a partir de los 70 y, especialmente, de los 80, en que la tonalidad y el serialismo dejaron de parecer términos antitéticos que expresaban los términos de un dualismo que abarcaba toda la realidad (musical) posible. Hasta entonces la crítica parecía dar la razón a los preceptores de Monsieur Jourdain cuando le aseguraban que todo lo que no es verso es prosa (“¡cuarenta años hablando en prosa, y yo sin saberlo!”). Porque tonalidad y a-tonalidad son términos que más que clasificar un espacio objetivo ideal, describen unas estructuras históricas de creación/recepción musical. La tonalidad en música se corresponde con la Ilustración y el culto a la racionalidad. Tras el paréntesis del XIX con su negación de la racionalidad llegó el XX con su propuestra de superación, de transracionalidad. Y así la a-tonalidad se transformó en serialismo, igual que la tonalidad se transformó en escritura libremente modal. Cuando modos y modas pasaron muchos creyeron ver en la caida del serialismo la restitución del antifuo orden tonal. Pero eso ya era historia. Los últimos períodos compositivos de Ligeti, Kagel ó Feldman ó la música de Murail, Harvey ó Sciarrino, por citar tan sólo unos pocos nombres, no es tonal ni atonal. Se debe de escuchar con oídos nuevos. El buen Monsieur Jourdain, como tantas otras cosas, no lo entendería.
sábado, 5 de marzo de 2011
Camino central
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