Hacía ya mucho tiempo que creía haber sobrepasado aquel “mezzo del cammin di
nostra vita” que Dante usa como marco de referencia experiencial al principio
de su Divina Comedia. La “selva oscura” y sus tres fieras parecían ya cosa del
pasado –o quizás nunca se habían movido de ahí y su presencia, por constante,
parecía haberse vuelto menos amenazadora-. No, el problema no eran ya ahora las
amenazas sino la trayectoria, el sentido de la vida visto como imagen global.
Imagen global, por cierto, es un término que denota estatismo objetual y es por
eso que acusa un decalage hacia una estructura de pensamiento concreta. Una
trayectoria, después de todo, es una foto congelada de un proceso. Aunque el
dilema que me embargaba no era el de la dualidad objeto-proceso. Todas las
dualidades son el resultado de una limitación, que a la postre puede ser
superada por una ascensión en el orden de pensamiento. El dilema estaba más
relacionado con la propia imagen de la representación, algo así como la
apetencia por una doble descodificación del ADN (estructura y función) de la
vida. Debía hallar, a toda costa, el enigma de tal código si quería saber cuál
era exactamente el sentido de mi vida. Como había leído profusamente sobre
psicología, artes ocultas, evolución de sistemas y espiritualidad comparada,
creía tener a mi disposición el ABC necesario para enfocar tan ardua empresa.
Hacía ya muchos años que conocía mi tema astral como la palma de mi mano,
aunque sabía por experiencia que las simbologías y sus direcciones solamente se
revelaban de forma consciente cuando los hechos que a posteriori parecían
corresponderse tan claramente tenían lugar de forma efectiva. Como cuando a
Edipo le cae la venda de los ojos y vislumbra el lío en que se ha metido, sin
haber sido plenamente consciente del mensaje del Oráculo de Delfos. De entrada
había querido prescindir de soluciones mágicas, de videntes y tiradores de
cartas, y teniendo muy presente que las grandes verdades se hallan solamente
dentro de nosotros mismos –siquiera en un estrato muy profundo-, después de
unos días de purificación por ayuno y meditación me enfrasqué con el I Ching, el
famoso Libro de las Mutaciones. Así como en unas formas cualquiera que los caprichos
de la naturaleza otorgan a un grupo de nubes somos capaces de ver por
proyección nuestros deseos, nuestros miedos y nuestras aspiraciones, cualquiera
de los sesenta y cuatro hexagramas del oráculo taoísta tienen algo que decirnos
en nuestro momento presente. Como quiera que para la filosofía oriental el ser
se corresponde con el cambio, cualquiera de los hexagramas se identifica a la
vez con una situación y su opuesta. Tiré con convicción y a la vez con desapego
las tres monedas seis veces. Después consulté al oráculo:
La Tierra cubre el abismo.
El hombre superior nutre y educa
al pueblo,
formando un numeroso ejército.
Favorable y sin error
si perseveras en tu dirección
guiado por la experiencia.
El detalle de las dos líneas en movimiento añadía:
El ejército se retira.
No hay error
y
El gran gobernante reúne a sus
ministros.
No se debe recurrir a hombres
mezquinos.
A fuerza de utilizar el I Ching había llegado a adquirir, si no un
conocimiento profundo, sí cierta familiaridad con el oráculo y sus frases
abiertas, poéticas y ambiguas. Casi siempre había un recóndito lugar interno
que resultaba más o menos rozado por alguna de ellas, independientemente del
momento en que la consulta fuera realizada. Pero aquella precisa tarde, los
símbolos del ejército no parecían lanzar el más mínimo guiño sobre mi
conciencia, un tanto espesa debida a los calores estivales y al exceso de
trabajo. Después de pensarlo durante un instante, tomé la decisión de anular la
visita vespertina con mi analista y utilizar en su lugar los recursos
monetarios para visitar el centro de flotación, al que no acudía desde hacía
mucho tiempo. Sí, creí que me merecía más una hora de cálida, ciega, húmeda,
muda y sorda ingravidez que un ya monótono y aburrido monólogo del cual había
llegado a conocer todos los entresijos y que ahora ya ofrecía la posibilidad
nula de hacer aparecer un conejo de dentro de la chistera. En la recepción del centro de ingravidez
cambié de opinión. La flotación no sería sorda, sino que la amenizaría con algo
de música lejana. Evidentemente, nada de New Age. Sólo de pensar en la música
toscamente fabricada con acordes ravelianos, imitaciones satinianas y olas de
mar me ponía enfermo. No, escogí una vez más el segundo cuarteto de cuerda deMorton Feldman. Bueno, tan sólo una parte de él porque una flotación de seis
horas se hacía inviable. Cuando salí, una vez recuperado el tono habitual, cené
muy ligeramente (nada de grasa, nada de alcohol) y, tras leer unos capítulos
del último libro de Edgar Morin, me dormí profundamente, como suelo hacerlo
tras una flotación. Y soñé, soñé mucho y soñé muy profundamente. Soñé que
soñaba pero también soñé que despertaba y volvía a soñar, hasta perderme en una
jerarquía de sueños inabarcable. Iba por
un camino y, de repente, mi acompañante me retaba a una carrera a ver quien
llegaba antes a la parte alta de una montaña. En ese momento yo veía unas
escaleras que subían por esa montaña y las subía corriendo para ver si llegaba
antes. A medio camino, las escaleras se cruzaban con la carretera y ahí había una
casita que creía abandonada. Entraba dentro y veía algún elemento que mostraba
que la vivienda no estaba del todo abandonada: latas con plantas florecidas,
algún libro, algún disco de vinilo… Todos los elementos daban la sensación de
humildad, pero eran muy acogedores. Al poco mi acompañante, que venía por la
carretera, también ha entrado y me ha advertido que quizá la vivienda no estaba
vacía. Al oír voces, una mujer de edad ha aparecido en la habitación y nos ha
hablado con mucha suavidad. Inmediatamente la hemos reconocido como alguien que
ya había formado parte de nuestras vidas (a través de la música, creo). Nos
informaba de que en lo alto de la escalera había una gran mansión abandonada en
donde se organizaban actividades que nos podían interesar. Subimos hasta ese
lugar. Era como un gran edificio de piedra en ruinas (había lugares en donde
faltaba el techo). Adentro reinaba muy buen ambiente: había una gran compañía
de teatro de aficionados (en su mayor parte eran tenderos que mostraban una
gran alegría con lo que estaban haciendo). Reconocía a un actor con el que había
colaborado tiempo atrás. Me explicaba qué era lo que estaban preparando. En otra secuencia, estaba en una reunión musical. Una de las
participantes me ofrecía un piano de cola bien conservado de su padre, un
individuo corpulento que vivía arriba de todo de una escalera muy larga. Se
accedía por un ascensor, pero el hueco seguía estando y la casa estaba
alrededor del hueco. A mí me daba un poco de miedo la altura, pero hablaba con
el hombre corpulento, que era muy cortés y educado. Volvía a bajar, pero no
sabía si comprarle o no el piano. Después estaba con gente sentado alrededor de
un hueco profundo de unos 5 metros de diámetro, con las piernas colgando
dentro. Yo tenía un poco de vértigo, pero me decían que si no tiraba las
cáscaras de los pistachos que me estaba comiendo dentro del hueco, sino hacia
atrás, no me caería. Ello me tranquilizaba. Recuerdo que después me hallaba en
una sala muy grande alargada y había una hilera de sillas alrededor. Había
compañeros de trabajo y todos debíamos hacer un examen. Éste consistía de dos
partes, la primera fija, con preguntas de lingüística (había una plantilla en
inglés), y la segunda consistía en un tema libre que se había de desarrollar a
partir de una colección de fotografías que nos pasaban al iniciarse el examen.
Yo no sabía exactamente cómo se tenía que hacer el examen, pero veía como los
demás iban rellenando hojas. Entonces me daba cuenta de que, de entre todas las
fotos, me había tocado una de mí mismo de pequeño con mi hermano y mis padres
(aunque de hecho había también otro chico que no sabía quién era). Pensaba que
era un buen presagio: haría la redacción basándome en aquella foto. Cuando la
volvía a buscar para enseñarla al de al lado, en la foto había un chico más que
no reconocía y cuando la he mirado por tercera vez ya éramos cinco hermanos. De
todas formas, continuaba sin saber como caray se hacía el examen. Llegó la
media parte y salimos a descansar (a un campus-bosque con casitas de madera).
Cuando llega la hora de continuar vuelvo volando al edificio y llego de los
primeros. Coincido con una señora de edad que me enseña lo que ha hecho: ha
colocado las fotos entre una cartulina y un vidrio y frota el vidrio con un
trapo. Cuando hace esto, las fotos muestran su contenido sonoro: oigo cómo una
tribu de aborígenes hablan entre ellos. Yo, por fin pienso que puedo introducir
el tema de mi foto como referencia a la memoria; hablaré de cine (Amarcord: yo
recuerdo). Entonces ya no he encontrado la foto. He empezado a ponerme
nervioso, porque he pensado que necesitaba pasar el examen para apuntarme al
curso siguiente. Lo más curioso de los sueños es que los situamos en un
emplazamiento fuera del espacio y del tiempo. No existe otro tiempo de verbo
que el presente; como máximo experimentamos la sensación de haber soñado con
esa misma situación anteriormente, y lo que nos provoca vértigo no es la
repetición, sino la referencia a un pasado que en realidad no puede existir
dentro del sueño. Cuando desperté, sin embargo, mi mente se hallaba más
despejada. Quizás la reequilibración de mi psique había tenido lugar
efectivamente y ahora podía constatar que el sentido de la vida y su plenitud
eran vislumbrados a través de estados de conexión mental a los que solamente se
accede cuando la razón y la volición se aquietan. Cerré los ojos y bebí un vaso
de agua.
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