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jueves, 18 de julio de 2013

Sentido

 

                                Hacía ya mucho tiempo que creía haber sobrepasado aquel “mezzo del cammin di nostra vita” que Dante usa como marco de referencia experiencial al principio de su Divina Comedia. La “selva oscura” y sus tres fieras parecían ya cosa del pasado –o quizás nunca se habían movido de ahí y su presencia, por constante, parecía haberse vuelto menos amenazadora-. No, el problema no eran ya ahora las amenazas sino la trayectoria, el sentido de la vida visto como imagen global. Imagen global, por cierto, es un término que denota estatismo objetual y es por eso que acusa un decalage hacia una estructura de pensamiento concreta. Una trayectoria, después de todo, es una foto congelada de un proceso. Aunque el dilema que me embargaba no era el de la dualidad objeto-proceso. Todas las dualidades son el resultado de una limitación, que a la postre puede ser superada por una ascensión en el orden de pensamiento. El dilema estaba más relacionado con la propia imagen de la representación, algo así como la apetencia por una doble descodificación del ADN (estructura y función) de la vida. Debía hallar, a toda costa, el enigma de tal código si quería saber cuál era exactamente el sentido de mi vida. Como había leído profusamente sobre psicología, artes ocultas, evolución de sistemas y espiritualidad comparada, creía tener a mi disposición el ABC necesario para enfocar tan ardua empresa. Hacía ya muchos años que conocía mi tema astral como la palma de mi mano, aunque sabía por experiencia que las simbologías y sus direcciones solamente se revelaban de forma consciente cuando los hechos que a posteriori parecían corresponderse tan claramente tenían lugar de forma efectiva. Como cuando a Edipo le cae la venda de los ojos y vislumbra el lío en que se ha metido, sin haber sido plenamente consciente del mensaje del Oráculo de Delfos. De entrada había querido prescindir de soluciones mágicas, de videntes y tiradores de cartas, y teniendo muy presente que las grandes verdades se hallan solamente dentro de nosotros mismos –siquiera en un estrato muy profundo-, después de unos días de purificación por ayuno y meditación me enfrasqué con el I Ching, el famoso Libro de las Mutaciones. Así como en unas formas cualquiera que los caprichos de la naturaleza otorgan a un grupo de nubes somos capaces de ver por proyección nuestros deseos, nuestros miedos y nuestras aspiraciones, cualquiera de los sesenta y cuatro hexagramas del oráculo taoísta tienen algo que decirnos en nuestro momento presente. Como quiera que para la filosofía oriental el ser se corresponde con el cambio, cualquiera de los hexagramas se identifica a la vez con una situación y su opuesta. Tiré con convicción y a la vez con desapego las tres monedas seis veces. Después consulté al oráculo:

La Tierra cubre el abismo.
El hombre superior nutre y educa al pueblo,
formando un numeroso ejército.
Favorable y sin error
si perseveras en tu dirección
guiado por la experiencia.

El detalle de las dos líneas en movimiento añadía:

El ejército se retira.
No hay error

y

El gran gobernante reúne a sus ministros.
No se debe recurrir a hombres mezquinos.

A fuerza de utilizar el I Ching había llegado a adquirir, si no un conocimiento profundo, sí cierta familiaridad con el oráculo y sus frases abiertas, poéticas y ambiguas. Casi siempre había un recóndito lugar interno que resultaba más o menos rozado por alguna de ellas, independientemente del momento en que la consulta fuera realizada. Pero aquella precisa tarde, los símbolos del ejército no parecían lanzar el más mínimo guiño sobre mi conciencia, un tanto espesa debida a los calores estivales y al exceso de trabajo. Después de pensarlo durante un instante, tomé la decisión de anular la visita vespertina con mi analista y utilizar en su lugar los recursos monetarios para visitar el centro de flotación, al que no acudía desde hacía mucho tiempo. Sí, creí que me merecía más una hora de cálida, ciega, húmeda, muda y sorda ingravidez que un ya monótono y aburrido monólogo del cual había llegado a conocer todos los entresijos y que ahora ya ofrecía la posibilidad nula de hacer aparecer un conejo de dentro de la chistera.  En la recepción del centro de ingravidez cambié de opinión. La flotación no sería sorda, sino que la amenizaría con algo de música lejana. Evidentemente, nada de New Age. Sólo de pensar en la música toscamente fabricada con acordes ravelianos, imitaciones satinianas y olas de mar me ponía enfermo. No, escogí una vez más el segundo cuarteto de cuerda deMorton Feldman. Bueno, tan sólo una parte de él porque una flotación de seis horas se hacía inviable. Cuando salí, una vez recuperado el tono habitual, cené muy ligeramente (nada de grasa, nada de alcohol) y, tras leer unos capítulos del último libro de Edgar Morin, me dormí profundamente, como suelo hacerlo tras una flotación. Y soñé, soñé mucho y soñé muy profundamente. Soñé que soñaba pero también soñé que despertaba y volvía a soñar, hasta perderme en una jerarquía de sueños inabarcable. Iba por un camino y, de repente, mi acompañante me retaba a una carrera a ver quien llegaba antes a la parte alta de una montaña. En ese momento yo veía unas escaleras que subían por esa montaña y las subía corriendo para ver si llegaba antes. A medio camino, las escaleras se cruzaban con la carretera y ahí había una casita que creía abandonada. Entraba dentro y veía algún elemento que mostraba que la vivienda no estaba del todo abandonada: latas con plantas florecidas, algún libro, algún disco de vinilo… Todos los elementos daban la sensación de humildad, pero eran muy acogedores. Al poco mi acompañante, que venía por la carretera, también ha entrado y me ha advertido que quizá la vivienda no estaba vacía. Al oír voces, una mujer de edad ha aparecido en la habitación y nos ha hablado con mucha suavidad. Inmediatamente la hemos reconocido como alguien que ya había formado parte de nuestras vidas (a través de la música, creo). Nos informaba de que en lo alto de la escalera había una gran mansión abandonada en donde se organizaban actividades que nos podían interesar. Subimos hasta ese lugar. Era como un gran edificio de piedra en ruinas (había lugares en donde faltaba el techo). Adentro reinaba muy buen ambiente: había una gran compañía de teatro de aficionados (en su mayor parte eran tenderos que mostraban una gran alegría con lo que estaban haciendo). Reconocía a un actor con el que había colaborado tiempo atrás. Me explicaba qué era lo que estaban preparando. En otra secuencia, estaba en una reunión musical. Una de las participantes me ofrecía un piano de cola bien conservado de su padre, un individuo corpulento que vivía arriba de todo de una escalera muy larga. Se accedía por un ascensor, pero el hueco seguía estando y la casa estaba alrededor del hueco. A mí me daba un poco de miedo la altura, pero hablaba con el hombre corpulento, que era muy cortés y educado. Volvía a bajar, pero no sabía si comprarle o no el piano. Después estaba con gente sentado alrededor de un hueco profundo de unos 5 metros de diámetro, con las piernas colgando dentro. Yo tenía un poco de vértigo, pero me decían que si no tiraba las cáscaras de los pistachos que me estaba comiendo dentro del hueco, sino hacia atrás, no me caería. Ello me tranquilizaba. Recuerdo que después me hallaba en una sala muy grande alargada y había una hilera de sillas alrededor. Había compañeros de trabajo y todos debíamos hacer un examen. Éste consistía de dos partes, la primera fija, con preguntas de lingüística (había una plantilla en inglés), y la segunda consistía en un tema libre que se había de desarrollar a partir de una colección de fotografías que nos pasaban al iniciarse el examen. Yo no sabía exactamente cómo se tenía que hacer el examen, pero veía como los demás iban rellenando hojas. Entonces me daba cuenta de que, de entre todas las fotos, me había tocado una de mí mismo de pequeño con mi hermano y mis padres (aunque de hecho había también otro chico que no sabía quién era). Pensaba que era un buen presagio: haría la redacción basándome en aquella foto. Cuando la volvía a buscar para enseñarla al de al lado, en la foto había un chico más que no reconocía y cuando la he mirado por tercera vez ya éramos cinco hermanos. De todas formas, continuaba sin saber como caray se hacía el examen. Llegó la media parte y salimos a descansar (a un campus-bosque con casitas de madera). Cuando llega la hora de continuar vuelvo volando al edificio y llego de los primeros. Coincido con una señora de edad que me enseña lo que ha hecho: ha colocado las fotos entre una cartulina y un vidrio y frota el vidrio con un trapo. Cuando hace esto, las fotos muestran su contenido sonoro: oigo cómo una tribu de aborígenes hablan entre ellos. Yo, por fin pienso que puedo introducir el tema de mi foto como referencia a la memoria; hablaré de cine (Amarcord: yo recuerdo). Entonces ya no he encontrado la foto. He empezado a ponerme nervioso, porque he pensado que necesitaba pasar el examen para apuntarme al curso siguiente. Lo más curioso de los sueños es que los situamos en un emplazamiento fuera del espacio y del tiempo. No existe otro tiempo de verbo que el presente; como máximo experimentamos la sensación de haber soñado con esa misma situación anteriormente, y lo que nos provoca vértigo no es la repetición, sino la referencia a un pasado que en realidad no puede existir dentro del sueño. Cuando desperté, sin embargo, mi mente se hallaba más despejada. Quizás la reequilibración de mi psique había tenido lugar efectivamente y ahora podía constatar que el sentido de la vida y su plenitud eran vislumbrados a través de estados de conexión mental a los que solamente se accede cuando la razón y la volición se aquietan. Cerré los ojos y bebí un vaso de agua.

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