Las diversas lenguas forman parte de las diversas weltanschauung y, como ellas mismas, se agrupan en familias
estructuradas. El aprender una lengua que nos es ajena por nacimiento ofrece una gran oportunidad para ampliar no
sólo nuestro campo de conocimiento, sino también, y muy especialmente, nuestra
estructura de pensamiento. Es por ello que la traducción entre lenguas ofrece
una dificultad especial resultante de esta irreductibilidad (o, en términos
kuhnianos, inconmensurabilidad). Cuando desconocemos una lengua o, simplemente,
ignoramos una posible traducción, sin embargo, caemos en el extremo de dejarnos
dominar por una estructura mental mítica que nos impele a otorgar un prestigio
especial a lo que se sale de nuestra visión habitual. Hace ya unos cuantos años
que la elección del nombre de los hijos sufre de este fenómeno cuyas raíces
míticas se basan también en el cine y la televisión más comerciales, medios de
comunicación míticos par excellence. Así,
hace treinta años Vanessa hacía furor, y también Jonathan, Jessica y Jennifer
(nombres escogidos, además, por progenitores que no sabían pronunciar el sonido
“dʒə”). Hoy en día la situación es todavía más peregrina: se
utilizan combinaciones de nombre+apellido de actores populares de Hollywood
como nombre de pila del neonato. A toda esta variante de esplendor mítico se le
da ahora un nombre muy concreto: glamour.
Existe otra variante de prestigio mítico por mala traducción. Se trata de las
malas traducciones de términos, en ocasiones debida al fenómeno del false friend. Esta modalidad es
utilizada por grupos culturalmente más avanzados ya que incluye términos
técnicos. Numerosos científicos de habla hispana buscan evidencias más que pruebas,
ignorando que el significado en castellano de este término sería más cercano al
término inglés obviousness. Algunos
términos incluyen malas traducciones de ida y vuelta, como singlete, mala traducción del inglés singlet que a su vez procede del término latin singularis y que en castellano se denomina singulete. Volviendo a los apellidos; aunque éstos no sean
traducibles en muchas ocasiones expresan objetos u oficios. Si traducimos
Johann Strauss como Juan Ramos o Elizabeth Taylor como Isabel Sastre observamos
cierta pérdida de glamour que es directamente proporcional al grado de componente
mítico en nuestro pensamiento.
2 comentarios:
Fratello,
las oraciones compuestas en alemán sitúan el verbo principal de la segunda frase al final de la misma. Este capricho gramatical tiene una directa implicación social: nadie interrumpe al interlocutor mientras éste se está expresando si uno está interesado en lo que le están diciendo. ¿Alguien se imagina una tertulia entre latinos en la que cada integrante respetase el turno de intervención? Evidentemente, existe, pero exige un nivel de civilización poco común en el arco mediterráneo. Sugiero que algo del glamour teutón se nos podría pegar a nuestra lengua, sin necesidad de entrar en mitificaciones.
fp
Fratellino,
El capricho gramatical que describes no es tan caprichoso: está en resonancia con una mentalidad que ama la descripción, la delimitación y la dialéctica. En el arco mediterráneo los verbos se sueltan enseguida porque en esta zona se siente antes de pensar y no hay tiempo para dialécticas.
fp
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