El público de los conciertos clásicos está envejeciendo a marchas forzadas,
en un proceso que parece exactamente el contrario del que se produjo hace unos
cuarenta años, cuando una generación joven pareció asaltar los auditorios y revitalizar
el fenómeno del hecho musical. Aunque buena parte del público que ahora
envejece perteneció a aquella generación parece que se cumple de nuevo la frase
picassiana de que las revoluciones nacen
de pie y mueren sentadas. Lo malo del caso es que a esta generación ya
aburguesada no parece seguir otra joven que la renueve y le cante la famosa
canción de Jacques Brel. Las ahora más que tímidas y mojigatas incursiones en
repertorios más o menos contemporáneos muestran, a modo de excusa, títulos como
“S XX para todos los públicos” y zarandajas por el estilo. ¿Por qué no analizar
las reticencias del público hacia este tipo de repertorio en vez de mostrar una
actitud de excusa rayana en la vergüenza? Lo primero que hay que asegurar al
público –al de hoy como al del S XVIII- es que no se le está tomando el pelo
cuando se interpretan obras que no entienden (bien, al menos cuando se le
presentan grandes obras de valor incuestionado). Lo segundo y más importante es
que el público perciba claramente que cuando asiste a un concierto lo hace,
generalmente, con una actitud muy dirigida, con unas estructuras mentales muy
definidas y con unas expectativas muy concretas. Todo cuanto no encaje con esta
actitud, estructuras y expectativas es automáticamente rechazado sin ninguna
otra consideración (o, pero aún, clasificado dentro del saco del “no-me-interesa”).
Esta dinámica, evidentemente, representa la muerte por inanición del hecho
musical. Si a esto se le suma la consideración de la cultura como un hecho
social, idea siempre presente en los países del sur de Europa, tenemos como resultado
la atrofia irreversible. ¿Y cuál es la actitud mental del público medio que
asiste a un concierto? Pues la de estar abierto a escuchar algo dulce
(repertorio clásico), sentimental (repertorio romántico) o grandioso
(repertorio clásico o romántico). El repertorio barroco ha ido quedando con el
tiempo casi excluido de los programas de las orquestas sinfónicas y el
renacentista (que el gran público prácticamente desconoce) ha quedado más
especializado dentro del submundo llamado “música antigua” (que ya he discutido
en alguna ocasión). En ocasiones se utiliza el término “disonancia” para
analizar el fenómeno que estoy describiendo. No se trata de una cuestión de
disonancias, sea lo que sea a lo que se refiera este término un tanto
escurridizo. No se trata de disonancias sino de la ausencia del elemento
patético-sentimental que en demasiadas ocasiones llega a hacer deslizar en el
repertorio habitual obras que no están a su altura. No estoy automáticamente
condenando las obras que giran alrededor de dicho elemento, ni mucho menos
(ello equivaldría a condenar a Tchaikovsky, Puccini, Mahler y muchos otros
autores a los que admiro profundamente) sino más bien explorando las
posibilidades de ir más allá. El S XIX introdujo también otro elemento
distorsionador de la música el cual todavía padecemos. Se trata del intérprete
virtuosista, aquel que pone la exhibición personal de sus dotes circenses por
encima de la calidad de lo que nos está presentando. Este tipo de intérprete,
preferido y mimado por el gran público (con el espaldarazo de las
discográficas) siempre prefiere tocar piezas que parezcan mucho más difíciles
de ejecutar de lo que son en realidad, y evita sistemáticamente las que
resultan mucho más difíciles de lo que el público cree. Aún recuerdo la cara de
incredulidad de una señora alborozada tras la interpretación de la FantasiaImpromptu de Chopin cuando le confesé que la sonata de Mozart que había tocado
antes era mucho más difícil. Volviendo al tema que nos ocupa, las emociones que
despiertan en nosotros Debussy, Bartok, Messiaen y también Boulez, Ligeti o
Xenakis no encajan con los gustos del gran público (y quizás no lo harán nunca,
como anuncia Ortega y Gasset en La Deshumanización del Arte). No por las
disonancias sino por el contenido de sus obras, que va más allá de la
expresividad del sentimentalismo patético o incluso del expresionismo más
delirante. El gran público sigue prefiriendo, en general, la “disonante” Alpensinfonie al “suave” Après-midi d’un faune. Quizás, remedando
de nuevo a Ortega y Gasset, porque el campo del fauno es el que ve el poeta
mientras que el de la sinfonía es el que ve el buen burgués.
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