Estoy leyendo el
último libro que ha publicado el aclamado Y.N. Harari, 21 lecciones para el SXXI. Vuelvo a tener la misma sensación que con Sapiens. El mayor logro del autor, que consiste en desbaratar un
tanto los puntos de vista más comunes y tópicos a la hora de observar las
dinámicas históricas, es también su mayor limitación ya que sus puntos de vista carecen de relieve
evolutivo. No se puede tratar el pensamiento, las estructuras sociales o los
intereses de la población como si el tiempo no hubiera pasado desde el Paleolítico.
Ya sé que Harari hace comparaciones adecuadas entre los intereses de cada época,
pero ignora que además del cambio plano también se producen cambios
paradigmáticos hacia una mayor complejidad. Habla, por ejemplo, de los ritos
como una cosa del pasado que ha perdido completamente el sentido en nuestros
días. El rito es una acción ligada a la estructura mental mitológica y, por tanto, perteneciente a un pasado superado. Pero las
estructuras mentales superadas siguen presentes, transparentando y quedando
supeditadas a la estructura más reciente. Ofrecer sacrificios a los dioses para
aplacar su ira o bailar la danza de la fertilidad para invocar una buena cosecha
son ritos que difícilmente podríamos justificar dentro de una estructura mental
racional. Sin embargo, algunas de nuestras acciones pueden –y creo que deben-
mostrar los aspectos numinosos que ofrecen los ritos. La carga simbólica que
llevan asociadas tales acciones les otorga un sentido y una actualización que
difícilmente podríamos obtener sin la componente mágico-mítica del rito. Cuando
hacemos música, hacemos el amor (dos acciones con muchos puntos en común) o nos
aplican una terapia o un fármaco que sabemos que nos aliviará alguna dolencia
no podemos prescindir de la componente de misterio que envuelve tales actos so
pena de caer en la trivialización más absoluta. Esto quizás escandalice a algunos
en la época de la evidence-based-medicine,
pero no hay razón para ello. Los ensayos clínicos más ortodoxos y bien
realizados miden la eficacia de un putativo fármaco comparándolo con la
eficacia del placebo, que también la tiene. Si prescindimos de tal eficacia y
atendemos solamente a la eficacia basada en la activación de un target molecular nos estamos perdiendo
una buena parte del efecto final que en realidad es lo que cuenta. Cuando se
interpreta música se está en buena parte invocando a una deidad –Apolo,
Dionisos o quien fuera- y es por ello que se hacen necesarios algunos elementos
que acompañan a esta invocación. La distancia entre intérprete y auditorio
–luz, escenificación, vestuario- se hace así del todo necesaria para lograr
tal invocación. Cuando se pretende derribar esta barrera en pos de la
comprensión universal lo único que se encuentra es el vacío más silencioso. El
rito utiliza un lenguaje numinoso que destila inspiración multifocal pero no es
susceptible de ser desmenuzado en partes y analizado so pena de ahuyentar lo
que se pretende invocar. Cuando se casca la nuez desaparece toda su
potencialidad porque ha sido ya descubierta.
PS: el
libro de Harari, que me ha servido de excusa para este escrito, merece ser
leído con atención y reconocido en sus aspectos más brillantes y reveladores,
que son muchos.