Las dualidades resultan de la comprensión incompleta ó fragmentada de una realidad de un orden superior. Y nunca se pueden resolver: solamente se pueden disolver por integración. Para acceder a tal integración/disolución se precisa, sin embargo, de cierta renuncia (o lo que en occidente llamamos renuncia). Un ejemplo cotidiano lo hallamos en la integración de emigrantes en la cultura occidental. Cuando hablamos de “adaptación a nuestra tradición” no hablamos de integración sino de “conversión” –como en las colonizaciones occidentales de otrora-. Cuando hablamos de “respeto mutuo”, aunque tal actitud sea sin duda más evolucionada que la anterior, tampoco hablamos de integración de culturas porque todavía nos situamos en una fase postmoderna. La dualidad continúa existiendo, bien que relativizada. La relativización es el único camino mental que tenemos para poder ascender un peldaño en nuestra percepción. Solamente en el momento en que desaparezca “lo nuestro” y “lo vuestro”(me refiero no solamente a la cultura sino al territorio), con la consiguiente renuncia por ambas partes, tiene lugar la integración efectiva, que da lugar a algo nuevo de un orden más evolucionado y que permite el ascenso a realidades superiores. El ejemplo aludido se refiere a un hecho sociocultural, más sencillo de describir. Cuando las dualidades afectan al centro de nuestra conciencia se hacen crecientemente más difíciles de manejar conforme la integración exige una mayor ascesis ó renuncia. Una dualidad históricamente difícil de manejar –en Occidente- es la del problema Bien/Mal. Cuanto más nos esforzamos en separar estos términos más subrepticia se hace la presencia del término opuesto. El Paraíso Terrenal bíblico, a pesar de todo, contenía la serpiente. Cuando los estudiosos occidentales han ido mirando más hacia Oriente han dado con la clave para la integración. Así, Jung, tras constatar que la sombra es el necesario resultado de la proyección de la luz sobre un objeto, llega incluso a afirmar que la Trinidad cristiana es una cuaternidad truncada que omite la figura del mal entre sus elementos. Estoy hablando de Oriente no como término meliorativo de una dualidad, sino como el complemento que falta a Occidente para asumir la ascensión dialéctica. Visto desde el punto de vista oriental, la situación es exactamente la contraria. La percepción común quiere ver la occidentalización de Oriente, pero ignora la igualmente frenética –aunque menos aparente- orientalización de Occidente. Se trata, sin duda, de una visión fragmentada, como la de un Fukuyama (“el final de la historia”), que solamente considera un darvinismo simplista como motor de la evolución histórica.
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