Hace exactamente cuarenta años uno de los padres fundadores de la moderna biología molecular, Jacques Monod, postuló (o quizás, pontificó, en una opinión personal y poco basada en modelos científicos), que la vida era un fenómeno absolutamente singular y fruto del azar, con un bajísimo grado de posibilidad de que se pueda repetir en otro lugar o época en el vastísimo universo. Hoy, apoyándonos en modelos científicos renovados por la teoría de sistemas, las matemáticas de la complejidad, el estudio de los sistemas disipativos y la autopoiesis, creemos precisamente todo lo contrario: que la vida es un término hacia el que, dadas unas mínimas condiciones iniciales, se tiende de forma natural por autocatálisis si se da al sistema el tiempo suficiente para ello. La afirmación de Monod, sin embargo, tenía más de postura tripera que de conclusión epistemológica, igual que la última afirmación de Stephen Hawking sobre la inexistencia de algo más allá de la muerte cerebral. Ambas están formuladas con la misma seguridad con la que un miembro del sacro colegio cardenalicio defendería lo contrario (o con la que el presente máximo gestor de la Banca Vaticana denosta más que respetables tradiciones espirituales). Respecto al anuncio de Hawking habría que acotar que este tipo de afirmación siempre hace referencia a la existencia individual de cada psique, y es ahí donde puede radicar el malentendido. La tradición judeocristiana, al igual que la posterior tradición musulmana, hace referencia a la vida más allá de la muerte en relación con las personas individualmente tratadas, en un plano de existencia análogo al terrenal, pero transfigurado. La visión hinduista-budista recoge también (especialmente la hinduista) los azares de una existencia individual que se va purificando a través de la metempsicosis hasta llegar a desvanecerse en un nirvana desprovisto de de cualquier forma (y, por tanto, de cualquier individualidad). La visión taoísta establece desde el principio la existencia no-nacida ni perecedera del Tao, única realidad absoluta que da lugar a las diferentes realidades relativas. La existencia individual, recordémoslo, no apareció con la vida, sino con estructuras más evolucionadas. Los organismos monocelulares procariotas representan una forma de vida muy arcaica (sin núcleo celular y sin capacidad de generar organismos pluricelulares) cuyos “individuos” se reproducen mayormente de forma asexual (es decir, sin intercambio de ADN), por simple división, cosa que los hace “inmortales”. Con la aparición de la reproducción sexual apareció, por tanto, la muerte individual. Y ya no recuerdo hacia donde se dirigía esta frustada y supuestamente grave reflexión…
No hay comentarios:
Publicar un comentario