No cabe duda
de que Richard Strauss se halla entre el pequeño destacamento de
compositores-ingenieros que dominan sabiamente el teatro y saben encajar la
música con la acción. Y tampoco cabe duda de que, como los otros ingenieros, supo hallar un libretista con el
que formar un sólido tándem. Hugo von Hoffmansthal firmó seis de las óperas de
Strauss, entre ellas el Rosenkavalier.
Esta ópera representa el triunfo de la artificialidad y ése es precisamente su
encanto. La mixtura de los extemporáneos valses –extemporáneos tanto desde el
punto de vista de la dieciochesca escena como desde el punto de vista del guiño
a Johann Strauss- con las melodías mozartianas (mozartianas de imitación, que
no de espíritu), el (doble) travestismo de uno de los personajes, la ausencia
de tenores (en Ariadnne auf Naxos queda
patente el odio que Strauss sentía por tales personajes), cuyos únicos rastros
se encuentran en personajes italianizantes (el cantante bruscamente interrumpido y el intrigante Valzacchi) resulta sorprendente pero funciona. Y
funciona por el sólido libreto y la espléndida caracterización del personaje de
Feldmarshallin, “vieja de treinta y siete años” que ve como el tiempo pasa
inexorablemente. El contraste entre la mistificación antes apuntada y el trazo
humano de la Mariscala da la tensión necesaria para que la obra se mantenga
erguida. El golpe de efecto mayor de la obra, la entrada de la Mariscala en el
tercer acto (después de acto y medio de ausencia) nos hace caer en la cuenta de
todo ello. Las mezclas de objetos musicales que Strauss muestra en muchos de
sus poemas sinfónicos (mezcla de oro, plata, mármol, escoria, cascos de botella
y ladrillos partidos, según la clásica observación de Deems Taylor) y que en
ocasiones rompen el equilibrio interno de las obras es aprovechado en esta
ópera como elemento cohesionador. Con sus poemas sinfónicos Strauss también se
mostraba ingeniero y no aquitecto (a pesar de las fugas en Zarathustra y en SymphoniaDomestica) y de ahí las polémicas en torno a estas obras. El lirismo,
lenguaje natural de este compositor, halla en el Rosenkavalier una de sus máximas cotas.
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domingo, 23 de junio de 2013
lunes, 17 de junio de 2013
Operas VI - Fidelio
Si en esta serie de escritos sobre tema operístico los compositores ingenieros han sido los protagonistas
casi absolutos, la ópera que comento hoy es la hija única de un compositor –el
compositor- eminentemente arquitecto.
Siempre se ha dicho que Fidelio es una obra teatralmente pobre en comparación
con su música. Y es una afirmación con la que sólo muy parcialmente estoy de
acuerdo. Si consideramos Fidelio únicamente como una respuesta crítica a Don Giovanni y a Beethoven como un
mojigato quizás la afirmación tenga más sentido. Fidelio, además de una
respuesta a Don Giovanni, y por encima de eso, es un canto a la libertad y al
sentido de la moralidad. Curiosamente, tanto Fidelio como Don Giovanni representan
diferentes aspectos de la Ilustración. El aspecto positivo, afirmativo, está
presente en la composición beethoveniana, mientras que el aspecto negativo,
rebelde, está presente en la obra mozartiana. Evidentemente que desde el punto
de vista musicoteatral la ópera de Mozart está muy por delante de la de
Beethoven. Pero el espíritu de ambas es claramente complementario. El ciudadano
ha conquistado sus libertades y la conciencia de la moral colectiva (Fidelio),
pero con ello también ha rozado los límites de una manera de pensar y sentir, y
se empieza a adentrar en un mundo nuevo que todavía desconoce y observa
solamente en la obscuridad (Don Giovanni). Un aspecto de Fidelio que nos remite
directamente al principio de esta reflexión y a la dicotomía arquitectura/ingeniería
en música está constituído por todos los avatares por los que transcurrió la
historia de la obertura de la ópera. La primera versión de ésta –La obertura
Leonora nº1- evolucionó (como una auténtica work
in progress, tras el primer estreno), junto con la estructura teatral de la
obra, a través de dos Leonore Overture adicionales, hasta llegar a la última
versión, la mucho más modesta obertura de Fidelio. Si en las Oberturas Leonore
(especialmente la segunda y la más famosa e imponente tercera versión)
apreciamos la obra del gran arquitecto, en la versión definitiva advertimos una
justificación de tipo práctico. Seguramente, si nos imaginamos una
representación de la obra (un auténtico singspiel
que empieza con una arietta y un duetto típicamente italianizantes) precedida
por la Leonore nr III, podemos
deducir fácilmente la canibalización resultante de buena parte del primer acto:
la arquitectura comiéndose a la ingeniería, cosa que no sucede con la última
versión. A lo largo de la historia de las representaciones de Fidelio, muchos
directores han intentado reintroducir la Leonore III. A decir de W.
Fürtwangler, la obertura se había encajado hasta en el mismísimo final de la
ópera, con la consiguiente sensación de anticlímax escénico (y reflexión
filosófico-abstracta). La única posición apta para Leonore III se halla entre
los dos cuadros del segundo acto (versión introducida por G.Mahler) porque es
la manera en que se integra más en la acción (el famoso toque de trompeta liberador). Fidelio, mire como se mire, no es ninguna broma insulsa.
jueves, 13 de junio de 2013
Lavaderos públicos
Una importante parte de los mails
que recibo habitualmente están enviados automáticamente por redes sociales que
me informan de la última chorrada que han hecho o han dicho fulanito o
menganita, o bien me instan urgente y repetidamente para que apruebe un link
con el que alimentar un tupido sistema de contactos profesionales en donde la
gente saca a pasear sus más míseras frustraciones (básicamente los perfiles
parecen competir en el número de “head”, “general manager” y otros títulos que
ya solo parecen engañar a quienes los exhiben). ¿De dónde proviene tanto amor
propio herido? ¿Por qué nos empecinamos en mantener el estancamiento? ¿Por qué
no tiramos de una vez la cadena del váter? Solamente entonces aflorará lo bueno
y auténtico que todos llevamos dentro: cuando se deje de tener miedo a ser lo
que ya se es. Sucede algo parecido cuando un intérprete malo (actor, músico,
cantante, bailarín, deportista) deja de actuar, tocar, cantar, bailar o moverse
con un fin concreto y solamente se exhibe. Dicen los que alimentan este tipo de
montaje que lo importante es salir en la foto: si no sales es que no existes. Y
yo afirmo, con la contundencia de un emperador romano: quizás es mejor no
existir en ciertos mundos y reservar nuestra energía para otros. El mundo
frenético que nos retratan las redes sociales y otros productos de masas de Internet
y que nos quieren vender como el único mundo no tiene un ámbito más
profundo que el de las cotillas que iban a lavar la ropa a los lavaderos
públicos y ponían a todo el vecindario a parir. Es más extenso, pero todavía
más superficial y anónimo. ¡Por favor, atrévanse a decir de una vez para todas
que el emperador, sencillamente, va desnudo!
sábado, 8 de junio de 2013
Operas V - La Bohème
La literatura
musical está plagada de la fórmula de proporcionalidad Puccini/Verdi =
Strauss/Wagner. Como todo este tipo de aproximaciones, la ecuación resulta muy
poco honda. Si en algo parece adecuada, sin duda, es que tanto Puccini como
Strauss basan su ingeniería en los ambientes más que en los personajes, al contrario que sus ilustres
predecesores, y que ambos fueron clasificados como seguidores ‘descafeinados’
de los mismos. La ingeniería de ambientes de Puccini, sin embargo, tiene una
componente importante en la organicidad del conjunto: forma parte del ‘mensaje’.
A este efecto se le da el nombre de ‘realismo poético’ y lo podemos observar en
obras de autores y épocas muy diversos, desde algún cuadro de Millet, Manet o
Degas hasta el cine francés de los treinta, pasando por algunos aspectos de la
obra de Maupassant o Chejov. Y si alguna ópera de Puccini admite esta etiqueta
es, sin duda, La Bohème. Mal
comprendida en su estreno (un crítico famosamente la tildó de “opereta de la
cual nunca volveremos a oir hablar”), conquistó pronto al gran público sin
perder los fervores del público refinado (hazaña que únicamente está al alcance
de unos pocos escogidos). Aun hoy la ópera sigue sorprendiendo por la frescurade sus diálogos y su originalidad dramática y musical. Los cuatro breves actos
son descritos como quadri por sus
autores, y esta apreciación ya nos da una clara idea de su estructura: no
estamos enfrente de los cerrados ‘actos’ sino de unos tableaux en el sentido pictórico de ‘vistas’ o ‘escenas’ de carácter
intimista –postales coloreadas-, igual que en Boris Godunov tenemos unos amplios frescos históricos –mosaicos bizantinos-
ó en Wozzeck unas escenas
cinematográficas. Los protagonistas de estos quadri no son los artistas ni la modistilla: en virtud de la
ingeniería antes aludida, los protagonistas son el frío, la juventud y la
miseria alegre, elementos que el team Illica/Giacosa/Puccini supo estructurar
admirablemente. Curiosamente –o no tanto-, en ésta la ópera de Puccini más
próxima al realismo poético, tenemos un menor peso específico espacio-temporal.
Tosca es Roma 1800, Schicchi es Florencia 1299, Il Tabarro es Paris (o, mejor, los muelles de
Paris) 1910. La Bohème se sitúa en el París de 1830, pero aparte de unas pocas
referencias externas, es fácilmente trasladable a cualquier contexto. Un último
apunte: a pesar de las maravillas que vendrían después, la obra sigue siendo la
más estimable que produjo su autor, que nunca logró un producto tan original
(en Gianni Schicchi se acercó mucho),
cosa que, en el fondo, ya intuyó el estúpido crítico al que he aludido
anteriormente.
lunes, 3 de junio de 2013
Operas IV - Falstaff
La historia de
la ópera nos muestra que ha habido muy pocos compositores ingenieros capaces de producir un volumen de obra compacta dentro
del género. Correspondientemente, también ha habido pocos libretistas que los
hayan acompañado, cediendo siempre a las exigencias de los compositores (los ingenieros siempre han sabido mucho de
libretos). Arrigo Boito no pasará a la historia como el compositor de Mefistofele y otras óperas sino como el
genial libretista de las dos últimas óperas de Verdi, Othello y Falstaff
(también de la versión remodelada de Simon
Bocanegra). El reto al que se enfrentó Boito fue múltiple: un compositor
venerado que infundía respeto (aunque en años anteriores Boito había denigrado
a Verdi); en sus años más maduros, en los que exigía material nuevo y
estructuras diferentes a cuantas había experimentado, y encima la siempre ardua
tarea de adaptar a Shakespeare. Si con Othello
Boito demostró estar a la altura exigida, dominando los efectos de ‘carpintería
teatral’ y utilizando la tijera donde fuera necesario hasta adaptar la escena a
la estructura requerida, con Falstaff ambos creadores se adentraron en un mundo
nuevo. Es curioso que un compositor de ochenta años sea capaz de descubrir algo
nuevo, un embrión de futuro. La orquestación y, más concretamente, el papel
dado a los instrumentos de viento niega rotundamente la irónica afirmación de otros
tiempos ‘Othello y Falstaff no son las mejores óperas de
Richard Wagner’. Nos hallamos a gran distancia (hacia el futuro, y sin Zukunftmusik) de Wagner. Y pese a toda
esta juventud tímbrico-melódica y esta ligereza de presunciones, el
protagonismo de Falstaff no tiene que ver con la juventud sino más bien con la
experiencia de la vida, y más concretamente, el desapego tragicómico de la
senectud. Sir John Falstaff es un vividor ‘tronado’ que lucha contra la muerte
y la descomposición a marchas forzadas, pero que nos cae bien porque se toma
las distancias que le otorga, como única prerrogativa, la experiencia. Y si en
el primer acto reflexiona -¡qué contraste con el espíritu de las óperas del
propio Verdi de décadas anteriores!- sobre la futilidad del honor, en el
agridulce final une su voz al de toda la compañía para recordarnos con una
sabia fuga que:
Tutto nel mondo è burla.
L'uom è nato burlone, La fede in cor gli ciurla,
Gli ciurla la ragione.
Tutti gabbati! Irride
L'un l'altro ogni mortal.
Ma ride ben chi ride
La risata final.
A estas alturas todo el mundo habrá ya adivinado que me gustan los finales que utilizan metaespacios para observar con distancia la acción que les ha precedido, como el prestidigitador cuando saca un conejo de su chistera. No constituyen una catarsis tan contundente como los finales cerrados, pero dan pie a llevar más fardos desde el inconsciente a la consciencia, cosa que, en el fondo, constituye una de las más apasionantes empresas del ser humano.
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