La historia de
la ópera nos muestra que ha habido muy pocos compositores ingenieros capaces de producir un volumen de obra compacta dentro
del género. Correspondientemente, también ha habido pocos libretistas que los
hayan acompañado, cediendo siempre a las exigencias de los compositores (los ingenieros siempre han sabido mucho de
libretos). Arrigo Boito no pasará a la historia como el compositor de Mefistofele y otras óperas sino como el
genial libretista de las dos últimas óperas de Verdi, Othello y Falstaff
(también de la versión remodelada de Simon
Bocanegra). El reto al que se enfrentó Boito fue múltiple: un compositor
venerado que infundía respeto (aunque en años anteriores Boito había denigrado
a Verdi); en sus años más maduros, en los que exigía material nuevo y
estructuras diferentes a cuantas había experimentado, y encima la siempre ardua
tarea de adaptar a Shakespeare. Si con Othello
Boito demostró estar a la altura exigida, dominando los efectos de ‘carpintería
teatral’ y utilizando la tijera donde fuera necesario hasta adaptar la escena a
la estructura requerida, con Falstaff ambos creadores se adentraron en un mundo
nuevo. Es curioso que un compositor de ochenta años sea capaz de descubrir algo
nuevo, un embrión de futuro. La orquestación y, más concretamente, el papel
dado a los instrumentos de viento niega rotundamente la irónica afirmación de otros
tiempos ‘Othello y Falstaff no son las mejores óperas de
Richard Wagner’. Nos hallamos a gran distancia (hacia el futuro, y sin Zukunftmusik) de Wagner. Y pese a toda
esta juventud tímbrico-melódica y esta ligereza de presunciones, el
protagonismo de Falstaff no tiene que ver con la juventud sino más bien con la
experiencia de la vida, y más concretamente, el desapego tragicómico de la
senectud. Sir John Falstaff es un vividor ‘tronado’ que lucha contra la muerte
y la descomposición a marchas forzadas, pero que nos cae bien porque se toma
las distancias que le otorga, como única prerrogativa, la experiencia. Y si en
el primer acto reflexiona -¡qué contraste con el espíritu de las óperas del
propio Verdi de décadas anteriores!- sobre la futilidad del honor, en el
agridulce final une su voz al de toda la compañía para recordarnos con una
sabia fuga que:
Tutto nel mondo è burla.
L'uom è nato burlone, La fede in cor gli ciurla,
Gli ciurla la ragione.
Tutti gabbati! Irride
L'un l'altro ogni mortal.
Ma ride ben chi ride
La risata final.
A estas alturas todo el mundo habrá ya adivinado que me gustan los finales que utilizan metaespacios para observar con distancia la acción que les ha precedido, como el prestidigitador cuando saca un conejo de su chistera. No constituyen una catarsis tan contundente como los finales cerrados, pero dan pie a llevar más fardos desde el inconsciente a la consciencia, cosa que, en el fondo, constituye una de las más apasionantes empresas del ser humano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario