En aquella calurosa mañana de verano
en que, para mayor penuria, los sistemas de climatización fallaban de forma
intermitente haciendo la atmósfera aún más pesada, el administrativo S.P.M. se
veía incapaz de trabajar. En realidad S.P.M. no trabajaba demasiado en ninguna
ocasión, independientemente del clima, pero normalmente no tenía conciencia de
ello. Se engañaba a sí mismo con tanta facilidad que nadie hubiera dicho que
ganó su posición gracias a toda una serie de pruebas interminables y dilatadas
en el tiempo que aseguraban que tan preciado trofeo se convirtiera en un lujo
al alcance de muy pocos ciudadanos del reino. ¿Y cuál era la etiología y el
sentido profundo del puesto de trabajo que tan flamantemente ocupaba S.P.M.?
Según él, su trabajo –además de extenuante- era absolutamente clave para la
homeostasis social. S.P.M. se dedicaba fundamentalmente a cotejar y, en su
caso, ajustar los requerimientos que debían aplicarse a las normas que
regulaban el correcto funcionamiento de las medidas de contingencia que se
ponían en marcha cuando el sistema oscilaba más de una séptima parte de la
desviación standard calculada teóricamente para el cotejo de los requerimientos
de satisfacción social. Un trabajo, como solía decir el propio S.P.M.,
excitante. Durante la primera época de su experiencia laboral S.P.M. tenía, en
ocasiones, que improvisar sobre la marcha y adaptar su trabajo a cualquier
casuística. Pero en los últimos años el departamento correspondiente (en su
caso, el de bienestar social) había puesto en marcha unos procedimientos que
actuaban como masterfiles capaces de
protocolizar cualquier contingencia. Toda la realidad tenía que estar contenida
en tal documento (casi) definitivo. La identificación de cualquier caso que se
situara fuera de tal cartografía ponía inmediatamente en marcha un plan de
actualización de los procedimientos. Este plan conllevaba la reunión apremiante
(aunque no necesariamente urgente) de todo un grupo de funcionarios especializados
que decidían así sobre el futuro de las futuras realidades (también decidían si
tales realidades eran en realidad reales o no). A fin de llevar un control
riguroso de los resultados de su trabajo, S.P.M. debía, como todos sus
compañeros, generar mensualmente los correspondientes informes ISO.2-324 y
además, los ISO.3-426 cada trimestre y los ISO.6-538 anualmente. Todo parecía
controlado y S.P.M. podía descansar tranquilo porque su contribución a la
sociedad le generaba suficiente paz de conciencia como para descansar
plácidamente cada noche para así poder llegar, al día siguiente, fresco a su
mesa de trabajo. Y no era para menos. El material que manejaba y generaba
S.P.M. no solo modelaba cualquier aspecto de la sociedad sino que, además,
devorava todo lo que no parecía poder contener al principio, que acababa así
incorporado al particular universo en el que S.P.M. y tantos otros, de forma
consciente o inconsciente, vivían. Curiosamente, sin embargo, esta especie de
cajón de sastre que todo lo acababa conteniendo se iba pareciendo cada vez más
a un agujero negro –o más bien a un agujero gris- que devoraba, cual moderno
Saturno, a sus hijos, especialmente a aquellos más díscolos. De esta manera el
sistema siempre aseguraba que todo su contenido quedase convenientemente
catalogado, taxonomizado, aceptado y digerido. Tal contenido constituía su
Corpus de La
Verdad. La diversidad era
analizada e incorporada. Y la divergencia se intentaba digerir previamente a la
incorporación. Si la digestión no se hacía posible se ponía en marcha el
programa-anatema que reducía la divergencia a la no-existencia. Tal sacrificio
era necesario en pos de la continuidad. Sí, el piadoso S.P.M. constituía un
pequeño pero importante eslabón de un sistema perversamente modélico.
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lunes, 30 de julio de 2018
sábado, 21 de julio de 2018
Individuos
De vez en cuando –en esos momentos que
las filosofías orientales denominan de conexión- veo con pretendida claridad el
aroma de las cosas (¿la “idea clara y distinta” de Descartes?). Es entonces
cuando lo intento plasmar, de sopetón, por escrito, en términos racionales, y
ya tenemos una nueva entrada en el blog. Quizá una simplista clasificación de
las personas puede distinguir entre aquellas que quieren cambiar el mundo y
aquellas que quieren entenderlo (la mayor parte, evidentemente, se reparte
entre ambos cometidos). Los que quieren cambiarlo ya poseen un claro sistema de
coordenadas dentro del cual cartografían la realidad. Los que quieren
entenderlo se preguntan constantemente por la naturaleza de tal sistema de
coordenadas. Los primeros poseen una cognición inmediata que les permite pasar
a la acción sin más contemplaciones mientras que los segundos resultan más
pasivos porque cuestionan las coordenadas a las que parecen verse sometidos. Mirado
muy superficialmente parecería que buena parte de los científicos pertenecieran
más al primer grupo mientras que los filósofos al segundo. Al menos los
científicos dedicados a lo que Thomas Kuhn llamaba “ciencia normal”, es decir,
los que descubren cosas dentro de una cartografía predeterminada. Los que
inventan cartografías nuevas, evidentemente, pertenecerían más al segundo
grupo, así como buena parte de los filósofos. La distinción se hace más
importante en nuestros días, cuando un gran cambio, que afecta a nuestras
cartografías, se está produciendo en nuestro mundo. Y este gran cambio es el
paso de la racionalidad a la trans-racionalidad. Como en todo proceso de
crecimiento, estamos atravesando una crisis inflamatoria que da lugar a una
ultra-racionalización, y también una crisis existencial -a la que llamamos
posmodernidad- que nos impide mirar hacia adelante. Las ciencias de la
naturaleza hace mucho tiempo que parecen querer abrirse a la transmodernidad.
Los enfoques holísticos de la mecánica cuántica, la ecología, la holografía, la
teoría del caos, la cibernética, la fractalidad, los sistemas disipativos, la
autopoiesis y el modelo Gaia dan debida cuenta de ello. También la filosofía
hace un siglo (de Wittgenstein a Rorty) que debate sus límites –y más dos
siglos que se pregunta sobre la posibilidad de que la mente no sea transparente
(Kant)-. ¿A través de qué metaparadigma analizo yo el mundo? Pues a través de
uno extrapolado de la Modernidad, con su correspondiente trans-Ilustración.
¡Soy absolutamente incapaz de creer que la evolución pueda parar por haber
llegado a un punto final en que se han descubierto todos los secretos del
mundo!
lunes, 9 de julio de 2018
Libros
Acabo de leer el primer tomo de
“Posmodernismo: la lógica cultural del capitalismo avanzado” de Fredric
Jameson. A pesar de su edad (1991) creo que sigue siendo una muy buena
referencia para entender nuestra situación actual en cuestiones estéticas y de
otros géneros. Y lo es, entre otras causas, porque atiende a diversos puntos de
vista. Es una descripción de la posmodernidad desde la propia posmodernidad y
también desde la modernidad. Las consideraciones de Jameson entroncan más con
las de la Escuela de Frankfurt (con la que le une una cierta visión marxista de
la sociedad) que con las de los postestructuralistas como Lyotard o Derrida
(aunque de hecho no llegue a una descripción demasiado diferente de la que
proponían estos últimos autores). La crisis de la historicidad es analizada
pormenorizadamente para no dar lugar a dudas sobre la propia naturaleza de la
posmodernidad.
También he leído un libro publicado en una época similar al
anterior, “El alma de Hegel y las vacas de Wisconsin” de Alessandro Baricco.
Aparentemente se trata de un librito sobre la posición de la música “clásica”
en nuestros días, aunque su autor parece tener un barullo mental considerable
(para empezar llama “modernidad” a lo que a todas luces parece ser la
posmodernidad). Baricco sospecha acerca de la ahistoricidad de nuestro momento
pero no llega a plasmar claramente este síntoma. Para él –y en eso puedo
coincidir- el corpus canónico de las obras de la música solamente pueden
revivir con la interpretación, que debe ajustarse a los oídos del presente.
Cuando Baricco lanza su machete contra la “nueva música” (se refiere primero a
la Escuela de Viena pero acaba poniendo a gran parte del S XX en este apartado)
y la contrapone a la “música ligera” que según él es la única que está viva en
nuestro entorno uno no puede por menos que constatar cierto espíritu
reaccionario o, cuando menos, una aproximación muy superficial al fenómeno
musical. El autor justifica la aparente involución o falta de evolución
contemporáneas comparando nuestra situación con otras épocas. Así, recuerda que
el clasicismo vienés de Haydn y Beethoven resulta mucho más “simple”
armónicamente que la música del Renacimiento flamenco o incluso que la del propio Bach
(¿Por qué, entonces, Bach nos parece más moderno que Josquin o Haydn que Bach?).
Cuando Baricco considera a Puccini como “el primer autor de música ligera” o a
Mahler “el primer compositor de música de cine” la confusión no hace más que
crecer. La única ventaja del libro es que es corto. A propósito: muchas veces
me pregunto como es posible que artistas comprometidos con la pintura o la
poesía más rompedora (si es que éstas aun existen…) sean incapaces de aproximarse
a la música contemporánea e incluso la consideren como una tomadura de pelo.
Después de todo Webern o Boulez se sitúan en las mismas coordenadas que
Mondrian o René Char.
martes, 3 de julio de 2018
Grisura
En el mundo de las ciencias físicas,
químicas y biológicas se suele hacer una distinción entre dos perspectivas con
las que considerar los objetos/procesos motivo de estudio. Se trata de la
aproximación termodinámica y la aproximación cinética. El primer punto de vista
considera estados (normalmente iniciales y finales) especialmente por lo que a
situaciones energéticas se refiere mientras que el segundo considera procesos
que tienen lugar en el tiempo. El paralelismo con las visiones filosóficas de
un mundo objetual-pre-definido y un mundo procesual-por-construir es evidente.
La visión termodinámica parte de una idealidad atemporal e inmutable (el mapa
energético). Nuestra tarea consiste entonces básicamente en cartografiar
cuidadosamente nuestra situación. La visión cinética construye una realidad
temporal que cartografía nuestra situación con marcas breves que desaparecen
como estelas en la mar, parafraseando a Machado. Evidentemente estas visiones
se han enriquecido con la evolución de nuestro conocimiento y hoy en día la
teoría del caos tiende un puente entre ambas aproximaciones. Las nuevas
ciencias de la naturaleza nos muestran un camino evolutivo a seguir en otros
ámbitos del pensamiento. Nuestra sociedad insiste hasta la médula en el tema de
que el futuro está abierto y no hay que anticiparlo sino construir la realidad
conforme ésta se desarrolla. Estoy de acuerdo con esta idea, siempre que nos
situemos en un contexto amplio y realista (los intentos, insistentes también
hasta la médula, de hacer creer a todo el mundo que es un genio y que con
voluntad se puede hacer cualquier cosa tampoco son demasiado higiénicos
mentalmente hablando y siempre responden a operaciones mercantilistas). Pero
nuestra sociedad, en los ámbitos de acción más diversos, dicta unas intenciones
y practica fuertemente las contrarias. El futuro está abierto pero el espacio
mental está tan fuertemente cuadriculado que esta apertura corre el riesgo de
colapsar. Hoy en día a cualquier profesional basado en la comunicación (desde
los profesores hasta los periodistas, desde los gestores culturales hasta los
servicios de atención al público) le vienen impuestas unas directrices
normalmente generadas por un burócrata que se cree muy listo por haber leído
–sin haber comprendido- cuatro libros representativos. Cuando un departamento
de enseñanza insiste en la forma en que hay que enseñar a restar a los niños de
6-7 años (“nunca substrayendo, siempre ascendiendo de la cifra menor a la
mayor”) o indicando de qué manera se debe deconstruir una pieza artística (“un
cuadro es la suma de un marco, unos colores y una forma”) no hace más que
cerrar el futuro por colapso del presente. Oremos para que la podredumbre de la
modernidad (o sea, la postmodernidad) consiga un catártico efecto de lanzarnos
hacia la trans-modernidad. Amén.
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