
Hace ya bastantes años que la ciudadanía, desencantada, ha decidido ubicar al conjunto de seres que se dedican a las tareas públicas conocida en los media como “clase política” en el compartimento que corresponde a las personas sin escrúpulos, mentirosas y sin principios. Yo no voy a negar ni a aceptar esta afirmación. Lo que sí me gustaría es dar pie a una pequeña reflexión. Este conjunto de seres que se dedican a la política no es más que una muestra de la sociedad en general. El hecho de vivir un momento histórico muy cambiante, con ausencia de estructuras consolidadas y con un trasfondo de inconsciencia general meticulosamente cultivada hace que triunfe en todo momento el arribismo. No sólo en política; en cualquier microcosmos en que nos movamos. ¿O es que los mundos de la empresa, del espectáculo, del deporte, de la sanidad ó de las comunicaciones ofrecen una perspectiva diferente? En épocas pretéritas se efectuaba un rito que, actuando de manera inconsciente, “purificaba” a los que participaban en él de cualquier sentimiento de culpabilidad. Este rito ha adoptado infinidad de formas, pero la versión que incluso ha llegado a ocupar un lugar en el lenguaje es la del chivo expiatorio. El mecanismo siempre es el mismo: intentar reunir todas las manifestaciones del mal que habitan en nosotros en un objeto externo y entonces acabar con él. No podemos demonizar la política sin demonizarnos a nosotros mismos y a todo nuestro entorno. O, como diría Brassens, « Ne jetez pas la pierre à la femme adultère, je suis derrière… »
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