Existen toda una serie de afirmaciones, opiniones y hasta de evidencias (en el sentido castellano de la palabra, no en la errónea traducción del false friend inglés) con las que un gran sector de la población se puede fácilmente identificar pero que no se pueden sostener en público –debido a una multitud de obscuras razones- y que atienden al epígrafe de “lo políticamente incorrecto”. Las –quizás no tan obscuras- razones para desterrar tal serie de afirmaciones se pueden agrupar en una sola: miedo. Pero se trata de un miedo sordo, porque el agente del miedo nos resulta en gran medida desconocido ó más bien permanece oculto bajo la máscara de la cotidianeidad. Preferimos no llegar demasiado allá en nuestras investigaciones. Así el miedo resulta también despersonalizado: tenemos miedo de tener miedo. Y para evitar esta incómoda situación rebajamos nuestro nivel de conciencia y connivimos con lo que sea políticamente correcto. Me doy cuenta de que este discurso que se quiere abstracto y reflexivo podría ser utilizado sin cambiar una palabra en beneficio propio por determinados grupos socio-políticos para promover irreflexivos pensamientos “políticamente incorrectos”. No, no voy por aquí. Quizás la parte “política” de políticamente incorrecto esté haciendo de andamio sostenedor de una situación pasajera. En épocas más florecientes de las culturas los asuntos morales resultan perfectamente obvios porque casi nadie los cuestiona: existe un suelo común firme que hace de apoyo de toda actividad. Cuando tal suelo, por diversas razones, se desvanece, nos hemos de apoyar en el efímero y resbaladizo suelo de la opulenta practicidad inmediata, que rápidamente teje su malla invadiendo todos los escenarios. Y todo lo políticamente correcto ó incorrecto se conecta en una especie de red autofagocitadora.
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