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jueves, 26 de abril de 2007

EL APERSPECTIVISMO EN LA MUSICA DEL S XX 5/ La nueva síntesis


La presencia casi constante a lo largo de la primera mitad del S XX de dos tendencias principales en la evolución musical, tendencias que en pocas ocasiones intentaron tender puentes entre ellas, se verá grandemente modificada tras la Segunda Guerra Mundial. Es un poco lo que le pasó también a la Física en la misma época. Dos grandes cosmovisiones que atañen a la realidad física –la mecánica relativista y la mecánica cuántica-, entre los defensores de las cuales en ocasiones también hubo sus roces, compartieron todos estos años el correspondiente espacio paradigmático. La síntesis de ambas tendencias solamente tendrá lugar en los escenarios post-bélicos, y su protagonista principal será la figura de Anton Webern, ya desaparecido por esa época. Fue Webern quien realizó la gran operación quirúrgica que desvinculó dodecafonismo de expresionismo, borrando en cierta manera el camino por el que había transitado la evolución histórica y posibilitando así la universalización del nuevo método, liberándolo de toda asociación con un estilo particular. Webern, a pesar de partir del postromanticismo como sus colegas de la Escuela de Viena, mostró un interés creciente por la abstracción y la búsqueda de simetrías –interés compartido por su maestro Schoenberg- que le condujo a una progresiva depuración en su estilo. Un poco como le sucedió a Mondrian en el mundo de la pintura. Debido al alto grado de abstracción que llegó a asumir, la obra de Webern no fue demasiado divulgada hasta después de la guerra. Por entonces, el compositor se había convertido en una figura de culto y su obra ejercería una enorme influencia en la vanguardia de los años 50, así como en la obra del postrer período stravinskiano. ¿Pero en qué consistía el aire nuevo –el aire que, por fin, se sentía proveniente de otros planetas- desde el punto de vista que nos ocupa? Si el aperspectivismo conlleva la incorporación del tiempo como una dimensión espacial, implica necesariamente la debilitación de los conceptos perspectivistas tanto de espacio como de tiempo. Si el frente “occidental” ahondó, en cierta manera, en la operación correspondiente a la integración del tiempo en el espacio, el frente oriental trabajó en la “apertura” de este espacio. El gusto por las simetrías que siempre mostró Johann Sebastian Bach lo había guiado en su transcurrir por la música durante la etapa de auge del perspectivismo; en el caso de Webern la misma inclinación parece guiar la fijación del aperspectivismo. La pérdida consumada del “espacio perspectivista” hubo de ser suplantada por el advenimiento de un nuevo “espacio” autoconsistente. Psicológicamente hablando, podría hablarse de cierto “temor al vacío”. Este temor a la dispersión ya había sido puesto de manifiesto por Schoenberg en los años veinte, en la época de fijación del dodecafonismo, cuando se vio en la necesidad de incorporar ciertos formalismos (como en la suite op. 25 para piano) que hacían referencia a épocas pretéritas. Desde nuestra perspectiva parece que Schoenberg hacía lo mismo que Stravinsky en esa misma época, pero cada uno de ellos había empezado a perforar la montaña por lugares opuestos. En el caso de Webern no solamente se hacía necesario tratar con rondós ó gigas; también había que aplicar un control riguroso a otros elementos compositivos, como la simetría interna. En manos de Webern, el puro dodecafonismo dio paso a lo que las vanguardias de los años 50 conocerían como serialismo. Este control de todos los parámetros de la composición contribuyó de forma radical a la creación de un nuevo espacio en el que la esfericidad substituía al triángulo perspectivista. Ninguna de las direcciones era ahora privilegiada. Para abrir el espacio a la cuarta dimensión era primero necesario subsumir el espacio tridimensional.

Durante los años 30 y 40, mientras Webern “extraía los diamantes de las minas de las que poseía tan perfecto conocimiento” (Stravinsky), al otro lado del Rhin, otro maestro de la posguerra, Olivier Messiaen, elaboraba lo que él mismo conceptualizaría en su escrito Technique de mon langage musicale. El abordaje del maestro francés no venía tanto por el aspecto espacial como por el temporal. Utilizando un lenguaje armónico básicamente modal –no tanto los antiguos modos gregorianos como otros de creación moderna- y el elevado grado de aperiodicidad –hoy diríamos elevado orden de simetría- de los ritmos hindúes tradicionales, Messiaen se sumerge en un mundo circular en el que el tiempo se ha detenido, tal y como aparece ejemplificado en una de sus primeras obras maestras, el Quatuor pour la Fin du Temps. Tenemos aquí una síntesis de todos los procedimientos de fuerte acento aperspectivista que utiliza Messiaen: fragmentación motívica sobre un fondo que no parece evolucionar, lentísimas cantilenas que evocan una gran sensación de estatismo, ritmos irregulares sobre fondos armónicamente neutros. La “apertura espacial” en el caso de Messiaen tiene lugar por el uso de los llamados “modos de transposición limitada”. Tales escalas modales, especialmente la que su autor designa como “tercer modo de transposiciones limitadas”, ofrecen al auditor “tonal” una sensación de absoluta neutralidad armónica por generar internamente acordes separados por la distancia de tritono –luego, los que se hallan más alejados entre sí desde la perspectiva de la tonalidad-. Es decir, que los polos de atracción que hacen avanzar el discurso perspectivista se han desvanecido. Y esta es una característica que se repite una y otra vez en la música de este compositor, independientemente del grado de cromatismo de la pieza en cuestión. Aunque los contactos de Messiaen con el serialismo hayan sido más bien escasos, su influencia sobre la generación serialista ha sido muy grande a través de su vertiente pedagógica. Durante bastantes años se consideró que el bautismo de fuego de la música serial estaba constituido por la breve pieza pianística Mode de valeurs et d’intensités, compuesto por Messiaen en el enfervorizado Darmstadt de 1949. Tal composición hizo correr ríos de tinta, cosa que exasperaba a su autor, que sólo veía en ella un pasajero ejercicio de estilo. La generación serialista –encabezada por Boulez y Stockhausen- hizo de tal obra su credo estético, la Tierra Prometida anunciada previamente por Webern. Pero como sucedió con tantos otros asuntos en los años cincuenta, se creó una inexpugnable dicotomía. Se utilizaba el método o no se utilizaba (igual que se era marxista ó cristiano, ó bien pro-americano ó anti-americano). Se produjo un fuerte rechazo hacia la generación anterior, especialmente contra los componentes del frente occidental, el que se había resistido a utilizar el dodecafonismo antes de la guerra, y muy especialmente contra su gurú Stravinsky, a quien se consideraba ahora cómodamente instalado en su obsoleto mundo estético en la cálida California, lejos de los focos de renovación (curiosamente el trato hacia Schoenberg, que vivía a muy corta distancia de su rival, no fue mucho más agraciado). Años más tarde, cuando las aguas volvieron a sus cauces naturales, los años cincuenta se conocieron como los años del terrorismo serial. Y es que los paralelismos con la Época del Terror en la Revolución Francesa fueron muchos, ya que ambos períodos se encargaron de aniquilar con decisión el orden anterior, acabando ambos también autoaniquilados. Aunque la situación tan sólo quince años más tarde fuera totalmente diferente, la sensación de final de período fue muy pronunciada para algunos de los compositores de entreguerras que habían participado con ahínco en los movimientos renovadores de principio de siglo. Así, el hoy injustamente demasiado olvidado Arthur Honegger, nada sospechoso de involucionismo -recordemos que defendió vehementemente a Messiaen cuando la polémica en el estreno de sus Trois Petites Liturgies de la Présence Divine y actuó como mentor del joven Boulez ante Jean Louis Barrault- escribió, alrededor de 1950, una vez acabado su ciclo de sinfonías, que el gran arte musical había muerto. Evidentemente, Honegger se refería a la muerte del paradigma perspectivista, aquél en el que él mismo se había desarrollado y que había contribuido a hacer evolucionar. También recuerdo a tal respecto que cuando el fallecimiento de Messiaen en 1992, los mass media hablaron de la “desaparición del último gran compositor clásico”.

Pierre Boulez, el Robespierre de la época del serialismo integral, logró infundir un “toque francés” a las elucubraciones webernianas, realizando una exitosa operación para “debussyzar” a Webern. Le Marteau sans Maître fue considerado por Stravinsky, Ligeti y otras personalidades como la obra maestra par excellence de toda aquella década.

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