Pero hacia final de siglo la situación empieza a cambiar por ingreso en el “frente francés” de un compositor, Claude Debussy, que pondrá la situación patas arriba. Se ha dicho en bastantes ocasiones que el pistoletazo que inicia la revolución musical del S XX viene dado por la Salome de R. Strauss (1905). Si bien es cierto que la ópera de Strauss supone un gran paso adelante en lo que ha dado en llamar “emancipación de la disonancia” creo –de acuerdo con P. Boulez- que la obra por la que el S XX penetra en la conciencia musical, de una manera considerablemente más silente, es el debussyano Prélude a l’après-midi d’un faune (1894). Porque la ruptura profunda que implica el arte del S XX no consiste precisamente en pintar cuadros del S XIX aplicando brochazos más salvajes. La revolución debussysta, como buena parte de las revoluciones que han dejado una huella más duradera, fue mucho menos percibida como tal por sus contemporáneos. La música de Salome avanza de forma más o menos salvaje, más o menos sutil, más ó menos interiorizada, atendiendo a una psicologización del tempo dramático que supone un notable avance cuantitativo respecto a las creaciones contemporáneas. Pero si en Salome se hacen presentes los brochazos salvajes a los que antes aludía, el discurso musical, pese a lo denso que pueda aparecer, permanece fiel al S XIX. El tempo dramático avanza a trompicones, pero aún así avanza de forma irreversible, al tiempo que la protagonista exterioriza crecientemente su pasión frenética. No escapamos al segundo principio de termodinámica. En el caso del fauno, lo que tiene lugar se corresponde más bien con la suspensión virtual del tiempo lineal. Ello supone un auténtico cambio cualitativo en los planteamientos musicales. Wagner buscaba nuevos encadenamientos para los acordes, creando así en el oyente una sensación nueva de discurso musical que se pudiera adaptar como un guante al más mínimo rincón del discurso de sus dramas musicales. Debussy, al contrario que Wagner, no encadena sus acordes, sino que los aísla, interrumpiendo de esta manera la dirección perspectivista de la tonalidad. El resultado es drástico, y consiste en la superación del concepto de tiempo lineal ó causal. Se nos presenta de forma súbita un mundo acrónico, estático dentro de su movimiento, un mundo que la obra original de Mallarmé también quería plasmar por medio de la poesía. Y además lo hace sin estridencias. Bajo la apariencia de una música improvisada subyace una sutil organización de pequeñas células motívicas que aparecen por doquier, todo ello sin invocar los cromatismos musicales característicos del contemporáneo frente germánico. Se da también mucha importancia, por vez primera, al silencio como elemento constitutivo de la música. Tanto el frente francés como el germánico se alejan en esa época de alguna manera del concepto estricto de tonalidad. Pero mientras que el segundo lo hace a base de forzar el cromatismo, lo que dará lugar a la larga a la ruptura más aparente que supone la atonalidad, el primero lo hace, en el fondo de forma más radical, por suspensión de las funciones estructurales características de la tonalidad. Pero como lo hace utilizando las “piezas” que antes servían para construir la perspectiva tonal, la apariencia “externa” de la tonalidad sigue estando presente. Creo sinceramente que esta encrucijada que tiene lugar hacia el cambio de siglo es de una importancia decisiva en los futuros desarrollos que tendrán lugar a partir de la Guerra Europea. Cada uno de ellos avanzará hacia el aperspectivismo desde su respectiva posición, y cada uno estará rodeado de los peligros propios de su naturaleza. El peligro del frente francés será precisamente dejarse capturar de nuevo por el perspectivismo tonal relegando las “interrupciones” de la tonalidad a lo que se ha dado en llamar “efecto de la falsa nota” y el peligro del frente germánico consistirá en la sempiterna amenaza de regresión al estado “pre-tonal” por dispersión y disociación del discurso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario