Hace unos años el fenómeno Dilbert saltó a la palestra internacional con fuerza inusitada. Una buena parte de asalariados de nivel cultural medio/alto se sentían identificados –y siguen haciéndolo- con los avatares del prototipo de oficina, jefe, compañeros, decisiones, normativa y mil actitudes absurdas plasmadas en el comic y que son parejas a las que se dan en las corporaciones de nuestros días. Uno de los muchos temas recurrentes giraba en torno a la extrema consideración hacia los asesores externos, contrastante con la enorme desconfianza hacia los colaboradores internos. Hasta el punto de que en un strip asistíamos al cambio de actitud hacia un ex-colaborador que pasaba a ser asesor externo. Sus sugerencias, que nunca habían sido tomadas en cuenta, pasaban ahora a ser oro de ley, y encima percibía unos honorarios mucho más altos. Esta actitud, tan absurda como frecuente, obedece a una psicología muy concreta: la que nos impele a buscar las cosas bien lejos de nosotros. Tal como viene plasmado en la narración sobre el paradero de la felicidad, que los dioses esconden en el único sitio en donde el hombre nunca busca –en el interior de sí mismo-, tendemos a considerar que lo bueno siempre está fuera de nosotros y por llegar. Lo que llega en el tiempo ó llega a formar parte de nosotros y nuestro entorno deja automáticamente de ser bueno. Y el juego se repite ad infinitum. El sabio sabe que fuera de él existe lo mismo que dentro de él, y que en cada momento de su desarrollo la conveniencia estará alternativamente situada. La idea de ir ganando terreno al mundo exterior es absolutamente dependiente de un modelo caduco y quizás proceda de nuestra infancia, cuando fácilmente confundíamos los estadios de nuestro desarrollo con la conquista de lo que percibíamos como mundo exterior.
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