Cuando el taxi procedente del aeropuerto de Tegel acabó su
carrera en Potsdamer Platz una envejecida Scarlett Hazeltine se apeó con
dificultad -y con la ayuda de su también vieja camarera- y contempló con asombro el
paisaje urbano de la postmoderna vieja Europa. Si la hubieran dejado allá
mientras dormía, no habría adivinado ni de lejos en qué lugar se encontraba, a
pesar de las intensas vivencias que experimentó en aquella ciudad poco más de
sesenta años atrás. Hacía una eternidad que Scarlett no volvía a Berlín. En
realidad, hacía mucho tiempo que había dejado de viajar, un poco por pereza y
un poco por hastío. Había vivido una vida tan holgada en lo económico que pudo
ser capaz de emplear su peculio particular para subsanar otros aspectos de la existencia
que no habían sido, al parecer, tan afortunados. Se reveló particularmente útil
cuando, quince años atrás, perdió al que había resultado ser el amor más duradero
de su vida, el escritor y antropólogo Ralph L Wonso, con quien había convivido
casi veinte años en la sabana africana. La experiencia había resultado de lo
más satisfactoria, ya que había casi completamente remendado el boquete emocional
que le produjo la separación de Otto L Piffl, padre de sus dos hijos y cónyuge durante
casi un cuarto de siglo, -lapso que en sus últimos tramos se le hizo inacabable-.
Después de la hábil estratagema tejida por el viejo MacNamara para hacer pasar
al joven comunista berlinés por el conde von Droste-Schattenburg -engaño que
siempre sorprendió a Scarlett, quien creía a su padre más listo de lo que en
realidad era- la pareja se instaló en Londres, en donde al poco nació su primer
hijo, Wendell. La recién formada familia llevó una existencia burguesa
convencional -la convención de Mayfair, bien entendu- y nada sucedió que
pudiera alimentar los peores presagios de Scarlett: que su marido volviera a su
vieja militancia y su cómoda estabilidad se viera así amenazada. Bien al contrario:
Otto se tomó tan en serio su nuevo papel que se fue aficionando con creciente
intensidad a la vida de la City londinense, con su especulación y su
falta de escrúpulos asociada. De hecho, Otto se convirtió en el típico
espécimen de lobo financiero agresivo y, a pesar de que hacía poco que había
nacido su hija Melanie, cada vez aparecía menos por su casa. Scarlett pasó unos
años de purgatorio durante los cuales su única compensación vital fue el
cuidado y educación de sus hijos, quienes crecieron con un padre eternamente
ausente. La puntilla llegó cuando Otto se fue a vivir con su secretaria, una
versión actualizada de Fräulein Ingeborg, la secretaria del viejo MacNamara, quien
había substituido la goma de mascar por las anfetaminas. Cuando Scarlett supo
de la doble vida de su marido, decidió mirar para otro lado simplemente porque
no quiso que sus hijos sufrieran todavía más a causa de la situación. Wendell
estudió derecho, dispuesto a ingresar en la carrera política -quizá una
herencia paterna, aunque en este caso las preferencias de Piffl hijo se
centraban más bien alrededor del partido Torie-. Melanie fue más
complicada, quizás debido a la ausencia paterna, y las discusiones con su madre
se multiplicaron constantemente. Cuando le faltaban meses para cumplir los dieciocho
años decidió largarse de casa e ingresar en una comuna hippie, en donde supo
encontrar lo que había buscado infructuosamente en el seno familiar. Cuando
Scarlett sintió que sus hijos ya estaban -más o menos- encarrilados. decidió dar
rienda suelta a sus sentimientos. En una de las pocas salidas que se permitía
por mor de dejar descuidada a su prole -concretamente, una recepción del Penguin’s
Club- había conocido a un escritor al que al principio no prestó demasiada
atención. El tal Ralph L Wonso centraba sus relatos alrededor de historias
coloristas de África Central. A medida que fue conociéndolo más y más Scarlett
se fue enamorando profundamente de Ralph hasta el punto de dejar Mayfair,
criadas, lujos y comodidades y acabar largándose con el escritor a un remoto
paraje de Tanzania. Allí se vio sorprendida una y otra vez cuando las mujeres
locales le reclamaban un abrigo de piel, de acuerdo con la filosofía de Otto en
su juventud (‘ninguna mujer en el mundo debería tener dos abrigos de visón hasta que todas
las mujeres no tuvieran uno’). Scarlett siempre contestaba con una sonrisa
haciendo una alusión a Brigitte Bardot y la lucha por la conservación y
dignidad animales. Desde Tanzania las noticias de la caída del muro de Berlín y
los regímenes del sector oriental del telón de acero prácticamente pasaron desapercibidos
a Scarlett. Desde su perspectiva y vivencias actuales, el comunismo le
importaba tan poco como el capitalismo -sin olvidarse de que gracias a la
herencia paterna podía costear la vida sencilla que compartía con Ralph.
Cuando Ralph falleció -a causa de una pulmonía mal curada- Scarlett experimentó
el mayor dolor de su vida. Después de pasar por Londres para abrazar a sus
hijos, ahora con parejas y nietos en camino, decidió retirarse a su casa
familiar de Atlanta. Aunque MacNamara hubiera descrito la ciudad como ‘Siberia con
discriminación racial’ no dejaba de ser su origen, y la mansión que había
heredado de sus padres le permitió una vida tranquila y apartada. La
tranquilidad se turbó un poco cuando su exmarido Otto contactó con ella. Al
principio Scarlett supuso que la falta de dinero habría sido el motor principal
del tardío acercamiento. ¿O quizá la secretaria se habría fugado con otro lobo
financiero más joven, rico y agresivo? Aunque de entrada se propuso evitar el reencuentro,
Scarlett acabó cediendo y no poca fue su sorpresa cuando Otto la citó en el
mismo corazón de Berlín. El recuerdo de MacNamara, su esposa Phyllis, los
camaradas Peripetchikoff, Borodenko y Mishkin, el chófer Fritz, el eficiente secretario
Schlemmer, la descarada Ingeborg, precipitó sus deseos de volver a aquella ciudad
que abandonó poco antes de que se construyera el temido muro. Todos estos
pensamientos revoloteaban por la cabeza de la segunda Scarlett más famosa de Atlanta
mientras esperaba a su ex- sorbiendo un té en un elegante local de Alexander
Platz, el mismísimo lugar en donde muchos años antes había conocido a Otto
mientras éste marchaba en manifestación con el cartel ‘Yankee go home’ y
ella se había enamorado de él porque en Atlanta, ‘todo el mundo odia a los yankees’.
A Scarlett le costó identificar como Otto a una figura arrugada, pero a la vez
tripona, que acababa de entrar. Continuaba gesticulando, pero ahora con menos
energía. Cuando Piffl identificó a su exesposa se le acercó con precaución, desconociendo de antemano su reacción. Otto sacó un ramo de flores y se lo ofreció a
Scarlett, con un gesto idéntico al que había utilizado para ofrecer las flores
a su suegra en Tempelhoff. Por un momento Scarlett pensó con ternura en su antiguo
cónyuge, pero tiempo le faltó para resituarse. Tras unos titubeos el antiguo
comunista invitó a su antigua esposa a 1/cenar un Berliner Eisbein en el
Kempinsky, en donde 2/bailaron al son de ‘Yes, we have no bananas’. Allá
Otto planteó a Scarlett 3/volver al cine. Le habían ofrecido un papel en un
nuevo filme, que se titulaba algo así como ‘Everything Everywhere All at
Once’ y había pensado en ella como su partenaire…