A principio de siglo, los dos frentes mencionados mostraban su mutuo recelo, que unos años más tarde se materializaría con la explosión de la guerra. Al comentario, injusto por otra parte, de Debussy, aparecido en la prensa, de que las sinfonías de Mahler sólo podían servir “para hinchar a Bibendum como reclamo de neumáticos”, el compositor austriaco había respondido que “lo mejor que se puede decir de la música de Debussy es que no molesta”. Y es que cada uno se fijaba exclusivamente en las debilidades del frente opuesto. Así, el francés reniega ante las enormes proporciones de las sinfonías mahlerianas y su tendencia al enfermizo morbo fin de siècle, pero no atina a reconocer su papel clave por lo que hace a la construcción de futuros paradigmas expresivos (el expresionismo germánico), ni tampoco su deuda con un pasado más remoto (Schubert), deuda que él mismo siente contraída con otros ilustres antecedentes (Rameau). Aunque no hay que olvidar que Debussy provocó bastantes reacciones en el mundo musical de finales del S XIX. Así, la famosa frase de Rimsky-Korsakov citada por Stravinsky: “lo mejor es no escuchar la música de Debussy, porque si no, uno acaba acostumbrándose a ella” (la única conexión del buen Nicolai con el S XX consistió en dar clases al príncipe Igor). En este caso predominó el miedo a lo nuevo sobre la falta de reconocimiento, lo que deja el instinto de Rimsky en buna posición. En su colección de ensayos “El Espectador”, Ortega y Gasset califica de “terrorismo musical” a la práctica del público de los conciertos de Madrid, que “aplaude frenéticamente a Mendelsohn y sigue siseando a Debussy”, aunque la fecha a la que se refiere Ortega es ya bastante más avanzada, indicando una vez más el penoso atraso de España respecto a sus vecinos europeos (¡1921!).
En el frente centroeuropeo, mientras que la figura de R. Strauss representa, en muchos aspectos, la hubris u orgullo auto-afirmativo del perspectivismo, pese al avance que, como hemos apuntado, significó para la historia de la armonía –y, por tanto, para que los oídos se acostumbraran a las relaciones armónicas lejanas- la figura de G. Mahler es la que, significativamente, tiende un puente desde el pasado hacia el futuro. Si en la figura de A. Schoenberg se da la confluencia otrora antagónica entre los universos de Wagner y de Brahms, es a través de su maestro Mahler. La flecha que el frente centroeuropeo lanza hacia el futuro atraviesa dos jalones importantes: el 2º Cuarteto de Cuerda (1907) de Schoenberg y las Tres Piezas para Orquesta (1913) de A. Berg, y ambas obras deben bastante a Mahler.
El mismo año que Berg compone la obra antes mencionada, el frente francés lanza una bomba de relojería: el estreno en Paris de la stravinskiana Sacre du Printemps supone un paso de gigante en la dirección contraria a la de los desarrollos mayoritarios del S XIX. Poco antes de la Guerra Europea, durante el período de la Belle Epoque, la convivencia de lo viejo con lo nuevo es notable. Pero en muchos campos artísticos, lo nuevo adquirirá primeramente una apariencia de regresión. La transición desde el período mental/racional hacia lo que J. Gebser denomina período integral viene precedida por la inmersión en formas de conciencia más primitivas, como la mítica y la mágica. La melodía de flauta que abre el Prélude a l’après-midi d’un faune, además de funcionar como célula estructural que genera gran parte de la obra y de representar un paso en la dirección opuesta al perspectivismo por su hincapié en el ambiguo intervalo del tritono, posee también una innegable asociación con la conciencia mítica. La flauta es el instrumento del mito, que parece afirmarse con el arpegio orquestal subsiguiente. De forma muy significativa, Le Sacre du Printemps comienza también con una llamada. En este caso el fagot, en su registro más agudo, que le da un carácter aún más primitivo, abre y cierra la introducción de la obra, desembocando en el salvaje ostinato que abre la sección siguiente, Danse des adolescentes. Desde el principio nos vemos sumergidos en el mundo mágico. Esta inmersión, curiosamente, sin embargo, viene a ser la puerta por la que evolucionar hacia el aperspectivismo. El choque del ballet stravinskiano con la refinada –aunque a punto de ser liquidada por la guerra- sociedad de la Belle Epoque no podía ser mayor. En el mundo de la pintura se da una situación muy paralela, por más que las artes plásticas, a principios del S XX, no tienen que efectuar un camino tan arduo para olvidar su pasado inmediato (si el S XIX es el de la literatura, la música y la ópera, el S XX es el de las artes plásticas, el cine y el ballet). El camino seguido pocos años antes por P. Picasso, uno de los grandes introductores del aperspectivismo en la pintura, también ha pasado por un período de primitivismo. El cubismo, se ha repetido en varias ocasiones, se vislumbra por vez primera en el retrato inacabado de Gertrude Stein, reducido a una máscara después de mil y un retoques. Es el período del boom del primitivo arte negro africano. Tras la aparente regresión, sin embargo, se esconde el camino de la ampliación de conciencia. Como si se tratara de un bautismo por inmersión, del que se sale purificado ó renovado. El elemento que da coherencia e impide que el camino regresivo se consume es, como en el caso del fauno, el de la célula estructural, en este caso la célula rítmica. Según su autor, Le Sacre pasó a través de él, que se limitó a transcribir lo que podía oír, en ocasiones con gran dificultad (Danse Sacrale), debido a la falta absoluta de continuidad con la tradición inmediatamente anterior. Sin embargo, tras los dislocados acordes politonales se esconde en muchas ocasiones la radiografía de los cantos ortodoxos rusos, influencia directa –aunque nunca reconocida- de M. Moussorgski. El paradigma dentro del que se encuadra Le Sacre du Printemps abarcará todo un período creativo en la obra de Stravinsky, y sólo se cerrará con el advenimiento del llamado período neoclásico.
Mientras tanto, en el frente centroeuropeo, la herencia de Mahler, fallecido en vísperas del conflicto bélico, se desarrolla en la obra de su discípulo A. Schoenberg y en la del discípulo de éste, A. Berg. Ambos compositores, en la misma época que Le Sacre fue lanzada, habían llegado ya a los límites de la tonalidad. Las relaciones tonales, siempre claras en el caso de Mahler ó de Strauss, se habían ya perdido definitivamente en Pierrot Lunaire (1912) ó las citadas 3 Piezas para Orquesta (1913), después de haber asistido al tragicómico entierro de la tonalidad en el segundo cuarteto (1908) de Schönberg, donde una soprano canta el tan citado verso de Stefan George Ich Fühle die Luft von anderen Planeten. En aquella época las conocidas antipatías artísticas entre Schönberg y Stravinsky todavía no se habían desarrollado, y Pierrot Lunaire fue alabado sin reservas por varios componentes del frente francés (Poulenc y Milhaud, además del propio Stravinsky), siendo percibido como algo nuevo que de alguna manera se desvinculaba del postromanticismo al uso. Las diferencias observadas otrora entre Debussy y Mahler parecían ahora superadas, si no en un frente común, sí en un respeto y admiración mutuas. Años más tarde, cuando en una ocasión Stravinsky declaró a la prensa germanófona que el método dodecafónico de su colega Schönberg era ein sackgasse –un callejón sin salida- el austriaco, que mostraba ya entonces por el ruso el mismo afecto que existía en sentido contrario, respondió a la prensa con el juego de palabras es gibt kein sackere gasse als Sacre –no hay callejón con menos salida que Le Sacre-. Schönberg, después de muchas renuncias –incluida la renuncia a su propia herencia postromántica, de la que en cierta medida no acabó nunca de desprenderse del todo-, terminó dando forma a una nueva técnica compositiva que posibilitaría una nueva experiencia musical. El propio Stravinsky, tras la muerte de su colega, también utilizó esa técnica que tanto había criticado años atrás. Para el omnívoro ruso, la técnica serial no solamente no representó finalmente un callejón sin salida sino que se convirtió en la escapatoria a su propio sackgasse en que se había convertido el neoclasicismo a principios de la década de los cincuenta. Pero no adelantemos acontecimientos. En el camino entre Pierrot Lunaire y el Quinteto de viento (1924), el compositor austriaco formaliza las bases del dodecafonismo, que estructuran por fin el desarrollo de la atonalidad y hacen frente al peligro de disociación anteriormente aludido. Con objeto de evitar en lo posible cualquier referencia que nos sitúe en el marco perspectivista de la tonalidad, el dodecafonismo estricto impone una estructura que podríamos llamar isotrópica. La flecha del discurso musical que avanzaba en una dirección más ó menos definida ha sido substituida por la esfera, representante de la integralidad. La pérdida del perspectivismo no solamente implicaba la desaparición del sistema melódico/armónico tonal sino que también debía comportar nuevos elementos rítmicos, tímbricos, en fin, un nuevo universo expresivo que implicara, a su vez, una nueva forma de participación por parte del oyente. Parte del drama de Schönberg, como apuntaba anteriormente, radicó en la dificultad que le supuso el abandono de la tradición expresiva del postromanticismo, abandono que nunca llegó completamente a consumar. Pese a su interés y su profundo compromiso con lo nuevo, que hacen de él una de las figuras musicales clave del S XX, el peso de la tradición a la que pertenecía fue lo suficientemente fuerte como para que, a pesar de ser el genial creador del método dodecafónico, Schoenberg no llegara a captar todas las consecuencias que se podían llegar a desprender del nuevo lenguaje. Es muy revelador el hecho de que, ya en la década de los cuarenta, advirtiera a su fugaz discípulo John Cage que “nunca llegaría a ser un buen compositor, debido a su falta de sentido armónico”. A Schoenberg le pasa un poco como a otro de los grandes genios precursores del S XX, Sigmund Freud, judío vienés como él. El creador del psicoanálisis quedó un poco preso en su revolucionario descubrimiento sin poder sustraerse de muchos de los prejuicios que arrastraba la tradición en la que se insería y a la que, por otra parte, como el compositor, hizo temblar en sus cimientos.
Así como en Centroeuropa los primeros atisbos de aperspectivismo aparecen vinculados a la supresión de la tonalidad, en el frente occidental el problema se presenta y maneja desde una posición muy distinta. De acuerdo con el modelo de Gebser, la característica esencial de la transición de la etapa mental a la etapa integral consiste en la superación e integración del tiempo dando lugar a una cuarta dimensión espaciotemporal al modo de la Teoría de la Relatividad Restringida de 1905. El cubismo, por su parte, logra plasmar en un lienzo la cuadridimensionalidad por yuxtaposición de diversas vistas del objeto. El sentido de la perspectiva se debilita así por inclusión del multiperspectivismo, efecto ya utilizado por el gran precursor Cezánne. Pero ¿Cómo superar ó hacer transparente el tiempo en un art chronique, que se desarrolla precisamente en el tiempo? Con objeto de que nuestra conciencia sea capaz de capturar la música más allá del tiempo deberíamos ampliar nuestro concepto de estructura. Un art chronique como la música desarrolla en el tiempo una estructura que ya se halla inherente en la pieza de forma atemporal. Lo que consideramos normalmente como forma es precisamente una manera de percibir esta estructura. Por tanto la forma constituye el esqueleto de la obra. Estoy refiriéndome al concepto puramente aristotélico de forma, no a las formas puras platónicas. Lo mismo sucede con las artes plásticas en las coordenadas espaciales. Si pudiésemos percibir una pieza musical fuera del tiempo tan sólo quedaría la estructura. Por tanto, cuanto más estructurada se encuentre una pieza musical, normalmente más solidez posee. Ocupa el tiempo desplegando un algo que ya existe previamente fuera del tiempo. Una obra profundamente estructurada (hablando en lenguaje matemático, con un grado de orden muy elevado) dará lugar a fragmentos que contengan en sí los gérmenes de toda la obra –es decir, constituirá una estructura fractalizada-. Éste es uno de los grandes secretos que guarda la música de Bach, Beethoven y Brahms -y también de Bartók, Stravinsky ó Messiaen- y que las diferencian de otras músicas que aparecen más construidas a base de trocitos ensamblados. La solución al problema del tiempo propuesta por el cubismo fue aplicada en música –bastantes años antes que Picasso- por E. Satie. El maestro de Arcueil, otro gran precursor de muchos futuros desarrollos, en una fecha tan temprana como la década de 1885-1895 generó una multitud de composiciones tripartitas –Gymnopedies, Gnossiennes, Sarabandes- en las que, lejos de aplicar efectos de contraste entre las piezas constituyentes, reelabora un motivo simple como si observándolo desde otro punto de vista. No podemos comprender mínimamente el sentido de la hoy en día tan vulgarizada Gymnopedie nº 1 sin escuchar a continuación la nº 2 y la nº 3, que nos dan la visión de la misma pieza vista “por detrás”, como si observásemos una misma escultura desde diversos puntos de vista. Con ello entramos ya en una dimensión superior. Tenemos un atisbo de aperspectivismo por asociación de diversas perspectivas. Para ello, previamente, debemos de lograr una “objetivación” previa de la música: “música-objeto” es un término que forma parte del lenguaje básico del universo satiniano. Ello explica la feliz asociación de Satie con Picasso (un Picasso a punto de abandonar el cubismo por el neoclasicismo) en el ballet Parade de 1917.
Por esa misma época Stravinsky también avanza a pasos agigantados a través de su llamado “período ruso”, cuyo jalón paradigmático viene constituido, decíamos, por Le Sacre du Printemps. A la inmersión en la conciencia mágica ha seguido la progresiva estructuración teñida ahora por la superación del tiempo cronológico. En el ballet Les Noces la función de la célula-ostinato ha avanzado notablemente desde la obra citada, ya que toda la estructura melódica se basa en la sucesión de dos intervalos de segunda/tercera menor. En otra obra clave del período, las Sinfonías para instrumentos de viento, se da un paso todavía más importante. El fragmento final de esta notable composición, procedente de una obra pianística previa, publicada dentro del suplemento de la Revue Musicale en el que diversos compositores rendían póstumo homenaje a Debussy, contiene algo nuevo y muy significativo. Se trata de una secuencia de acordes en los que las funciones tonales aparecen “comprimidas”. Un poco como los acordes aislados de la música del homenajeado, pero en este caso cada acorde posee una mayor capacidad de autoafirmación debido al uso de notas ajenas a la armonía. Por primera vez se insinúa el uso de un acorde conteniendo una determinada armonía y su resolución. La presentación simultánea de los acordes más simples de una progresión armónica nos produce un efecto de reposo mineral. El tiempo ha quedado así “congelado”, ó más bien la flecha del tiempo ha quedado absolutamente anulada. El movimiento “traslacional” hacia una mayor estabilidad ha sido permutado por un movimiento “vibracional” en un orden superior. Esa simultaneidad de acordes, que más tarde se presentará bajo mil ropajes diferentes (Sinfonía en Do, Misa, Orfeo), nos sitúa en la esfera del presente absoluto, en la que el tiempo cronológico ha sido integrado en la conciencia. El pasado se convierte así para Stravinsky en un objeto, una referencia. El presente ha quedado cristalizado, y dentro del cristal, entre numerosas irisaciones y reflejos, podemos percibir fragmentos del pasado, como los insectos que han quedado atrapados en el interior de las piezas de ámbar. Esta objetivación del pasado, con la consiguiente expresión estilística del llamado neoclasicismo, ha sido malinterpretada en muchas ocasiones, en algunos casos con marcada virulencia, como una manifestación puramente regresiva. La trayectoria creativa de Pablo Picasso, contemporáneo y trasunto pictórico de Stravinsky, también necesitó, tras haberse sumergido en el período primitivista precubista y haber dado a luz, con el movimiento cubista, al aperspectivismo pictórico, del paso por las aguas clasicistas, aunque en el caso de Picasso se trató más de una etapa de descanso que de verdadera construcción.
En el foco centroeuropeo, en torno a Schoenberg se agrupó una constelación de compositores progresistas que veían en el dodecafonismo el camino natural a seguir por la música en el futuro. Si Schoenberg representa la ruptura no del todo consumada y Webern la consumación de tal ruptura, a Alban Berg le correspondió el papel de puente con la tradición centroeuropea. Berg recoge los frutos tardíos que Mahler había sembrado y hace eclosionar el expresionismo musical. Los enormes intervalos melódicos que aparecen en las postreras sinfonías mahlerianas (scherzo de la 9ª) ya empiezan a sugerir la angustiosa deformidad que se nos aparece al colocar una lente de aumento entre nuestra vista y el mundo. Como el surrealismo, su alter ego en el frente francés, el expresionismo se desvincula en cierta manera del aperspectivismo al permitir que únicamente la emotividad –en este caso, la que subyace en las capas profundas de la psique- guíe el devenir de la conciencia. Ello posibilita una saison en enfer que sólo en contadas ocasiones puede librarse de la involución. Berg fue uno de los (pocos) grandes genios del teatro musical del S XX. Supo imprimir al tempo dramático el ritmo propio del cine, que constituye el medio dramático por excelencia de su época. El relativo éxito que tuvo en su época –y más tarde- la obra de Berg se basaba en “el don que posee el autor en lograr hacer una música interesante utilizando el intratable método dodecafónico”. Esta afirmación, además de decir mucho en favor del compositor, también nos está indicando la posible “utilización tonal del dodecafonismo” que tanta literatura ha generado a propósito de Berg. El aperspectivismo que propugna la técnica dodecafónica parece aquí contaminado de “perspectivismo deformado”. No estamos tan lejos, en términos de perspectiva, del mundo neoclásico de la “nota falsa” (aunque estemos a años-luz en términos de expresión musical). El mundo neoclásico, utilizando diversos medios, debilita la dirección perspectivista de la tonalidad, mientras que el expresionismo la deforma.
Solamente el tercer miembro de la “trilogía vienesa”, Anton Webern, fue capaz de utilizar la técnica dodecafónica dejando atrás de forma radical el perspectivismo. Pero el descubrimiento de su obra y el consiguiente culto que por ella profesaron las nuevas generaciones sólo tuvo lugar después de la Segunda Guerra Mundial. Otros discípulos de Schoenberg en los años veinte, como Roberto Gerhard, también utilizaron el dodecafonismo de ese modo, aunque con bastantes años de posterioridad, ya entrada la década de los cincuenta.
Después de la guerra, la corriente musical principal del frente “occidental”, agrupada en torno a Stravinsky, había perdido interés en el lenguaje predicado por Schoenberg, que en estos momentos se hallaba en pleno camino ascendente hacia su formalización. Además, al término de la guerra, el Romanticismo, que se asociaba con el S XIX y, por extensión, con los desarrollos que habían conducido a las acciones bélicas, se contestaba con fuerza. Esta contestación tomaba las formas más diversas, desde las más “izquierdistas” como el dadaísmo hasta las más “derechistas” como el neoclasicismo. En centroeuropa la contestación tomó en la posguerra unos tintes definitivamente más radicales que en el sector de los vencedores. El primer período compositivo de Paul Hindemith se caracterizó por la radicalidad de su postura antiromántica. Durante las décadas de los 30 y los 40 el estilo de Hindemith maduró de forma natural hacia un clasicismo basado en una modalidad armónica sui generis en donde la primacía de los intervalos de tercera se ha desplazado hacia los de cuarta. Ello implica, como en el caso de Stravinsky, una cierta distorsión del perspectivismo tonal sin llegar a la renuncia. Por otra parte, la música de Hindemith se vincula, por diversos motivos, con la tradición didáctico-artesanal, lo que también viene a reforzar su postura de rechazo para con los modos del S XIX. Acérrimo enemigo del dodecafonismo, como el Stravinsky de ese período, la producción de Hindemith a partir de finales de la década de los cuarenta quedó presa de un estilo que se había convertido en un cliché. La politonalidad, técnica desarrollada sistemáticamente por el compositor francés Darius Milhaud, supone también una deformación del perspectivismo. El discurso de la cadencia tonal tiene lugar, pero la simultaneidad de dos ó más tonalidades presta al conjunto un carácter de ambigua ambivalencia que tiende a frenar de alguna manera la necesidad de resolución armónica. La sensación de superación del perspectivismo no es aquí tan aguda como en el caso de Stravinsky, posiblemente debido a una mayor dispersión (de hecho lo que percibimos no es tanto una simultaneidad como un multiperspectivismo). Como en el caso de Hindemith, además, Milhaud quedó un poco presa de un estereotipo conforme su carrera se fue desarrollando.
Otro de los grandes maestros del S XX, el húngaro Béla Bartók, utiliza, sobre todo en su etapa media, el cromatismo libre pero lejos de cualquier desarrollo perspectivista. Bebiendo en las fuentes de la música popular del este europeo (modos, ritmos) e inyectándoles diversos elementos de la nueva música, Bartók utiliza una lógica formal rigurosa (es muy conocida su obsesión por la proporción conocida en matemáticas como la razón áurea) que lo sitúa dentro del grupo de exploradores del aperspectivismo. Así, en los magistrales 6 cuartetos de cuerda encontramos, junto con residuos de expresionismo y de primitivismo, claros atisbos de circularidad discursiva que influenciarán notablemente a las siguientes generaciones (especialmente a su compatriota G. Ligeti). Otro compositor “periférico” que, partiendo asimismo del arte popular, apunta también a la circularidad discursiva es el catalán Frederic Mompou. En él predominan los ritmos estáticos y la ambigüedad tonal. Aunque se haya hablado bastante de “debussysmo”, la música de Mompou presenta unos perfiles más claros y mayor concentración expresiva y de medios que la de su predecesor, contribuyendo su despojamiento y estatismo a la sensación de situarse más allá del tiempo cronológico. Se diría que Mompou une elementos primitivos –casi mágicos- con el éxtasis contemplativo, aunque sus miniaturas –contrariamente a las de Webern- nunca renuncian a una expresividad de tipo más tradicional.