La discusión acerca de la cartografía sobre los aspectos emocionales que la
música genera en nosotros es muy antigua y ha adoptado maneras muy diferentes a
lo largo de los tiempos. En la antigua Grecia la música, considerada como
alimento del alma, se percibía como constelizadora y guía de la propia moral,
es decir, cumplía funciones a la vez éticas y estéticas (lo Bueno/lo Bello). De
forma adicional, y teniendo en cuanta la racionalización de las escalas
musicales que llevó a cabo Pitágoras, la música se emparentó de una forma
tangible con las matemáticas (lo Verdadero). No es difícil deducir que a lo
largo de la Edad Media europea la singladura que recorrió este arte fuera
pareja a la de las grandes realizaciones humanas. Formando parte –junto con la
aritmética, geometría y astronomía- del Quadrivium, que seguía al Trivium
(gramática, lógica y retórica) en cuanto a preparación para los estudios de
filosofía y teología, la música continuó de alguna manera ligada a la tríada
kantiana antes mencionada. Al iniciarse, en el Renacimiento, el desarrollo de
la música profana, el arte musical comienza un viaje durante el que se centra
progresivamente en lo estético. Durante la época barroca, el factor emocional
de la música, siempre subsidiario de su monumentalidad arquitectónica, se
despliega tímidamente en la conciencia de los compositores, que hablan por
primera vez de los “afectos” en la música. La música imitativa, de esta manera,
ilustra “afectos” que nos circundan, por ejemplo con el paso de las estaciones anuales, igual que algunos madrigales renacentistas podían describir escenas de
los mercados callejeros en Londres o grotescas serenatas infructuosas. Con el
clasicismo vienés, y, dentro de él, el período Sturm und Drang, los afectos se confunden ya con la arquitectura,
en una muestra sutil y magistral de equilibrio situado en un punto elevado que
domina todos los valles circundantes. El propio Beethoven –quien, por otra
parte, un poco al modo griego, aún creía en el carácter moralizante de la
música- utiliza abiertamente la palabra “sentimientos” (en el título del primer
movimiento de su VI Sinfonía), puntualizando en seguida que en esta obra se
trata más de descripción de sentimientos que de pintura naturalista. A partir de
aquí, el Romanticismo, en lugar de superar el racionalismo como apuntaban los
esfuerzos de Kant y Hegel, lo negó, subvirtiendo la máxima de Boileau (“nada más Bello que lo Verdadero”) y proclamando
que Solamente lo que es bello es verdadero. Los afectos se han
convertido en sentimientos. Y la música genera tales sentimientos, que van
desde los desmayos de las damas de la alta sociedad hasta la autoinmolación por
renuncia al mundo en busca de un ideal perdido en el fondo del mito. Cabe
recordar que la música tuvo un extraordinario desarrollo durante todo el S XIX.
Cuando el romanticismo literario ya no era más que un recuerdo, el musical
estaba todavía en pleno auge, desplazando a las artes plásticas durante la
mayor parte del siglo. Los inicios del cambio de rumbo vinieron del Este y del
Oeste europeos –de Rusia y de Francia-, en donde las artes plásticas
recuperaron la notoriedad y la influencia de la música centroeuropea declinó. Después
de la Primera Guerra Mundial, cuando hubo un nuevo cambio de paradigma
artístico, los artistas plásticos continuaron con el trabajo que ya habían
iniciado unas décadas antes, pero los compositores tuvieron que trabajar más
duro para ponerse en situación. Y precisamente uno de sus principales cometidos
fue la negación del sentimentalismo romántico, que desembocó en el tan poco
comprendido neoclasicismo de entreguerras. Entretanto la psicología también había
avanzado a marchas forzadas y eventualmente fue capaz de distinguir entre emociones y sentimientos. Los sentimientos estarían entonces generados por
constelización de emociones que la mente autopercibe y verbaliza. Desde
entonces ya no hablamos de que la música genere sentimientos sino emociones,
esa especie de respuesta quasi-fisiológica al estímulo artístico. Las emociones
son a su vez elevadas hasta regiones mentales e incluso transmentales. La
música continúa así generando en nostros emociones, sentimientos, admiración
racional y vislumbre de realidades transmentales, siguiendo un esquema
perceptivo evolutivo emparentado con la Gran Cadena del Ser. No toda la música
puede llegar tan lejos. Eso es evidente pero el tema de otra reflexión.
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miércoles, 28 de diciembre de 2016
viernes, 23 de diciembre de 2016
Mistificaciones
En los últimos
meses el término populismo ha sido
utilizado hasta la saciedad por la prensa general. Aplicado, además, a
situaciones muy diversas: desde la campaña de Trump hasta las credenciales de
los partidos de ultraderecha europeos; desde las democracias populares del
Caribe hasta la performance de Berlusconi, sin olvidar el Brexit británico. La
situación común es la de oponer la visión de los sectores de la ciudadanía sin
una participación directa en el poder, que ha resultado, por su parte, corrompido
por las élites, con la visión oficialista-tecnócrata de tales élites. Esto ya
sucedía en época de Julio César y de Augusto, quienes ya usaban referéndums
directos con el fin de eludir el control del Senado. Las consecuencias del
populismo, sin embargo, están en la mayoría de los casos muy alejadas de sus
presupuestos, y eventualmente se acaba otorgando el poder de las minorías
corrompidas a otras minorías –minorías de facto, aunque aparentemente se trate
de amplios sectores- que todavía acaban más corrompidas, cuando no acaban
sumiendo las estructuras del estado en un caos o una guerra. Podemos
preguntarnos si las consecuencias directas del populismo son las que acabo de
enumerar. Creo que la historia es mucho más compleja que eso y no podemos
desglosar de forma analítica elementos aislados para explicar el todo, o las
causas y consecuencias que están, evidentemente, continuamente embucladas y
llenas de remolinos. En todo caso podemos decir que la aparición de los
populismos por doquier corrobora el momento de crisis general –no sólo
económica, que es la única que tratan populistas y no-populistas-, igual que la
presencia de buitres indica la presencia de cadáveres, aunque no hayan sido
generados por ellos. Toda crisis comporta cambio y evolución, pero es muy
diferente estudiar de forma objetiva un período histórico ya pasado que tener
que vivirlo de forma subjetiva en el presente. Cuando miramos hacia un período
pasado lo hacemos de forma hermenéutica, es decir, teniendo en cuenta el
horizonte cognitivo de tal época y el que utilizamos nosotros desde nuestra
observación. Durante una crisis el horizonte cognitivo varía a marchas forzadas
y se hace extremadamente difícil elaborar una metavisión que acompañe el
proceso de cambio. Es por eso que durante tales períodos la ciudadanía se deja
llevar fácilmente por sus emociones más primarias: el miedo, la primera de
ellas.
domingo, 18 de diciembre de 2016
Desconexión
Aunque no estuviera llegando lo que se dice tarde, aquella mañana
correteaba por los pasillos del metro de forma más ligera de lo normal. Bueno,
lo que llamo normal tampoco puede ponerse como ejemplo de desplazamiento
particularmente relajado. Lo normal es tener cierta prisa. Pero aquel día me
sacudía especialmente esa especie de sentimiento de llegar tarde y perder el enlace,
aunque todavía tenía un lapso de tiempo razonable para dedicar a tal operación.
Entre la prisa y la sempiterna humedad ambiental, pronto empecé a apercibir
núcleos de transpiración que iban aumentando el agobio automultiplicativo en
que empezaba a sumirme. Inicié la subida por la escalera que conduce a la calle
y, durante un brevísimo lapso de tiempo –de hecho, tan sumamente breve que
cualquier observador externo lo hubiera valorado en sólo fracciones de segundo,
por más que a mí se me hiciera eterno- tuve la sensación de que estaba subiendo
por otra escalera de metro, idéntica, pero situada a muchos kilómetros de
distancia. Cuando uno tiene una conexión con su interior–o desconexión con el
entorno físico- como ésta, suele situarse en una región mental que trasciende
al tiempo, desapareciendo las coordenadas temporales durante unos atemporales
instantes. Esos instantes preciosos que nos sitúan fuera del tiempo se
desvanecieron, para mi desencanto, antes de que acabara de subir el tramo de
escaleras. Cual no fue mi sorpresa, por lo tanto, al llegar a la calle y
comprobar que la boca del metro no estaba en donde mi mente la situaba después
del rutinario recorrido de cada día. Instintivamente miré el cartel que
indicaba el nombre de la estación, entre extrañado, divertido e inquieto. Al
punto comprobé que el nombre era el de siempre, pero no la localización. El
maldito sentido del deber asumió entonces la guía de mi siguiente pensamiento:
¡llegaría tarde al trabajo, precisamente hoy que tenía una importante
teleconferencia! Me acerqué a la calzada con el fin de parar un taxi con el que
acceder de forma rápida -y cara- al lugar en donde gestiono mi sustento diario.
El caso es que no acababa de reconocer ni la calle ni la zona de la ciudad en
donde el capricho espacio-temporal me había tan suavemente depositado. No tenía
ni la más remota idea de la distancia a mi lugar de trabajo a la que me
hallaba. Y encima no veía pasar ningún taxi. Bien, tampoco ningún vehículo. Me
hallaba en una gran avenida de casas más bien regulares, de estilo impersonal.
Podía hallarme en Minessota, Buenos Aires, Shanghai, Sydney o Kuala Lumpur. Ni
rastro de particularidades culturales locales. Después de deambular por unas
cuantas calles ya sin un objetivo demasiado claro, decidí volver a la estación
de metro para consultar el maldito mapa de la zona colgado en su mural. Al cabo
de unos cuantos minutos tuve que reconocer, entre sorprendido, cabreado y un
poco atemorizado, que era incapaz de volver a encontrar las escaleras por las
que acababa de emerger a la superficie no hacía tanto rato. Era como si, después de
que mi salto epistemológico me hubiera vomitado en un lugar desconocido, me estuviera ahora negando encima la posibilidad de hacer marcha atrás para encontrar un resquicio
que me ayudara a recuperar la continuidad. Como un Pulgarcito adulto. Aunque
todavía no había amanecido plenamente, intenté leer el nombre de la avenida en
que me hallaba. Como me temía, todavía no había suficiente luz para ello. El
alumbrado público parecía haberse ya desactivado, mucho antes de que la luz del
sol llegara a iluminar la calle mínimamente . Entre esto y la poca calidad de mi
sentido de la vista, lo único que parecía vislumbrar eran una especie de
garabatos muy diferentes de las letras que sabía que estaban allí grabadas.
Caminé, ya sin demasiadas esperanzas, por la desierta avenida. No había ni un
solo comercio, ni abierto ni cerrado. Parecía un barrio residencial extraño. ¡Ya
lo tenía! Busqué mi teléfono y activé el GPS. Pero no, una vez más el artilugio
no consiguió conectar con la red. En aquel momento me percaté de que todavía no
había visto a nadie recorrer aquel extraño paraje. Un sol mortecino emergió
tímidamente por encima de las hileras de casas. Parecía como observado desde el
invierno lapón. Al fondo de aquella vista que cada vez más se me aparecía como
un decorado bidimensional pude divisar los primeros seres (¿humanos?) desde que
había abandonado el metro. Intenté acercarme a ellos pero desaparecieron antes
de que pudiera conseguirlo. Al poco una bicicleta cruzó la escena. Estaba
conducida por un hombre de cierta edad de aspecto oriental que o no se percató
de mi presencia o bien me ignoró totalmente. Aunque la sensación de irrealidad
iba en aumento, no conllevaba ningún temor; antes bien un buen grado de
curiosidad y una especie de paz interior. Ya no pensaba en el trabajo ni en la
teleconferencia. Deseaba explorar más y más aquel mundo nuevo para mí. La calle
se fue poblando de gente poco a poco. Todas las razas de la tierra –e incluso
de otros planetas- parecían estar representadas. También hicieron su aparición
vehículos de lo más variopinto. Lo que más me llamó la atención fueron una
especie de ascensores que se desplazaban horizontalmente, como unas cestas
elevadas que se movían sin necesidad de cables ni conductor. Los había de
diversos tamaños: individuales, familiares y comunitarios. Mientras miraba
fascinado uno de tales vehículos mi vista se centró en una figura que aparecía
en su interior. ¡Era la de mi amigo Erwin! No. no me lo había parecido: estaba
completamente seguro. Además, durante el brevísimo lapso en que nuestras
miradas se encontraron me dirigió una suave pero profunda sonrisa. El caso era
que….!Erwin había muerto hacía dos años en un accidente de coche! La sensación
de descentramiento era ahora máxima. Y, si, ahora a la curiosidad y la paz se
había unido, de forma no muy sutil, un no desdeñable grado de temor. Pasó un
vehículo que tenía aspecto de taxi, dado que lucía una bombilla verde iluminada
en su parte superior. Sin pensarlo dos veces alcé un brazo y al instante el
coche se detuvo. Entré en él y, antes de que hubiera dicho nada ni
prácticamente hubiera tenido tiempo siquiera de cerrar la puerta el vehículo
arrancó de sopetón, pegándome contra el asiento. Me quejé al conductor, a quien
no veía por culpa de una mampara de seguridad interpuesta entre él y los
asientos traseros. Como no me respondió golpee el tabique, primero con cuidado
y después con fuerza. Nada. El coche avanzaba, a toda velocidad, que no
disminuía ni siquiera en las curvas, hacia vete a saber qué misterioso destino.
Aquello parecía una encerrona mafiosa o quizás algo peor. Golpee, ahora sí, de
forma paroxística, la cabina del conductor, hasta que se abrió una especie de
ventanilla, descubriendo así que el vehículo estaba siendo conducido por una
niña de aspecto esquimal, de unos siete años de edad. La niña no me hacía el
menor caso; simplemente reía de forma ruidosa y despreocupada mientras hacía
derrapar al vehículo en todas las curvas, enviándome cada vez contra el asiento.
En una de las curvas la puerta trasera, quizás mal cerrada, se abrió y me vomitó
contra la calzada. Me encontré en el suelo, mientras la gente se agolpaba a mi
alrededor, con cualquier intención menos la de socorrerme. Me alcé, algo
contusionado, e intenté situarme. Me hallaba en unas escaleras, saliendo del
metro. Miré el reloj: ¡se hacía tarde y estaba a punto de perder el enlace! Y
hoy me interesaba llegar puntual al trabajo ¡porque tenía una importante
teleconferencia! Aceleré aún más el paso, justo lo que me permitía mi dolorido
esqueleto instantes después de caer.
viernes, 2 de diciembre de 2016
Juegos
Kant fue el
primer pensador que estimó que el espacio y el tiempo se comportan como “formas
sensibles de conocimiento”, abriendo así una puerta a la idea de que es nuestra
mente la que crea tales categorías y que la razón debe, necesariamente,
someterse a tales coordenadas para poder ponerse en práctica. En alguna ocasión
anterior he sugerido ciertas asociaciones entre nuestra percepción
espacio-temporal y nuestros sentidos, asignando la espacialidad al sentido de
la vista y la temporalidad al sentido del oído. Así como desde el punto de
vista de la Física el espacio, el tiempo, la materia y la energía forman una
constelación indisociable, desde el punto de vista noético la estructura
mental-racional también se mueve conjuntamente en las coordenadas de espacio y
tiempo. Propongo un pequeño juego: imaginar un mundo en el que exista espacio
pero no tiempo y viceversa. ¿Qué imagen perceptiva resulta de este experimento
mental? El mundo sin tiempo nos dibuja una imagen visual inmóvil, congelada.
Después de todo percibimos el tiempo como movimiento, ya sea un desplazamiento
a través del espacio, ya sea un proceso biológico como el envejecimiento u otro
tipo de proceso experiencial (la música). Es decir, todo aquello que nos remite
a una evolución, que es la palabra más cercana al espíritu del tiempo. ¿Cómo
nos aparece un mundo sin espacio? Tal constructo es aparentemente más difícil
de imaginar. Un mundo sin espacio es necesariamente un mundo sin estímulos
visuales; la imagen negra que percibe un invidente. Los estímulos permitidos
serían entonces los aurales, olfactivos, las sensaciones físicas. Nos podemos
preguntar si los procesos mental-racionales tales como la asociación, la
deducción, la comparación son experienciales, participando así de la
temporalidad, o se pueden llegar a situar más allá del tiempo, como hace nuestro
inconsciente ¿Y los procesos de maduración, aceptación, comprensión?¡El juego da para mucho!
sábado, 26 de noviembre de 2016
Deceleraciones
Los
cambios de velocidad en el fluir del discurso musical son una característica
muy particular de cada época, estilo y género. Estos cambios pueden ser súbitos
o graduales, acelerativos o decelerativos. La regularidad de la pulsación
musical se tiene que buscar en los ritmos biológicos de la respiración, el
latido cardíaco, las cadencia del caminar y del danzar. Es importante señalar
que el sentido del cambio de tempo musical puede estar expresamente escrito en
la partitura o no, siendo en éste último caso una particularidad de la
interpretación que depende entonces especialmente de la perspectiva histórica
del intérprete. Aunque los antiguos griegos sistematizaron extensivamente la
rítmica, refirieron sus ritmos exclusivamente a los pies de la versificación,
no al lenguaje de la música. La primera formalización rítmica de la música en
Occidente no llegó hasta el S XIII. Anteriormente, es decir, durante los períodos
de la música gregoriana y sus posteriores secuelas como el organum y el ars antiqua,
el concepto de pulsación permanecía implícito en el discurso por lo que los
cambios de tempo no debían ser especialmente percibidos. En el Ars Nova y el Renacimiento, la explosión
de la polifonía creó los a menudo muy complejos ritmos internos entre las
voces, pero el tempo de las
composiciones permanecía constante. No fue hasta el final del Renacimiento y
especialmente a principios del barroco cuando comenzó la costumbre de acabar
cada pieza musical con un frenado progresivo de la velocidad que contrastara
con la muy regular pulsación de este tipo de música, un poco a la manera de la
cuerda de un reloj o de un autómata acabándose. Este desacelerando,
evidentemente, no está escrito en la partitura (pensemos que durante el barroco
prácticamente no se escribían indicaciones de tempo, carácter, ligaduras y
otros signos expresivos, aparte de los ornamentos), y han modulado su
intensidad de acuerdo con las modas interpretativas posteriores. El clasicismo
añadió signos de fraseo (ligaduras) y articulación (sforzandi) que ya no podía dar por sobreentendidos dejándolos en manos de los intérpretes. El
clasicismo se basa todavía en una pulsación regular, no tan inmutable como la
barroca, a la que se han añadido afectos expresivos y rítmicas características
que incluyen síncopas y acentos. Los fragmentos finales de las piezas musicales
del período clásico suponen en muchos casos una inflación resolutiva de todo el
movimiento que concluyen y como tales incluyen recursos dinámicos y expresivos
extras. Quizá debido a ello, e intentando evitar la rigidez barroca –rigidez
que incluye la desaceleración final-, el ritardando final en la música de
Haydn, Mozart, Beethoven y Schubert es mucho más contenido, sutil y afecta casi
exclusivamente al último compás o incluso al último acorde, que se resiste
durante un brevísimo lapso de tiempo a ser atacado, creándose así una chispa de
afectividad muy sutil. Esto es así incluso en codas muy machaconas, como las de
las sinfonías III y V de Beethoven, en donde a pesar de anunciarse el final
varios períodos (la frase de ocho compases del período clásico) antes de acabar,
el tempo se mantiene inmutable hasta
el penúltimo acorde. Esto es así porque el ethos
rítmico de la coda se podría ver francamente afectado por un cambio en la
velocidad (cosa que en alguna ocasión algún director de orquesta se aventura a
hacer, con resultados bastante desastrosos). Con la primera música romántica se
introduce el tenuto en medio de la
frase, que acaba creando un mundo de rallentandos
y accelerandos en el discurso
musical, debilitándose así el ritmo en pos de una expresividad mucho más basada
en la melodía y especialmente en la base armónica de la misma. Este hecho se
hace especialmente patente en la música para solista, más dada de por sí a
libertades de fraseo. Con la progresiva debilitación de las funciones tonales a
lo largo del S XIX la ambigüedades métricas dan pie a que el ritmo deje de
guiar el avance del discurso musical y la verticalidad, la armonía
constantemente cambiante tome su relevo. Cuando evocamos la música de Tristán o
de Parsifal pensamos especialmente en armonías, no en ritmos. Curiosamente, el
más clásico de los compositores románticos, Johannes Brahms, aunque no utilice
extensivamente la suspensión rítmica, sí que construye un discurso tan viscoso-a base de un legato extremo- que el avance no parece tan dirigido por el ritmo
como por las dinámicas. Los compositores postrománticos centroeuropeos
siguieron utilizando el elemento armónico como medio guía del discurso musical,
si bien se produjo un importante retorno del elemento melódico (Mozart fue el
modelo en el caso d Strauss, Schubert en el caso de Mahler). A pesar de la
progresiva libertad rítmica, la también creciente inclusión de amplificaciones
de valores rítmicos en las partituras hace que los rallentandi finales resulten de por sí cuando la obra se lee con
una pulsación constante. El impresionismo, con su descontextualización de las
funciones tonales, contribuyó con un atomismo armónico pero también rítmico.
Las frases musicales impresionistas avanzan de forma más ambigua que las de
períodos precedentes. Se diría que existe un equilibrio en cada punto en el que
la flecha del tiempo ha quedado suspendida y atomizada. En las obras
orquestales especialmente, los ritmos de las diferentes partes crean una fusión
que contribuye al efecto que acabo de describir. Dicha disposición exige al
director, desde el punto de vista técnico, un mayor rigor en la adaptación a la
pulsación. Ya en el S XX el expresionismo, con su lupa de aumento de los
horrores del inconsciente, reintrodujo una importante dosis de libertad rítmica
que fue progresivamente domada hasta la época de la serialización. La música
del período ruso de Stravinsky, así como buena parte de la de Ravel o Poulenc,
prescinden en buena parte de sus interpretaciones “históricas” del rallentando
final, efecto que solamente vuelve –de forma contenida, como en el clasicismo
vienés- con el período neoclásico de Stravinsky. El sentido de la temporalidad
y del fluir musical se ven profundamente afectados en la segunda mitad del S
XX. El constantemente cambiante tempo
en Le marteau sans maître, el
implacablemente regular fluir de las obras de los minimalistas, la texturización
de la música de Xenakis y Ligeti o la sugestión aural de la música
electroacústica transforman en inútil la aplicación del análisis realizado
hasta ahora.
sábado, 5 de noviembre de 2016
Zanahorias
-¿Qué me dices? ¡¡No me lo puedo creer!!
-Que sí,
hombre, que sí. ¡Baja de una vez de tu nube y pisa ya la realidad
cutre-salsichera!
-Y si no bajo ¿qué
pasa?
-Pues que no
formas parte de esa cutre realidad…
-Definitivo: ¡no
bajo!
-También tiene
sus ventajas…. Además puedes subir y bajar cuando lo desees.
-Seguro?
-Mientras
tengas capacidad de autocontrol sí. Después….
-Bueno: bajo
un rato y luego me vuelvo.
-Vale!
-Repíteme lo
que me acabas de explicar, ¡te lo ruego!
-Pues
exactamente lo que te decía. En el lugar en donde trabajo las personas que
acceden a posiciones relativamente altas en el organigrama se ven sometidas a
un tercer grado hasta que no resisten más. Entonces se las liquida si es que no
han abandonado antes la lucha. Y aun así….¡¡hay cola para acceder a tales
posiciones!!
-Bueno; esto
corrobora la volubilidad de la naturaleza humana: todos piensan que a ellos no
les pasará esto.
-O más simple
aún: no piensan nada. Solamente están programados para trepar pero nada más.
-¡O sea que
estamos como en la Edad de Piedra!
-En algunos
aspectos sí….aunque piensa que a nivel evolutivo, la edad de piedra está a
cuatro pasos de aquí….
-A nivel de
evolución biológica sí, ¡pero a nivel de evolución cognitiva no!
-Quizás….
-Entonces
dime, amigo, ¿qué es lo que mueve a los humanos?
-Pues quizá las
necesidades que jerarquiza la pirámide de Maslow…
-El problema
es que cada vez más humanos se quedan en el primer peldaño, el básico. Comida,
bebida, aire, sueño, sexo y pocas cosas más…
-¿Pocas cosas?
¡No! Los personajes de los que te hablaba tienen necesidades más allá de las
fisiológicas. Necesitan mandar sobre los demás, trabajar lo mínimo, ser muy
visibles (cuando se reparten medallas; invisibles cuando vienen los castigos),
recibir adulación,…..
-Bueno; todo
esto caería dentro de otros niveles jerárquicos como la estima, la pertenencia
al grupo, la seguridad…
-Sí, pero en
su versión putrefacta!
-Ya sabes como
pienso sobre todas estas cosas: frente a la erótica del poder….la orgásmica del
desobedecer!!
-Si, pero con
finura…
-¿Como?
-Lo que más
molesta a los humanos –tanto a los que te describía como al resto- no es que se
nos desobedezca sino que se nos plante cara.
-Por tanto,
desobedecer, pero con estilo, tiento, nocturnidad y alevosía...
-Claro.
Ofreciendo batalla lo único que se consigue es el fútil desgaste de ambas
partes. Y además, ¿no nos roban nuestra dignidad? Pues ¡respondámosles con la
misma moneda!
-Pero…¿tú te
puedes creer de verdad que cuando enseñan la zanahoria podrida colgando del
palo la mayor parte de la gente la persigue como si fuera una zanahoria
perfectamente tierna y apetecible?
-¿No lo has
visto ya muchas veces? ¡Respóndete tú mismo!
-¡Están locos
esos humanos!
viernes, 28 de octubre de 2016
Esperpentos
Veo un anuncio esperpéntico en el que se oferta una especie de módulo
compuesto por una cámara con tierra y la semilla de un árbol y otra cámara preparada
para contener las cenizas de un ser querido. El anuncio asegura que el ser
querido volverá a vivir en nosotros a través de la incorporación de su materia
en un ser viviente, bla, bla, bla. Aparte de lo limitado del asunto por lo que se
refiere al tema puramente biológico-molecular, la propuesta hace repensar qué
es lo que entendemos por vida, qué es lo que entendemos por persona. Hace más
de cuarenta años recuerdo haber leído en un libro de paradojas matemáticas para
adolescentes (no sé si tales libros aún se editan o se prescinde de ellos en
pos de sexo, drogas y temas más atractivos) una pregunta que hacía referencia a
la probabilidad de que un átomo que hubiera formado parte del cuerpo de Julio
César estuviera contenido en el cuerpo del lector. Suponiendo que no ha habido
gran intercambio de materia fuera del planeta desde aquella época y jugando con
el número de Avogadro y el número de humanos que ha habido en el mundo desde
aquel entonces, la conclusión era apabullante: la probabilidad era altísima,
cercana al 100 %, cosa que sorprendería al comprador de tiestos-resucitadores.
Hablando más en serio, lo primero que cabría pensar es que nosotros no somos
sistemas materialmente cerrados; que la individualidad –ese preciado sentido
del yo que todos poseemos- no es más que el resultado de un extraño bucle que
asegura nuestra supervivencia y que tanto nuestra materia –átomos y moléculas-
como nuestra alma y nuestro espíritu deben su existencia a una configuración de
relaciones, no a un grupo de ladrillos fundamentales apilados. Las cenizas del
ser querido han dejado de contener las relaciones que hacían de sus componentes
materiales un organismo, un sistema, una persona. Que puedan servir de abono
para otro ser vivo es un tema que es obvio. ¿Por qué nos seguimos empeñando en
ver cosas en vez de ver relaciones?¿Ceguera primigenia? Si
profundizamos en una manera de pensar sistémica nos percataremos de que las
fronteras de la vida no son tan claras como pensamos. El virus -que no se
reproduce sino que se replica- es una entidad sobre la que no hay un acuerdo
cerrado acerca de su carácter de “viviente”. Los priones no están vivos según
la noción convencional pero son capaces de transmitir su “plegamiento
conformacional equivocado” a otras proteínas, en una especie de “infección
físico-química”. La Tierra, pensada como un sistema global Gaia, se nos aparece
como un sistema vivo. La individualidad del bucle egoico configura la persona,
esa especie de ramillete de roles que asumimos para nuestro día a día y que
guían nuestro estar-en-el-mundo.
viernes, 21 de octubre de 2016
Algoritmos
Acabo de leer
el monstruosamente largo ensayo del conocido físico Roger Penrose La nueva mente del emperador (1989). La
tesis de la obra, anunciada periódicamente a lo largo de la misma, es la
constatación del carácter no algorítmico de la mente (humana), lo cual la
distingue radicalmente de lo que usualmente entendemos por inteligencia
artificial, que sí que en principio sigue instrucciones del tipo máquina de
Turing. A lo largo de seis séptimas partes de la obra Penrose despliega
complejas disquisiciones –supuestamente escritas para el gran público-
alrededor de temas que, como físico y matemático distinguido que es, domina a
la perfección: algoritmos y máquinas de Turing, física clásica y relativista, teselaciones,
mecánica cuántica, termodinámica y fisiología cerebral. Algunas aproximaciones
me han resultado particularmente interesantes (otras tremendamente aburridas).
En la última séptima parte de la obra Penrose despliega brevemente su tesis,
así como sus ideas sobre la creatividad y el mundo platónico de las ideas,…¡sin
referencia significativa aparente hacia todo lo que ha explicado con
anterioridad! Debo decir que estoy en un 85% de acuerdo con dichas tesis, pero
mi ruta hacia ellas nada tiene que ver con la mecánica cuántica ni con otros
modelos físicos. ¿Por qué Penrose acaba su obra invocando la esperanza de que
la tesis pueda ser demostrada algún día desde el punto de vista de las ciencias
naturales? Un punto de vista muy de los hombres de ciencia británicos. Pienso
en los escritos “filosóficos” de Bohr, Heisenberg o Schrödinger. Estaban mucho
más basados en la “sabiduría” de sus autores que en sus conocimientos
científicos. Y, evidentemente, ninguno de ellos creía en el reduccionismo
científico.
lunes, 17 de octubre de 2016
Revisiones
El mundo de la ciencia actual tiene el deber inexcusable de revisar sus
principios epistemológicos, metodológicos y éticos. Aparte de unas pocas
disciplinas que se nutren de una visión sistémica –algunas de las cuales, como
la cosmología o la ecología se siguen percibiendo como “de poco impacto para el
desarrollo social”-, la mayoría de las ciencias naturales reposan aún sobre un
fondo analítico, cartesiano y reduccionista que impide su progreso y las hace
servidoras de aquel “dominar la naturaleza” tan típico de la segunda revolución
industrial. Actualmente el mundo de la ciencia está dominado –consciente o
inconscientemente- por el modelo anglosajón, que refiere a una lógica, una
racionalización cerrada que a menudo acaba en un argumento circular. Con esta
ciega adopción de las racionalizaciones -que tan a menudo niegan la propia
racionalidad- una parte de la ciencia se ha instituido como representante de la
verdad absoluta, con capacidad para rehusar el incluir entre sus disciplinas
gran variedad de actividades calificados como “pseudociencia”. No tengo
problemas para incluir en esta categoría al psicoanálisis o al materialismo
histórico –por la misma regla de incumplimiento de falsabilidad popperiana
debería también incluirse aquí al darwinismo, afirmación hecha por el propio
Popper-. Con lo que sí tengo grandes problemas es con excluir estas
aproximaciones “no científicas” de la historia de las ideas grandes y
fructíferas. La racionalidad cerrada puede abstraer y recurrir razones pero
nunca crear nuevas visiones. Además y especialmente, el modelo de ciencia al
que antes me refería rara vez se autoinspecciona para salir del insidioso
realismo ingenuo en el que habita desde hace décadas. Supone tácitamente que el
observador, separado del objeto, ocupa una posición inexpugnable de
clarividencia suprema desde la que observa el mundo de forma pura y absoluta,
en una especie de platonismo irreductible, y que esta posición –fuera de toda
contingencia- se mantiene eternamente inmutable. Lo que nos lleva a los modelos
de pura acumulación que consideran el conocimiento una masa sólida que se
deglute hasta el final. Es por eso que todo un apóstol de este modelo como
Bertrand Russell, convencido de que el mundo se comporta de forma aristotélica
y que ninguna certeza se escapa a la lógica, fue siempre enemigo acérrimo de
Kurt Gödel, quien demostró que hasta la aritmética resulta ser un sistema
incompleto que se ha de apoyar ad
infinitum en otros metasistemas. Y eso que fue el propio Russell quien
actualizó la paradoja del cretense, verdadero agujero de la lógica
aristotélica.
miércoles, 12 de octubre de 2016
Simplicidad
Leyendo el periódico de hoy constato cada vez más que los referentes de que
disponemos o en los que las noticias diarias se asientan son absolutamente
insuficientes para albergar la complejidad del mundo actual. Nuestro afán de
comprar hiperrealidad facilita la labor literaria de una prensa cada vez más
falta de metaespacios críticos que delimiten y encuadren las informaciones que
ofrece. Los conflictos internacionales son a menudo despachados como una pura
confrontación de “buenos” y “malos”, como en un film del oeste. Eso sí; a veces
te dejan decidir qué bando ocupa cada categoría, y de esta manera también
quedas etiquetado como perteneciente a grupos de “derechas” o “izquierdas”.
Todas estas categorías simplistas precisan de una revisión continua que en
muchos casos la propia eventualidad pone en evidencia. Observo también una
fuerte componente mítica que todavía atrapa a la especie humana y que impide el
desarrollo de la complejidad de que hablaba. El mito no debe olvidarse pero
tampoco hacer de él el driver de
nuestros asuntos socio-políticos. En estos días de convulsión política
generalizada observo mitical attachements
por todas partes: la celebración o anti-celebración del 12 de octubre (fiesta
mítica), los discursos trasnochadamente chauvinistas de la première británica, el discurso de la izquierda-come-capitalistas por parte de algunos políticos
catalanes y españoles, las aberrantes invectivas del candidato Trump, el
run-run continuo del terrorismo islamista. Hablando de hiperrealidad: el otro
dia vi un “documental” sobre los adolescentes que intentan cruzar la frontera
de USA provenientes de Centroamérica que ilustra este concepto a la perfección.
Las cámaras acompañaban a los menores en sus intentos de subida nocturna a un
tren de mercancías (con iluminación especial) hasta que al fin se atrevían a
hacerlo (las cámaras también); después subían al coche de un mafioso pasador de
migrantes ilegales, a quienes dejaban –las cámaras pasaban legalmente la
frontera de Texas- y más tarde se encontraban con algún grupo particular que
ayudaba y otro que disuadía a los arriesgados menores. Todo un guión
hollywoodiense de bajo coste a tiempo real (?).
viernes, 7 de octubre de 2016
Hipnopompo
Hoy me he levantado con aquella sensación de satisfacción que nos proporcionan determinados sueños. Corrijo: es más que una sensación de satisfacción. Se podría decir que es más bien un signo de plenitud. Plenitud ¿de qué? Pues no lo sabemos a ciencia cierta pero nuestro sistema psíquico lo sabe de sobras y por ello a él le basta como alimento para renovar sus energías de las que luego nosotros mismos nos aprovecharemos. Buena parte de tales sueños no hacen más que autoafianzarnos. Casi siempre utilizan simbologías para que su mensaje no se disipe rápidamente en nuestra conciencia. Los simbolismos brillan con numinosidad por más tiempo de lo que lo hacen las enseñanzas conscientes que extraemos de ellos (¿tiempo?...¡el tiempo no existe en el subconsciente!). De este juego de la fantasía, la sabiduría y la ilusión nacen los conocimientos y las realizaciones humanas que más apreciamos: el arte, la ciencia, el pensamiento, las performances deportivas, las creaciones en los campos más diversos. La aparición de un sueño numinoso, ya sea nuevo o repetitivo, es como la formación de una nueva estrella en cuyo horno, paulatinamente, se generará nueva materia que posteriormente será expulsada y ulteriormente alimentada con su calor. Es una lástima que cada vez nos alejemos más, a nivel consciente, de nuestra fuente psíquica. Procuremos que, a pesar de toda la miseria mental que nos rodea y nos impele continua y efectivamente hacia la alienación y mediocridad que los media y los políticos anuncian como estado del bienestar, los soles propios semiinconscientes o los soles ajenos hechos carne en forma de arte, pensamiento y ciencia nos puedan seguir alimentando copiosamente. Amén.
sábado, 1 de octubre de 2016
Venenos
El teatro -como
la cocaína, el alcohol, el trabajo, el sexo o la música- puede llegar a envenenar
la sangre, como se dice popularmente. Y cuando uno está envenenado está, en
mayor o menor medida, en brazos de la seducción y la adicción. Como toda
plataforma a-racional, el teatro crea sus propios mitos, que a su vez
configuran una constelación de ritos, dogmas y tabúes. El paso por un escenario
–como por un estadio o una cancha deportiva- une a sus ocupantes como a los
pasajeros de un crucero o un viaje aéreo transcontinental. La ejecución
dramática, musical, coreográfica y cualquier otra (en determinados casos
también la deportiva) supone un movimiento y gestión de energías psíquicas
capaces de canalizar una correcta psicomotricidad y expresividad. Y ésta
gestión no siempre viene dada de forma automática. Es más: cuanto más se
discurre y se duda acerca de ella más elusiva se nos presenta. Como lo último
que se desea antes de salir a un escenario es lastimar las emociones o impedir
los flujos energéticos, los viajeros del escenario optan por recurrir a la
magia y efectuar rituales de superstición que de alguna manera les hagan
suponer que la gestión psíquica no está en sus manos sino que depende de algo
tan simple como una acción ritual. De ahí también toda la retahíla de frases
con que se bendice a alguien a punto de salir a escena que, por mucha
explicación histórica que tengan, constituyen básicamente un ritual protector.
miércoles, 21 de septiembre de 2016
Temporalidad
Entre los innumerables aspectos que definen una época y una civilización se puede considerar su relación con la temporalidad: la conciencia del paso del tiempo, los límites temporales, la espacialización del tiempo, el tiempo-instante, el tiempo vivido…La humanidad primitiva, en épocas mágicas, concebía el mundo en presente. Las épocas míticas añadieron el pasado remoto -el origen- y más tarde el futuro remoto -el colapso-. Entre ambos puntos límite se situó el tiempo, tiempo cíclico para la estructura mítica, que poco a poco la etapa mental y mental-racional acabaron espacializando, primero de forma reversible y posteriormente como flecha irreversible. El inicio del S XX supuso un cambio importante durante el cual apareció el concepto de tiempo psicológico e incluso el mismo concepto de tiempo físico sufrió una revolución al pasar del paradigma newtoniano al relativista. Según el modelo gebseriano de despliegue evolutivo de conciencia las pasadas etapas sedimentan y transparentan, pero siguen estando siempre presentes. La postmodernidad, etapa defectiva en que la propia racionalidad se vuelve en contra de la evolución y se erige en verdad absoluta previniendo así un ulterior despliegue, es rica en regresiones míticas que funcionan como válvulas de escape (¡regresivo!) a la fortificada racionalización. Esto conduce de forma natural a una mitificación de hechos del pasado no demasiado lejano. Reescribimos la historia reciente con demasiada facilidad y el ciudadano medio de joven edad compra los relatos con más facilidad aún. Existe un hecho de nuestra postmodernidad no menos característico y por más novedoso aún más inquietante. Se trata de nuestra relación con el presente, fuertemente modificada por influencias de la llamada realidad virtual: la fabricación de una falsa realidad manipulable “en tiempo real” que se mezcla con la “realidad” –la llamada hiperrealidad-. El mito lanza algunos aspectos de nuestra interioridad a un pasado que a menudo es inexistente en la historia y solo existente en nuestra interioridad –mítico-; la hiperrealidad crea aspectos de nuestro sentir más próximo y los lanza al presente. En nuestras desquiciadas coordenadas sociohistóricas, la hiperrealidad y el mito acaban confundiéndose; dicho de otra manera, el tiempo lineal de la Modernidad cuyos residuos aun perduran en nuestra conciencia, sufre una considerable tensión y estrechamiento por cuanto muchos de nuestros trasuntos mentales pasan rápidamente de la hiperrealidad al mito.
sábado, 17 de septiembre de 2016
Dudas
domingo, 11 de septiembre de 2016
Segundo orden
¿Por qué tan raras veces los humanos nos preguntamos
sobre el pensar? De hecho, buena parte de la humanidad rara vez ejecuta la
acción de pensar en primer orden, o sea que la de segundo –el pensar sobre el
pensar- nunca se la ha planteado. Con la evolución y la creciente complejidad
del mundo cada vez se tiende a pensar más en cosas aparentemente externas pero
cada vez menos en nuestra aprehensión del mundo, que se da por hecha. Por eso
los nuevos burócratas nos quieren hacer creer (y una gran parte ellos
efectivamente cree) que el estudio de la filosofía se hace menos y menos
relevante de cara a la gestión del conocimiento. Sinceramente creo que todo
ello es un espejismo fruto complejo de varios factores: la invasión de la
postmodernidad, la crisis de la filosofía como tal -que necesita un fuerte
revulsivo- y la involución general de la sociedad que se va infantilizando
progresivamente. Precisamente en esta época de crisis y cambio absoluto de
referentes es cuando debemos ampliar nuestro concepto de filosofía tal y como
poco a poco lo vamos haciendo con el estudio de las ciencias naturales (aunque
esto último lo perciba realmente muy poca gente ya que el grueso de la
población vive mentalmente 100 años atrás). Lo que es terrible, limitante y
social y políticamente muy peligroso es suponer que el conocimiento científico
es absoluto y no precisa de pensamiento de segundo orden, con lo que la
filosofía se vuelve objeto de lujo superfluo. Hasta hace cincuenta años la
universidad representaba un corpus sólido de conocimiento que exponía los
paradigmas firmemente establecidos. Cada vez más las facultades no exponen
conocimientos generales sino técnicas y prácticas aisladas alrededor de ellos
porque tiende de forma inconsciente a considerar que estos conocimientos
generales son verdades absolutas intocables. Los cambios de paradigma (sistemas
complejos, holismos, teoría del caos, sistemas disipativos, gravedad cuántica,…)
que han aparecido en las ciencias naturales en los últimos cincuenta años
apenas han entrado en los temarios de las facultades, que siguen aferradas a
dogmas como el modelo darwiniano de evolución, el determinismo feno-genotípico
y otros casos célebres resultado del pensamiento analítico no-sistémico. De la
misma manera que algunos de los dualismos clásicos en la historia de la ciencia
(determinismo/indeterminismo; onda/corpúsculo; continuo/discontinuo;
azar/necesidad) se han disuelto en la más moderna ciencia como resultado de
aplicar pensamiento de segundo orden, así la filosofía debería iniciar un
pensamiento de tercer orden que pudiera superar la racionalización que busca
hacer de la racionalidad la explicación última de todo. En repetidas ocasiones
un científico tan prominente como Stephen Hawking ha demostrado una cerrazón
mental que avergonzaría a la mayoría de los grandes físicos de la historia
cuando ha declarado que la filosofía está muerta y que es la ciencia la que
debe contestar todo tipo de preguntas. Tanto él como su colega y amigo Roger
Penrose hablan de la evolución del conocimiento científico como el de una
verdad absoluta que evapora en su camino toda traza de incertidumbre sobre el
mundo hasta llegar a una situación final de conocimiento absoluto. El modelo
del conocimiento como algo ajeno a la mente humana que tanto he puesto en tela
de juicio en este blog, vaya. Les diría que el conocimiento, como el propio
universo, tiene una curvatura que decrece ante nuestros ojos a medida que
abarcamos más superficie, de manera que cuanto más exploramos más nos
percatamos de que la esfera cuya superficie perseguimos se agranda. En el
límite, la curvatura se hace nula solo cuando hemos explorado una superficie
infinita...
viernes, 2 de septiembre de 2016
Kinematografo
Todos hemos vivido esa extraña sensación que nos invade cuando acabamos de ver un film en una sala de proyecciones. Quien más quien menos, todavía con el sabor de boca de la historia que acaba de serle presentada, se siente por un lado con ganas de preguntar, de compartir las emociones que le ha ofrecido su visionado, y por otro lado con ganas de callar y respetar la propia interioridad hasta que estas emociones revueltas se re-equilibran y el primer efecto inmediato se disipa. En mi caso las segundas ganas pueden sobre las primeras en los momentos inmediatamente posteriores al visionado. Esos breves instantes que van desde la apertura de luces de sala hasta la superación de la extrañeza y sensación de irrealidad que siempre produce el primer contacto con la luz natural al salir a la calle. Después, cuando la mente ha elaborado las percepciones, emociones e intuiciones con que ha sido furtivamente salpicada, es cuando las primeras ganas cobran protagonismo y francamente nos apetece describir, analizar e incluso hacer una tesis doctoral sobre lo que acabamos de ver y oír. Las sensaciones que acabo de describir –que aplican también a la audición en directo de un concierto o una ópera aunque la concentración lumínica en la gran pantalla amplifica tal efecto en un film- son lo más cercano que conozco a la conocida post-coitum tristitia. Solo por eso vale la pena de vez en cuando acudir solitariamente al cine. ¡Puedes atravesar todo el período de post-kinetographum tristitia sin tener que dar ningún tipo de explicación!
viernes, 26 de agosto de 2016
Rap?
¿Cómo se
hace posible hoy la transgresión? Cualquier transgresor es inmediatamente
absorbido por la marea gris que contiene enzimas que neutralizan las desviaciones
y las hacen ser percibidas como sedimento de normalidad aburrimiento y sentimiento de igualdad aunque siempre mediatizado por la postmodernidad implica
y queda atrapado por la neutralidad de sensación objetiva pero falsa que no es
más que un estancamiento del poderoso fermento de la evolución a la que
ahogamos por miedo de perder las certezas que hemos dejado por el camino a
cambio de la hiperrealidad que adoramos pero no sufrimos olvidamos el centro y
en un momento nuestra esencia se encapsula más adentro mientras la periferia
queda más al descubierto y nosotros nos creemos en posesión de lo cierto a la
vez que perdemos el mínimo pudor que previene narcisismo exhibicionismo y
olvidamos el desconcierto que ayer producía lo alternativo, lo generativo, la
visión orgánica y acabamos preguntándonos ¿cómo se hace posible hoy la
transgresión?...
lunes, 22 de agosto de 2016
Geonaves
Aquella mañana, como solía suceder cada año a finales de temporada, esto
es, poco antes de las vacaciones estivales, me desperté con el torso
completamente sudado y sin acertar a parar de forma efectiva el despertador,
como si emergiera de otra dimensión y no acabara de situarme en mis coordenadas
más comunes. Llegué a la parada del autobús e intenté leer el árido libro que
llevaba en las manos mientras permanecía aislado acústicamente del ambiente por
los auriculares de mi reproductor musical. Recordé entonces que no había
enviado un siquiera miserable escrito a mi editor desde hacía un mes. Con el
sopor, el calor y el cansancio mi imaginación se seca y se vuelve estéril. Hace
años que lo sé. Aun más, creo que este fenómeno va en aumento con la edad. Muy
a menudo me pregunto por la consistencia de referentes a lo largo de las edades
de la vida. La nave espacial que es nuestro planeta va cambiando con el tiempo,
como también vamos cambiando sus pasajeros. En ocasiones es difícil distinguir
la procedencia del cambio, es decir el porcentaje de él que se debe únicamente
a nuestra perspectiva. Es posible que tal porcentaje sea máximo a edades tempranas
y edades tardías, reservándose el mínimo para la edad media que supone el
ingreso en la madurez. Corrijo: mi imaginación, más que volverse estéril, solo
es capaz, en estas épocas estivales, de generar ideúnculas que perecen al poco
de nacer o incluso son reabsorbidas o abortadas antes de su gestación.
Cuando
entré en el autobús observé, poco más o menos, a las mismas personas que suelen
viajar cada día a esa hora en esa línea. Cada una sentada en su lugar habitual.
El humano se siente cómodo con las costumbres y ama poco, de entrada, los
cambios, que lo estresan. Cuando me senté –en mi lugar habitual-, sin embargo,
constaté que la atmósfera que reinaba aquella mañana era diferente. Una vez me
hube aposentado, un joven pasajero habitual tomó la palabra, dirigiéndose a la
concurrencia con más que sobrada naturalidad.
-Colegas de
autobús, compañeros o pasajeros habituales, como prefiráis que os llame! Ya
empiezo a estar harto de tanta tontería como tengo que soportar cada día!
Algunos de
entre los adormilados pasajeros, después de la sorpresa inicial y de buscar y
reconocer al pasajero-cabecilla se preguntaron con nerviosismo si la perorata
que parecía venírseles encima no seria preludio de algo más temible como un
acto terrorista. El hecho de que fuera una cara más que conocida en aquel
escenario nunca podía liberar del todo de la duda sobre la salud mental de alguien. El
orador espontáneo en seguida preguntó:
-¿Quien de
vosotros piensa más de una vez cada día durante la jornada laboral que vuestro
trabajo, por lo que se refiere a calidad, relación y entusiasmo no ha hecho más
que degenerar en los últimos años?
En los rostros
de algunos pasajeros se dibujó un tímido inicio de sonrisa cuando evocaron su
trayectoria laboral más reciente. El cabecilla enseguida prosiguió:
-¿Y no os preguntáis nunca qué habéis hecho vosotros para impedir que se llegara a esta situación? ¡Porque yo creo que hemos hecho muy poco!
Un pasajero de
cierta edad tomó la palabra para puntualizar esta increpación:
-Honrado
ciudadano, ya veo por donde van tus observaciones y, ciertamente, comparto tu
preocupación. Pero no olvides que tales conclusiones deben ser tomadas en un
contexto mayor. El mundo laboral no es más que una parte del quehacer social.
Quizás deberías preguntarte también sobre la situación de la sociedad como
sistema histórico. ¿No está la sociedad degenerando a marchas forzadas durante
las últimas décadas?
Una mujer de
mediana edad terció entonces:
-¡Cuidado con
los catastrofismos! No son más que el preludio de más desequilibrios. Desde mi
punto de vista diría que la sociedad se está transformando a gran velocidad.
Como no somos capaces de digerir tan rápidamente este cambio lo interpretamos
como una degeneración y nos rasgamos enseguida las vestiduras ante algo que no
es más que el producto de nuestra ceguera…
-Estimada
señora –siguió el pasajero de cierta edad- ¡si usted cree que el egoísmo, el
materialismo, las ganas de trepar en el escalafón aplastando a quien sea, la
falta de valores y la memez elevada al cubo no son muestra de degeneración que
venga Arnold Toynbee y lo vea!
La señora
enseguida replicó:
-Yo
simplemente me refería a que todos estos signos indicaban cambio, pero no los
consideraba de forma neutra. ¡Yo también execro de todo ello! Pero ya sabe:
¡los cambios se dan a menudo a través de situaciones no deseadas!
El conductor
del bus, que hasta entonces había escuchado con atención sin mediar palabra no
solo la tomó sino que pasó a la acción aparcando el vehículo a un lado de la
calzada:
-¡Pasajeros-compañeros!
¡En la empresa para la cual trabajo (fijaros que no digo mi empresa porque simplemente ni es mía ni la siento mía) unos
cuantos parásitos, escudados con la más actualizada parafernalia
racionalistico-socio-psico-post-moderna han logrado cobrar más que nadie sin
hacer nada y sobrecargando de trabajo a los que no paramos en toda la jornada!
En ese punto
del conjunto del bus surgió un murmullo de identificación. Quien más quien
menos estaba pasando por una situación similar. El conductor del bus no se lo
pensó dos veces:
-¡Os propongo
que nos convirtamos en ariete de la justicia, en liberadores de los oprimidos y
mosca cojonera de los burócratas!
Y, dicho y
hecho, arrancó de nuevo el bus con un ímpetu tal que algunos pasajeros se
balancearon antes de dar con sus carnes o bien en algún cuerpo ajeno o bien en
alguno de los agarraderos del bus. Al conductor parecía habérsele ido la bola:
-¡Ya veréis
como a partir de ahora nos harán caso!¡Estamparemos el autobús contra alguno de
los bastiones de la opresión! ¡El Instituto para la Estadística de la Mejora
Ciudadana!¡El Observatorio Público de la Salud Mental!¡La Subdirección para el
Apoyo de la Emprendiduría Innovativa!¡La Oficina para el Desarrollo de los
Nuevos Parámetros de Crecimiento Social!
A la mención
de cada centro público, al conductor se le desencajaba más y más la cara –ojos incluidos, que al poco bizqueaban ya peligrosamente- mientras pisaba con fuerza
creciente el acelerador. Los pasajeros, mudos y pálidos, empezaron a olvidarse
de la conversación que había centrado su atención en los últimos minutos y a
preocuparse pensando en cómo parar al cochero desequilibrado que en ese momento
parecía ser el dueño del bus y de todos sus ocupantes. Algunos de ellos
intentaban persuadir en vano al transportista de que se tranquilizara y
detuviera el vehículo. La mujer de mediana edad y el hombre de cierta edad lo
intentaron reiteradamente sin éxito alguno. El cochero no parecía guiado por
otro interés que el de estrellar el bus contra alguno de los representantes de
la opresión científico-burocrática que consideraba causa de los males de la
sociedad. ¿Causa o consecuencia? Eso es lo que el pobre hombre no acertaba a
interpretar. El joven que había iniciado la conversación intentó distraerlo hablando
incluso de un tema de interés tan general como el fútbol…sin éxito alguno. El
conductor no parecía interesado en el fútbol, ni los debates televisivos, ni el
tecno-pop. En medio del caos se oyeron algunas notas musicales sueltas, a las
que al principio nadie hizo caso, pero pronto invadieron el espacio. Los
pasajeros fueron tomando conciencia del sonido, que procedía de una flauta.
Pocos reconocieron la obra: se trataba de Syrinx,
pieza para flauta sola de Claude Debussy. La pieza, imposible mezcla de pura
animalidad faunesca y pura artificiosidad intelectual, logró el efecto deseado.
El conductor fue desacelerando la nave –pues el bus ya se había salido de la
carretera y navegaba a través de campos no cultivados- y quedó en un estado de
auto reflexión del que se recuperaría al cabo de unas pocas horas. Lapso durante
el cual los pasajeros abandonaron sigilosamente el vehículo mientras comentaban
la extraña historia. Yo corrí hacia mi escritorio, pues tenía ya material con
el que construir una historia con que mitigar la ira de mi editor. El último en
abandonar el escenario fue el callado flautista, que mientras volvía a enfundar
su instrumento dejó entrever unos pequeños cuernos faunescos que normalmente
ocultaba bajo su abundante cabellera rizada.
miércoles, 3 de agosto de 2016
Patrones
Un hecho de
nuestro entorno inmediato que llama mucho la atención es la aparente falta de
consenso respecto a temas de ciencia básica por parte de los propios
especialistas. Es normal que las avanzadillas muestren este tipo de
incompatibilidades, que el paso del tiempo y la aplicación del “método
científico” se encargan de filtrar. Pero el fenómeno es creciente e incluso en
campos como la física cuántica o la astrofísica se dan corrientes paralelas incompatibles
que no parecen ceder. Desde luego, la asunción de tipo platoniano sobre la
unidescripcionalidad del universo cada vez se sostiene menos. Muchos físicos
que siguen creyendo (como el 90 % de los científicos actuales) en tal
platonismo –es una creencia inconsciente sobre la que raramente se han
preguntado- se entregan a fondo desde hace años a la tarea de hacer compatibles modelos de física
fundamental que chirrían entre ellos desde hace casi un siglo. Al mismo tiempo
se preguntan sobre el nivel fundamental: el “ladrillo” mínimo con que podemos
construir toda nuestra realidad física, bien sea éste materia, energía, campo o
partícula (el famoso bosón de Higgs). Tanto una actividad como la otra están
bañadas de un exceso de descomposición analítica, que la ciencia ha practicado
durante siglos pero que en estos momentos se ve ya obligada a ceder en pos de
una sintetización, de un sistematismo. El ladrillo fundamental no tiene para
esta visión el interés que suscita, pongamos por caso, la aparición de emergentes.
Aunque suene un poco pretencioso, creo firmemente que lo que necesita una
revisión a fondo es el concepto del “método científico” que sea capaz de
abrazar la complejidad del pensamiento actual. La época de Galileo fue heroica
y milagrosamente fructífera, pero nos hallamos muy lejos de ella. No hay mayor mentira que
una verdad vieja; ello es válido en todos los ámbitos en que nos movamos. En
vez de buscar el ladrillo fundamental lo que se hace del todo necesario es
ascender por el camino espiral que hace que nuestras generalizaciones se
conviertan en casos particulares de alguna generalización de mayor orden. O
sea, la búsqueda de patrones universales más que de ladrillos universales.
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