Una de les grandes diferencias de mentalidad entre el mundo latino y el norteuropeo –y, por extensión, el anglosajón- es la actitud frente al dinero. La mayor parte de la gente de ambas culturas lo desea, pero mientras el nórdico (“protestante”) sitúa los bienes materiales en la categoría de “cosas buenas en sí”, el latino, quizás en algunos aspectos más cercano a cierta tradición ancestral (y también con el sentido de culpabilidad más desarrollado), los sitúa en una categoría de cosas más cercanas al mal que al bien. Entonces, para el latino, la codicia se transforma en un pecado mucho más morboso – y por tanto, mucho más apetecible-. Otra faceta de esta misma diferencia está constituida por la conciencia de grupo. En el norte, es sabido, existe mucha más conciencia cívica que en el sur. Ello está ampliamente relacionado con la conciencia de posesión: el bien común en el sur se sitúa en una rara esfera más allá de las cosas que forman parte del yo. Una vez vi a un anciano cabreado porque habían enganchado en la pared de su casa un discreto cartel anunciando la venta de un piso cercano. Lo cogió y, tal cual, lo tiró al suelo. La pared de su casa constituía para él parte de sus posesiones; el suelo de delante de su casa, no. Para muchos de los vecinos de mi casa, la escalera no constituye una parte de su casa, no les incumbe. La evolución de la conciencia consiste en considerar que tu casa se prolonga más allá de tu piso; más allá de tu edificio, de tu ciudad, de tu país. La perspectiva mundicéntrica pasa por la ampliación previa de conciencia. ¿Por qué, entonces, en el sur de Europa nos empeñamos en vivir agolpados en ciudades, mientras que en el norte prefieren hacerlo de forma más aislada? Posiblemente por una cuestión compensatoria: lo que en el sur falta de civismo, sobra de solidaridad. Yo soy del norte, pero del norte de África.
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