Funcionamos a base de proyecciones psicológicas. Cada experiencia vital supone el final de una proyección (por integración del conflicto) y la ascensión a un nivel superior de conciencia. Cada ascensión representa un paso adelante en el camino de la ascesis intelectual pero a la vez comporta una pérdida de inocencia. Los procesos vitales nos alejan y a la vez nos acercan al paraíso (¿ó nos alejan de un paraíso pre- para acercarnos a otro paraíso post-? -me estoy refiriendo a un espacio a medio camino entre el universo einsteniano y el de Alice in Wonderland-). Las proyecciones más superficiales –las que envuelven pero no van más allá del yo consciente- son las que se integran más fácilmente a medida que viajamos desde el yo hacia lo otro, abriendo nuestra mente a perspectivas más amplias. Entonces aquello que tanto nos había preocupado, que tanta carga psíquica había ocupado, al integrarse en nosotros parece desvanecerse dejando espacio para nuevos contenidos, en un nuevo nivel de síntesis entre el yo y lo otro, entre lo racional y lo irracional, entre psique y conocimiento. Acercándose a lo otro observamos que ciertos parámetros de los cuales nos creíamos –para bien ó para mal-, los únicos depositarios, están ampliamente compartidos, mientras que, por el contrario, existen otros, que suponíamos –proyectábamos- urbi et orbe, que quedan más circunscritos a nuestro yo de lo que imaginábamos. Un poco como describe J. Piaget para la evolución de la ley moral individual: pasamos de concebir una ley moral rígida a una ley más flexible y finalmente reconocemos una ley moral diferente para cada individuo.
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