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miércoles, 28 de junio de 2023

Post-cinematografías (ll) Pasarela

    

              Los días de Guido Anselmi habían llegado a su fin. Después de un ascenso meteórico como director de filmes de spaghetti western y, posteriormente, cuando este género empezó a pasar de moda, de películas de serie B, su carrera declinó considerablemente, a la misma velocidad con que había comenzado. Este último proceso coincidió con la época en que Italia iba dejando de ser una potencia cinematográfica mundial y sus internacionalmente reconocidos directores iban desapareciendo de este mundo. Anselmi, en su juventud, había soñado con llegar a ser uno de ellos e incluso había estado próximo a uno de los grandes: había llegado a ser ayudante de De Sica en la producción de Miracolo a Milano. Bueno, la ayudantía se limitó a la gestión de atrezzo, desde las escobas voladoras hasta la caprichosa estatua que, una vez cobra vida, apremia a sus sorprendidos admiradores para ir a la ciudad. En el set de Miracolo a Milano, sin embargo, Anselmi aprendió más que en todos los años de formación en la Scuola Uffiziale di Cinematografía, en donde una serie de vejestorios que habían dirigido exitosos filmes durante el fascismo no eran tomados muy en serio por sus jóvenes discípulos. De Sica le pareció una especie de director de orquesta/prestigitador (ambos utilizan una varita más o menos mágica) que conjuraba a su alrededor escenas de una vida soñada que después filmaba. El asunto parecía, visto desde fuera, tan sencillo que se diría que cualquiera podía realizarlo. Y Anselmi, creyéndose sin más en posesión de tal don se lanzó a la piscina y se pegó poco menos que un batacazo. El que iba a ser el filme definitivo del género de ciencia-ficción espacial (era una época pre-2001 A Space Odissey) acabó en agua de borrajas, habiendo provocado un gasto de producción tan grande que pasó a formar parte de las listas negras de directores a evitar por parte de la industria cinematográfica. Pasaron muchos años hasta que, de forma casi casual, tuvo la oportunidad de reentrar -esta vez con más éxito- en el mundo del cine, asociado con el género de spaghetti western y más tarde con el equívoco género del terror esperpéntico, que conjuntaba impunemente sustos con destape para delicia de cierto tipo de consumidores. Finalmente, Anselmi acabó sus días como corredor de película virgen y otros utensilios para la industria cinematográfica, para jubilarse definitivamente cuando la película química pasó a mejor vida en pos de las técnicas digitales. De esta manera se cerraba su círculo vital, acabando un poco como al comienzo, en la trastienda del atrezzo y los suministros. Una vez retirado, Anselmi siguió en contacto con el mundo del cine, pero solamente como espectador, relativizando los éxitos del prójimo con acalorados análisis no exentos de envidia en numerosos casos. Cuando la esposa de Anselmi (una santa, que tuvo que aguantar numerosas infidelidades a lo largo de su vida en común) pasó a mejor vida, un velo de tristeza se apoderó de su existencia, que se fue extinguiendo paulatinamente en pocos años. En su lecho de muerte, en una modesta residencia de Roma, tuvo una visión reconfortante y turbadora a partes iguales, quizás fruto de su tratamiento con fentanilo o del desbalance de su bioquímica cerebral en esos últimos momentos. En vez de la luz al fondo del túnel y el coro angélico que tantas veces había leído como relato de la entrada en el más allá, Anselmi creyó oír una música insinuante que, al principio, por fragmentada, no acababa de captar. La estancia se empezó a poblar de los seres de su vida que venían a hacerle una última visita. Iban invariablemente vestidos de blanco, de negro o de una combinación de ambos. Cuando pasaban delante suyo le sonreían inclinando la cabeza cortésmente. Al tiempo que los personajes -que incluían a sus padres, su esposa, sus amantes, sus maestros y sus fantasías- se iban acumulando en la estancia, las voces cedieron paso a la música, ahora sí, vertebrada en torno a una idea: una marcha circense de pedorreta al son de la cual los personajes realizaron un último pase de ocho vueltas y media alrededor de la pasarela antes de que todo desapareciera para siempre.

domingo, 18 de junio de 2023

Post cinematografías (I): 4,5,6

 


                    Cuando el taxi procedente del aeropuerto de Tegel acabó su carrera en Potsdamer Platz una envejecida Scarlett Hazeltine se apeó con dificultad -y con la ayuda de su también vieja camarera- y contempló con asombro el paisaje urbano de la postmoderna vieja Europa. Si la hubieran dejado allá mientras dormía, no habría adivinado ni de lejos en qué lugar se encontraba, a pesar de las intensas vivencias que experimentó en aquella ciudad poco más de sesenta años atrás. Hacía una eternidad que Scarlett no volvía a Berlín. En realidad, hacía mucho tiempo que había dejado de viajar, un poco por pereza y un poco por hastío. Había vivido una vida tan holgada en lo económico que pudo ser capaz de emplear su peculio particular para subsanar otros aspectos de la existencia que no habían sido, al parecer, tan afortunados. Se reveló particularmente útil cuando, quince años atrás, perdió al que había resultado ser el amor más duradero de su vida, el escritor y antropólogo Ralph L Wonso, con quien había convivido casi veinte años en la sabana africana. La experiencia había resultado de lo más satisfactoria, ya que había casi completamente remendado el boquete emocional que le produjo la separación de Otto L Piffl, padre de sus dos hijos y cónyuge durante casi un cuarto de siglo, -lapso que en sus últimos tramos se le hizo inacabable-. Después de la hábil estratagema tejida por el viejo MacNamara para hacer pasar al joven comunista berlinés por el conde von Droste-Schattenburg -engaño que siempre sorprendió a Scarlett, quien creía a su padre más listo de lo que en realidad era- la pareja se instaló en Londres, en donde al poco nació su primer hijo, Wendell. La recién formada familia llevó una existencia burguesa convencional -la convención de Mayfair, bien entendu- y nada sucedió que pudiera alimentar los peores presagios de Scarlett: que su marido volviera a su vieja militancia y su cómoda estabilidad se viera así amenazada. Bien al contrario: Otto se tomó tan en serio su nuevo papel que se fue aficionando con creciente intensidad a la vida de la City londinense, con su especulación y su falta de escrúpulos asociada. De hecho, Otto se convirtió en el típico espécimen de lobo financiero agresivo y, a pesar de que hacía poco que había nacido su hija Melanie, cada vez aparecía menos por su casa. Scarlett pasó unos años de purgatorio durante los cuales su única compensación vital fue el cuidado y educación de sus hijos, quienes crecieron con un padre eternamente ausente. La puntilla llegó cuando Otto se fue a vivir con su secretaria, una versión actualizada de Fräulein Ingeborg, la secretaria del viejo MacNamara, quien había substituido la goma de mascar por las anfetaminas. Cuando Scarlett supo de la doble vida de su marido, decidió mirar para otro lado simplemente porque no quiso que sus hijos sufrieran todavía más a causa de la situación. Wendell estudió derecho, dispuesto a ingresar en la carrera política -quizá una herencia paterna, aunque en este caso las preferencias de Piffl hijo se centraban más bien alrededor del partido Torie-. Melanie fue más complicada, quizás debido a la ausencia paterna, y las discusiones con su madre se multiplicaron constantemente. Cuando le faltaban meses para cumplir los dieciocho años decidió largarse de casa e ingresar en una comuna hippie, en donde supo encontrar lo que había buscado infructuosamente en el seno familiar. Cuando Scarlett sintió que sus hijos ya estaban -más o menos- encarrilados. decidió dar rienda suelta a sus sentimientos. En una de las pocas salidas que se permitía por mor de dejar descuidada a su prole -concretamente, una recepción del Penguin’s Club- había conocido a un escritor al que al principio no prestó demasiada atención. El tal Ralph L Wonso centraba sus relatos alrededor de historias coloristas de África Central. A medida que fue conociéndolo más y más Scarlett se fue enamorando profundamente de Ralph hasta el punto de dejar Mayfair, criadas, lujos y comodidades y acabar largándose con el escritor a un remoto paraje de Tanzania. Allí se vio sorprendida una y otra vez cuando las mujeres locales le reclamaban un abrigo de piel, de acuerdo con la filosofía de Otto en su juventud (‘ninguna mujer en el mundo debería tener dos abrigos de visón hasta que todas las mujeres no tuvieran uno’). Scarlett siempre contestaba con una sonrisa haciendo una alusión a Brigitte Bardot y la lucha por la conservación y dignidad animales. Desde Tanzania las noticias de la caída del muro de Berlín y los regímenes del sector oriental del telón de acero prácticamente pasaron desapercibidos a Scarlett. Desde su perspectiva y vivencias actuales, el comunismo le importaba tan poco como el capitalismo -sin olvidarse de que gracias a la herencia paterna podía costear la vida sencilla que compartía con Ralph. Cuando Ralph falleció -a causa de una pulmonía mal curada- Scarlett experimentó el mayor dolor de su vida. Después de pasar por Londres para abrazar a sus hijos, ahora con parejas y nietos en camino, decidió retirarse a su casa familiar de Atlanta. Aunque MacNamara hubiera descrito la ciudad como ‘Siberia con discriminación racial’ no dejaba de ser su origen, y la mansión que había heredado de sus padres le permitió una vida tranquila y apartada. La tranquilidad se turbó un poco cuando su exmarido Otto contactó con ella. Al principio Scarlett supuso que la falta de dinero habría sido el motor principal del tardío acercamiento. ¿O quizá la secretaria se habría fugado con otro lobo financiero más joven, rico y agresivo? Aunque de entrada se propuso evitar el reencuentro, Scarlett acabó cediendo y no poca fue su sorpresa cuando Otto la citó en el mismo corazón de Berlín. El recuerdo de MacNamara, su esposa Phyllis, los camaradas Peripetchikoff, Borodenko y Mishkin, el chófer Fritz, el eficiente secretario Schlemmer, la descarada Ingeborg, precipitó sus deseos de volver a aquella ciudad que abandonó poco antes de que se construyera el temido muro. Todos estos pensamientos revoloteaban por la cabeza de la segunda Scarlett más famosa de Atlanta mientras esperaba a su ex- sorbiendo un té en un elegante local de Alexander Platz, el mismísimo lugar en donde muchos años antes había conocido a Otto mientras éste marchaba en manifestación con el cartel ‘Yankee go home’ y ella se había enamorado de él porque en Atlanta, ‘todo el mundo odia a los yankees’. A Scarlett le costó identificar como Otto a una figura arrugada, pero a la vez tripona, que acababa de entrar. Continuaba gesticulando, pero ahora con menos energía. Cuando Piffl identificó a su exesposa se le acercó con precaución, desconociendo de antemano su reacción. Otto sacó un ramo de flores y se lo ofreció a Scarlett, con un gesto idéntico al que había utilizado para ofrecer las flores a su suegra en Tempelhoff. Por un momento Scarlett pensó con ternura en su antiguo cónyuge, pero tiempo le faltó para resituarse. Tras unos titubeos el antiguo comunista invitó a su antigua esposa a 1/cenar un Berliner Eisbein en el Kempinsky, en donde 2/bailaron al son de ‘Yes, we have no bananas’. Allá Otto planteó a Scarlett 3/volver al cine. Le habían ofrecido un papel en un nuevo filme, que se titulaba algo así como ‘Everything Everywhere All at Once’ y había pensado en ella como su partenaire