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martes, 29 de mayo de 2007

(Falta de) Evolución


En los últimos tiempos ha aumentado en mi ciudad el número de personas que, mostrando una inquietante falta de intuición por lo que a las leyes físicas más inmediatas se refiere, se lanzan a la calzada mientras un vehículo está a punto de cruzarla. Quizás en el futuro este ejemplo será mostrado como una versión más de evolución darvinista. En este caso no sobrevive el más fuerte sino –como lo prescribe el modelo original- el más adaptado. En estos últimos tiempos, también, se está produciendo un fenómeno relacionado con este tema: el modelo darvinista ha sido colocado en el punto de mira de los famosos grupos neocon americanos y se utiliza como “testigo revelador”. Dígame cuál es su posición al respecto y le diré a qué grupo pertenece: o bien pertenece al grupo de los que creen que responde a la verdad ó bien pertenece al grupo de los que creen que responde a la mentira. El primer grupo da muestras de situarse en un mundo de hace doscientos años; el segundo va diez veces más atrás. El dualismo verdad/mentira es una versión más de la dificultad de la mente para evolucionar más allá de ciertos límites. La teoría y modelo darvinianos representan un modo de pensar propio de su época, como también refleja –y configura- su época la teoría y modelo newtonianos. En una época en que la filosofía postempiricista considera que los problemas epistemológicos no se deben ya resolver, sino disolver (remarcando con ello claramente el carácter limitado de la propia disquisición filosófica), la dicotomía Darwin sí/Darwin no se me presenta como algo muy cándido, muy naïf. Y a la vez, también, muy peligroso. Porque la única salida que tiene es la del ascenso dialéctico. El resto no es nada más que confrontación estéril.

viernes, 25 de mayo de 2007

Desplantes


A principios del S XIX, en un palacio de la nobleza en donde estaba ofreciendo un recital de piano, Ludwig van Beethoven interrumpió su ejecución cuando oyó –ó quizás observó- a una pareja que cuchicheaba. Cuando, reemprendido el concierto, la situación se volvió a repetir, el compositor abandonó el local profiriendo un estentóreo “yo no toco para cerdos!”. Es una anécdota no validada –creo recordar que procede de la biografía bastante novelada al gusto popular decimonónico de E. Ludwig- que, además de contribuir al mito prometeico que tanto aprecia el lugar común, da pie a una posible interpretación freudiana (el compositor aspiró durante años, sin éxito, a la mano de la aristócrata Teresa de Brunswick, amiga y protectora), y, habida cuenta de que no era precisamente un gran intérprete del instrumento, a la especulación –aunque poco creíble- de que la pareja en cuestión estuviera cuestionando su interpretación.
Alrededor de los años cuarenta del S XX se celebraba en Hollywood un banquete en honor de uno de sus fundadores, el director David W. Griffith. Lo tragicómico del asunto es que los que lo agasajaban habían contribuido primero a hundirlo en la miseria moral y económica. Cuando le cedieron la palabra para que diera lo que creían sería un discurso emocionado, solamente profirió una frase dirigida a uno de los actuales mandamases del complejo: “¿Mr Thalberg, me presta 1 dólar para el taxi?”, antes de abandonar precipitadamente el lugar.
A mediados de los años sesenta del S XX, hallándose el compositor Igor Stravinsky en París, fue en una ocasión constantemente requerido por un periodista para efectuar una entrevista. Como tal periodista parecía figurar en la lista de la gente non grata del músico, cuando la insistencia creció por encima de la actitud ignorante del compositor, a la repetida pregunta de ¿Cuándo le va bien quedar para la entrevista? Stravinsky sacó su agenda del bolsillo y mientras la husmeaba le respondió “Digamos…..hummm….¿nunca?”.

viernes, 18 de mayo de 2007

Parir nuevos mundos


¿Por qué tan a menudo los que poseen más dones para parir nuevos mundos muestran tan poca capacidad de adaptación a su entorno? El motivo debe de ser el mismo por el que los individuos que se sienten aliviados cuando el rebaño los acoge rara vez presentan capacidades que les impelan a ir más allá del mismo. En el mejor de los casos, los primeros individuos acaban llevando al rebaño hacia nuevos pastos. Ahora bien, muchas escuelas psicológicas muestran que la situación de equilibrio psíquico, o sea, de satisfacción ó, digamos, de felicidad, se asume cuando se logra plenamente la integración en el grupo. Ello parece estar de acuerdo con la asunción popular de que los genios son unos seres muy desgraciados. Tanto si se trata de artistas como de científicos ó pensadores. Como en la mayor parte de asunciones populares, existe aquí un cierto fondo de consistencia, pero absolutamente matizable. Existen individuos superdotados que llegan, en vida, a ser considerados como tales y a ejercer una influencia sobre la sociedad. Existen otros, por el contrario, que sólo son reconocidos post mortem ó incluso nunca llegan a serlo. En ocasiones, los nuevos prados vislumbrados caen en el olvido, y sólo son reconocidos cuando, mucho más tarde, vuelven a aparecer a través de la intuición de otro individuo. Ya que los prados, más que ser descubiertos, son generados. O mejor aún, paridos, término que posee menos connotaciones mentales. Porque el hecho se puede presentar en el ámbito de cualquier estructura de conocimiento (la más alta reconocida por el grupo ó superior).

lunes, 14 de mayo de 2007

Identificaciones


Nuestros gustos y disgustos dependen en gran medida de nuestro grado de identificación con el objeto en cuestión. Ya sea consciente ó inconsciente, superficial ó profunda, una parte de identificación siempre es necesaria para que algo nos llame la atención. Tanto para los gustos como para los disgustos. Entre lo que nos gusta especialmente y lo que nos disgusta especialmente no existe tanta diferencia como entre lo que nos gusta y lo que nos es indiferente. El término identificación, sin embargo, puede dar pie a muy diversas interpretaciones. Desde el mecanístico acoplamiento a una matriz predeterminada hasta la resonancia por similitud ó categoría. El objeto con el cual identificarse puede tener también la más variada naturaleza. Desde un personaje real ó de ficción hasta una idea, pasando por una obra de arte, una disciplina ó un estilo de hacer. Todas las identificaciones, asumidas ó inconscientes, como de costumbre, nos hablan de nosotros, a modo de espejo. También tiñen nuestro quehacer de modo que se convierten en compañeras de nuestra vida ó incluso en metas de ella. Algunos incluso pierden la vida por ellas. Los procesos de identificación (y de desidentificación) tienen lugar a lo largo de toda nuestra existencia de forma más ó menos consciente. Como si se abrieran y cerraran ventanas a paisajes nuevos ó lejanamente conocidos. Muchos grandes personajes cuyas intuiciones han guiado la historia nos refieren su hallazgo como la súbita percepción de algo que siempre había estado allá y que, de repente, se había hecho mentalmente presente. En ocasiones las desidentificaciones adoptan la forma de transformación a otro plano más elevado de existencia. Es lo que en el modelo freudiano se conocen como sublimaciones. En la mayor parte de las ocasiones las identificaciones aparecen constelizadas, de manera que cada núcleo principal se ve rodeado de otros grupúsculos que, en ocasiones, también albergan un nuevo estrato de elementos, de forma orgánica. Ello permite que, en caso de apertura ó cerrazón de una ventana de identificación con un determinado paisaje, todos los elementos de la constelización sufran la misma suerte y que, de repente, entendamos y aun aplaudamos a un personaje de ficción que antes nos repelía, o bien al revés. Dependiendo del tipo de trayectoria de cada uno, conforme avanza el camino de la vida, el número y/ó grado de identificaciones crece ó bien decrece. La identificación total y la desidentificación total con el cosmos, una vez más, tienen mucho en común.

viernes, 11 de mayo de 2007

Cuento


Érase una vez un reino en el que la autocomplacencia estaba tan hiperdesarrollada que sus ciudadanos se intercambiaban continuamente premios. Cualquier acto cotidiano era expuesto al resto de la comunidad de forma mecánica, pero con gran despliegue de bombo y platillos. No se sobreentendía nada porque se consideraba que toda la información formaba parte de un mundo objetivo externo, aséptico y racional. En este mundo se profesaba la religión de la ciencia, el único reducto de verdad objetiva y eterna, símbolo de la racionalidad, instrumento único para llegar a comprender la realidad objetivamente dada. En este reino el driver social era el éxito financiero. Todo se medía a través de este rasero. Incluso la belleza ó la ética, que se consideraban construidas y, como tales, absolutamente relativas. Lo verdadero ya no era ni lo bueno ni lo bello –calificaciones todas ellas demasiado subjetivas-, sino lo que más se compraba y se vendía; eso sí se podía medir de forma objetiva. Los gustos de las masas, que determinaban los cánones antes mencionados, eran orquestados por el sistema de forma silente y eficiente. En este reino, sin embargo, existía la lejana sospecha –tan lejana que era prácticamente inconsciente- de que algo no funcionaba bien. Y para exorcizar esta sospecha se redactaban los propósitos de las acciones, se redactaban los méritos y excelencia de las actuaciones, se redactaban los procedimientos, se redactaban….y se colocaban en un lugar bien visible, desde donde pudieran advertir continuamente a los que cayeran en la tentación de dudar de que un sistema que correspondía a lo dado fuera infalible. Era una versión actualizada del modus operandi del hombre primitivo que, guiado por la estructura mágica de conocimiento -que era la más evolucionada de las que disponía en aquel momento, al contrario de lo que sucedía ahora- plasmaba gráficamente sus deseos, como el éxito en la caza, antes de pasar a la acción, que quedaba así ya previa y mágicamente determinada. La estructura del poder en este reino era una red tan compleja y a la vez tan sutil que quedaba absolutamente difuminada. Los ciudadanos, en un estado de semi-adormecimiento, preferían no investigar demasiado la cuestión, no fuera a ser que al final se vieran como partícipes directos en esta red. Preferían quejarse periódicamente de sus responsables políticos que, según ellos, eran de una raza diferente a la del resto de la sociedad.

En este reino, sin embargo, existía toda una civilización alternativa que a ojos de la mayoría no era evidente, no porque viviera precisamente de forma clandestina, sino porque su ethos no se correspondía con el que se lucía a diario en el ágora. Sus paradigmas no aparecían en los medios de comunicación, su weltanchaung se escapaba mayoritariamente del comúnmente aceptado. Todo ello sin estridencias ni consignas de golpes de poder. El mundo alternativo avanzaba a una velocidad que hubiera resultado imposible de creer a los no avezados en sus cosmovisiones. Un poderoso instrumento de comunicación ofrecía sus posibilidades, que aprovechaban tanto la civilización saliente como la entrante. La primera para idiotizarse hasta el colapso más rápidamente aún, la segunda para desarrollarse hacia nuevos límites. La nueva civilización no había descubierto nada que no estuviera en su interior. Simplemente veía el mundo con otros ojos. Ahí radicaba su fuerza. Y su novedad.