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miércoles, 17 de noviembre de 2021

Elipsis

 


                      Desde que el cardiólogo le había advertido que andase con cuidado con su corazón, que ya no estaba para demasiadas gaitas, se podría afirmar sin mentir demasiado que A.G. McLellan se había cuidado de manera bastante exquisita. Deporte suave, comida sana y ligera, hábitos regulares y saludables, eliminación de tóxicos en lo posible (incluídas la contaminación atmosférica de la ciudad y la comida procesada) y efusiones amorosas moderadas y suaves eran su pauta habitual. Mucha lectura, eso sí, y mucha música. Especialmente mucha música. Música registrada pero también música en directo cuando los precios estaban al alcance de sus ahora ya reducidos ingresos acordes con su nueva situación de pensionista. Fue por eso que su sorpresa fue mayúscula cuando se encontró, de entrada sin saber demasiado como había ido a parar allá, en un sitio (¿o quizás un no-sitio?) en donde sucedían (¿en extraña no-sucesión?) cosas sorprendentemente absurdas. Tenía un recuerdo muy vago, eso sí, de su último momento de consciencia. Estaba en plena galería del Albert Hall londinense, -que tan y tan a menudo había frecuentado desde 1960, en plena efervescencia de sir Adrian Boult y sir John Barbirolli, ¡bellos tiempos aquellos!- escuchando atentamente una interesante interpretación de la I Sinfonía de G Mahler, la subtitulada ‘Titan’ y precisamente una de sus preferidas cuando, en medio de su tercer movimiento, notó que era invadido por cierto sopor. La tragicómica marcha fúnebre inspirada por el grabado de Moritz Schwind en que los animales del bosque forman la comitiva fúnebre del cazador y que encuentra su traducción sonora en una versión en modo menor del conocido ‘Frère Jacques’ y las melopeas desarrolladas a su alrededor se conjugaron con la somnolencia post-prandial propia del almuerzo dominical, un poco más opíparo y cerevesíaco que las frugales colaciones semanales. La sección en la que Mahler cita su propio lied ‘Die Zwei Blauen Augen’ remató, cual suave nana, su ascenso a los cielos de Morfeo. Cuando el tercer movimiento finalizó, y sin que McLellan pudiera tener ninguna conciencia de ello, justo al comienzo del cuarto movimiento, en donde un súbito y formidable golpe de platillos con redoble de timbales había provocado la caída de objetos varios de manos de delicadas damas que asistían al estreno de la obra en 1889 en Budapest, se desvaneció. O eso sintió él. Bueno, quizás sentir no es aquí la palabra adecuada. Experienciar. (No, no: esa palabra no existe). Sea como fuere, a McLellan le pareció que volaba por encima de los tejados londinenses, cual renovada Mary Poppins, y se dirigía hacia un lugar incierto. O más bien un no-lugar. Se sentía cada vez más ligero, más incorpóreo, más energía pura. Pero no el tipo de energía que describen los libros de Física. Quizá más cercana a la que utilizan los libros de Psicología o …. ¿los que escriben autores New Age? Dejándose llevar por este inesperado y juguetón movimiento, McLellan se relajó tras el espanto inicial (¿tras?: es difícil utilizar preposiciones de este estilo en un entorno no-temporal). Digamos que se dejó llevar por la idea de que en realidad estaba muerto y la verdad es que encontró la situación muy agradable. Nada de miedos, nada de túneles con luz blanca. Ni tan siquiera música celestial ni conciencia elevada. Tan solo un ligero cosquilleo que le recorría todo el cuerpo mientras cabalgaba a lomos de una especie de ectoplasma que, tras sobrevolar una costa de suaves paisajes primaverales, fue a aterrizar en medio de un campo abierto cubierto de hierba -aunque parecía césped, el césped de un estadio deportivo- depositando así suavemente a McLellan en el mullido suelo. El paisaje que se vislumbraba, desde luego, nada tenía que ver con los húmedos bosques centroeuropeos que podían ser asociados con la música de Mahler. Más bien parecía una versió ultra-tópica de la costa irlandesa. A lo lejos -muy lejos- se veía alguna casita, tan tópica que parecía sacada de un cuadro de van Gogh. Incluso el verde de la hierba se veía muy irreal. Parecía pintado. Pero no pintado con pintura acrílica, sino con un programa de diseño gráfico. Era un césped digital. La sorpresa de McLellan fue en aumento cuando oyó a lo lejos algo que primero confundió con el graznido de gaviotas y que conforme se fue acercando asimiló a unas voces humanas infantiles. En la lontananza divisó dos figuras que se acercaban correteando ruidosamente. Parecían dos niños de corta edad apresurándose a una fiesta de disfraces. Los disfraces, ropas dieciochescas de lacayo, resultaban muy convincentes, pelucas incluídas. Cuando los extraños personajillos estuvieron suficientemente cerca, McLellan no pudo ocultar su asombro al descubrir que los prepúberes juguetones no eran otros que Haydn y Mozart. Mozart gritaba y reía a carcajadas mientras intentaba demostrar a Haydn que el césped y las casas no eran más que diseños digitales de quita y pon. Haydn sonreía y daba la razón a su pequeño colega. Cantando y riendo, se volvieron a perder en lontananza, por el camino opuesto. Mientrastanto McLellan estaba ocupado intentando discernir si lo que estaba presenciando era un sueño o no … pero su metadisquisición se interrumpió cuando un personaje hosco y malhumorado entró en el césped por la derecha. Ahora el personaje parecía Beethoven, pero un Beethoven a medio camino entre el personaje biografiado por E. Ludwig y el icono de Clockwork Orange expresando su rabia por la monedita perdida. Pronto se cruzó con Bach, quien no paraba de escribir música ni caminando. Este Bach tenía aspecto de viejo oficinista con una especie de librea punk y peluca de colores. Al poco el paisaje se pobló de personajes de la historia de la música occidental que representaban su tópico con la más flagrante banalidad. Apareció un Chopin tísico al son de grupetti cromáticos que se unían a un coro de suspiros, un Schubert dictando toneladas de notas desde su lecho de muerte, un Wagner montado a caballo de un tenor blandiendo una espada (¿Nothung?) a diestro y siniestro, un histérico Stravinsky blandiendo igualmente una batuta e intentando controlar una orquesta desbocada, un Satie con sonrisa irónica montado en una bicicleta ¡e incluso un John Cage chapoteando con diferentes utensilios dentro de un barreño mientras se lamía los labios concentrado en su acción! Llegado a este punto, McLellan ya tuvo bastante. Había llegado a aceptar el supuesto paso por la Laguna Estigia, pero la visión de este cielo postmoderno le provocó una catarsis que pronto tuvo sus consecuencias. Se frotó los ojos, abriéndolos de repente y se encontró, para su sorpresa, en el Barbican Hall escuchando lo que parecía ser la última composición de Thomas Adés. En el centro del escenario había un violinista rubio con pinta de elfo que desgranaba, en alegres sucesiones de armónicos, un canto que parecía una versión de una canción de origen celta. ¿Cómo había podido llegar hasta allí? No tenía la más mínima conciencia de lo que podia haber sucedido entre el Mahler del Albert Hall y el Adés del Barbican Center. No parecía haber soñado, no. ¿Se trataba de un fenómeno paranormal? ¿Sería un efecto de haber esuchado tanta música? ¿Sería consecuencia de una degeneración cerebral? Cuando la obra acabó y el público inició el aplauso McLellan inclinó su cabeza hacia detrás, todavía pensativo. En lo alto del techo divisó un amorcillo con aspecto mozartiano que le sacaba la lengua con socarronería.