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jueves, 23 de abril de 2009

Deconstructores de escena


Uno de los terrenos más abonados para el florecimiento y desarrollo de las manifestaciones postmodernas es el constituido por el mundo de la dirección escénica. La dramaturgia, mucho más que otras artes interpretativas como la música (que tiene –al menos, por el momento- menos margen de maniobra) ó la danza (que se halla, en general, menos fijada históricamente por lo que muchas interpretaciones están más cerca de la creación que de la propia interpretación), se encuentra a merced de la actualización de que sea objeto en cada ocasión. La propia palabra interpretación puede, en este caso, ser aplicada tanto a la tarea que ejercen los actores como los directores escénicos. Rara vez, por eso, se utiliza en la actualidad el verbo interpretar en su acepción hermenéutica, es decir, la de buscar un significado tomando como referencia un período histórico (tanto el del autor de la obra como el nuestro), unos referentes concretos y un fondo universal sobre el que tramar esta interpretación. Si algo no admite la postmodernidad es la existencia de significados cerrados y, evidentemente, mucho menos de universales. Entonces se decanta por deconstruir el pasado, haciéndonos partícipes de la relatividad de todos nuestros constructos, en cualquier campo de estudio. La conciencia de que la modernidad, como todo período evolutivo, tiene unos límites reales a los cuales se ha llegado, es el gran descubrimiento de la postmodernidad. Pero ésta no hace nada por franquear estos límites; únicamente se dedica, cual rabieta infantil, a ilustrar la relatividad de lo que le parece el todo y solamente es la modernidad. Por eso en alguna otra ocasión he comentado que la postmodernidad no deja de ser la conciencia de decrepitud de la modernidad. Es decir, se trata de una visión desde el punto de vista interno; por eso confunde la modernidad con la totalidad de las posibles manifestaciones. Volviendo al campo del teatro, los nuevos metteurs en scène que parecen dominar el terreno en la actualidad no están tan interesados en darnos su versión –con la que ofrecer su perspectiva, atienda ó no a un proceso de investigación, interiorización ó maduración- como en ridiculizar cualquier contenido, independientemente del punto de vista desde el que se perciba la obra. Y dentro de los contenidos incluyen también los formalismos y hasta el lenguaje propio del medio. El lenguaje del teatro es una convención, evidentemente, pero no mayor que los lenguajes de cualquiera de las artes y, no solo eso. Podemos extender la red de convenciones hasta donde queramos. También el estudio de los objetos de la naturaleza emplea un lenguaje convencional. Los términos convencional ó relativo no invalidan, sin embargo, una perspectiva. Simplemente, la acotan, la contextualizan pero no para desarticular las diferentes perspectivas sino para llevarnos a un sistema mayor de inclusión. La conocida convención teatral que implica que algunos personajes en la escena no sean capaces de ver u oír lo que hasta el público más alejado del escenario puede hacer es en ocasiones objeto de deconstrucción y entonces vemos a los personajes envueltos en tal situación situados frente a frente, como para denunciar una convención. Un campo dramático favorito de los démoleurs en scène –debido a una causa multifactorial: convención más limitante, grandes presupuestos y, todavía más importante, gran exhibición y despliegue publicitarios- es el mundo de la ópera. La característica óntica por antonomasia del género operístico es la fijación del tempo dramático y expresivo por parte de la música. O sea, que es el género teatral perfecto para –pongamos por caso- ser retransmitido por radio. La escenografía y despliegue ópticos son más accesorios que en otros géneros teatrales y, sin embargo, se sigue creyendo lo contrario. Es ahí donde los deconstructores profesionales tienen en la actualidad su tienda plantada. Además, se trata de un género en el que, en el seno de su multiforme público, habita todavía un tipo de espectador susceptible de escandalizarse, no ya por una deconstrucción postmoderna, sino simplemente por una puesta en escena moderna que amenace su más rancia apreciación. Mientras tanto, otra parte del público percibe las deconstrucciones como lecciones para niños y sienten insultada su inteligencia. El agente inconsciente que mueve a estos régisseurs no es otro que el de poder tomar como objeto cualquier perspectiva ó interpretación de la obra. Ello les ofrece una supuesta superioridad que no es más, otra vez, que un narcisismo mal encubierto. Puntualizo para acabar que no tengo nada en contra –más bien todo lo contrario- de los montajes novedosos, y tampoco de la postmodernidad. Simplemente la sitúo en su sitio, más como enfermedad/crisis de la modernidad que como nueva estructura transmoderna.

sábado, 18 de abril de 2009

El Mito de lo Dado


Un enunciado equivalente al del “mito de lo dado” sellarsiano dentro del campo de las ciencias de la naturaleza vendría dado por la expresión “no puede existir otra ciencia (física) que la actualmente conocida”. En primer lugar, deberíamos reconocer que la “física actualmente conocida” –aun diría más, “la física canónica y ortodoxamente aceptada”- hace ya muchos años que muestra fisuras; ya no es posible hablar de “La Física”. No solamente hago referencia a la incompatibilidad que presentan las dos grandes mecánicas “inventadas” en el S XX –la Relativista y la Cuántica-, sino que pienso en las grandemente divergentes teorías sobre la estructura interna –internísima- de la materia. La praxis intelectual del S XX –y me refiero tanto al mundo del pensamiento como tal como al mundo de las ciencias como al de la creación artística- tira fuertemente hacia un universo tanto material como conceptual relativo, (inter)subjetivo, histórico-diacrónico, no-normativo, evolutivo. En el caso del mundo del pensamiento abstracto el proceso culmina con la superación de la modernidad y parece estancarse con el advenimiento de la postmodernidad. En el campo del pensamiento aplicado el proceso no parece tan autoevidente. Parece que existe una fuerte tendencia a considerar todo lo que se puede agazapar bajo el paraguas del método científico como perteneciente de manera exclusiva a la modernidad. Creo, sin embargo, que desde el momento en que podemos considerar a Kant y a Nietzsche como las primeras piezas de la postmodernidad, también se puede hacer lo propio con la mecánica relativista y especialmente con la mecánica cuántica. La “deconstrucción del espacio y el tiempo” y la introducción de la subjetividad/cocreación en las percepciones responden a afanes claramente alineados con los de la postmodernidad. Sin embargo, los furiosos filósofos postmodernos, que tan empeñados estaban en acabar con la fenomenología, el existencialismo, el estructuralismo y otras manifestaciones tardo-modernas, en pocas ocasiones se atrevieron a invadir el sacrosanto terreno de las ciencias naturales. Quizás por temor a ser denostados ó debido a un ancestral miedo a lo considerado sagrado ó arcano. Y las concepciones del más conspicuo defensor de la postmodernidad en el mundo del conocimiento científico, Thomas Kuhn –junto con su ilustre línea de predecesores Bachelard y Koyré- siguen pesando más en el mundo de las humanidades que en de las ciencias. Ilustre paradoja.

viernes, 3 de abril de 2009

Préstamos y robos


Hace pocos días asistí a un concierto en el que se interpretaba el Harmonielehre de John Adams. Mientras seguía, semiaburrido, el transcurso de algo que aparentemente no quiere ser desarrollo musical en el sentido tradicional pero que en el fondo pide a gritos que así se le considere, me devané los sesos hasta que di con el origen –consciente ó inconsciente- del tema de la progresión de acordes que aparece insistentemente en los tres movimientos de la obra: procede de la ópera de Prokofiev L’Amour des Trois Oranges, y allá parece situar al oyente en una dimensión entre fantástica y onírica. Una de las frases más famosas de Picasso –pródigo de por sí en frases famosas- afirma que el artista mediocre pide prestado, mientras que el artista genial roba directamente. Intenté entonces establecer una comparación entre el minimalismo –o, en este caso, más bien el post-minimalismo, o como se le quiera llamar- con el neoclasicismo de los años 1920. Aquel movimiento era básicamente una reacción contra la hinchazón desmesurada que acompañó los últimos momentos del postromanticismo, pero que a la postre permitió la emergencia de una nueva visión, la construcción de algo nuevo. El neoclasicismo hizo, en sus inicios, una utilización del material –más en forma de estilo que de contenidos- procedente de los viejos maestros con afanes constructivos. Más tarde, el concepto se aplicó a un ámbito musical mucho mayor, desde la música de Hindemith hasta la de Bartók e incluso la del Schönberg maduro. El origen del “préstamo” neoclásico puede estar en el pastiche, pero el resultado va más allá o, como el propio Stravinsky dijo de sus primeras obras neoclásicas, “son parodias musicales, pero mucho más que eso”. El hecho de poder objetivizar un estadio evolutivo del pasado se suele corresponder con la emergencia de un nuevo estadio de desarrollo. Mientras el viejo estadio se desarrolla se está presa de él y, consecuentemente, se vive desde dentro, resultando transparente a la mirada interior. El minimalismo, por su parte, nace como un movimiento de raíz aperspectivista, como una alternativa al también aperspectivista serialismo que dominó la escena musical de los años 50. El propio Adams dijo que el sonido de la música dodecafónica le desagradaba. Los primeros autores minimalistas dieron a luz un nuevo marco de referencia musical en donde el fondo atemático era sostenido por un esquema más ó menos repetitivo que iba variando de forma casi imperceptible, de manera que lo que exponían era en realidad un proceso, a la manera del op-art. Pero el fondo atemático acabó siendo considerado como un objeto musical a la manera perspectivista, al tiempo que los esquemas simples parecían agotarse rápidamente. Fue entonces –coincidiendo con la aparición de la derivación equívoca del “new age”- cuando los compositores se dedicaron a hurtar fragmentos del pasado, que en este caso ya no eran utilizados tanto como objetos de trabajo cuanto como mercancía robada que “recolocar” en el mercado.