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sábado, 23 de febrero de 2019

Numinosidad



Estoy leyendo el último libro que ha publicado el aclamado Y.N. Harari, 21 lecciones para el SXXI. Vuelvo a tener la misma sensación que con Sapiens. El mayor logro del autor, que consiste en desbaratar un tanto los puntos de vista más comunes y tópicos a la hora de observar las dinámicas históricas, es también su mayor limitación  ya que sus puntos de vista carecen de relieve evolutivo. No se puede tratar el pensamiento, las estructuras sociales o los intereses de la población como si el tiempo no hubiera pasado desde el Paleolítico. Ya sé que Harari hace comparaciones adecuadas entre los intereses de cada época, pero ignora que además del cambio plano también se producen cambios paradigmáticos hacia una mayor complejidad. Habla, por ejemplo, de los ritos como una cosa del pasado que ha perdido completamente el sentido en nuestros días. El rito es una acción ligada a la estructura mental mitológica y, por tanto, perteneciente a un pasado superado. Pero las estructuras mentales superadas siguen presentes, transparentando y quedando supeditadas a la estructura más reciente. Ofrecer sacrificios a los dioses para aplacar su ira o bailar la danza de la fertilidad para invocar una buena cosecha son ritos que difícilmente podríamos justificar dentro de una estructura mental racional. Sin embargo, algunas de nuestras acciones pueden –y creo que deben- mostrar los aspectos numinosos que ofrecen los ritos. La carga simbólica que llevan asociadas tales acciones les otorga un sentido y una actualización que difícilmente podríamos obtener sin la componente mágico-mítica del rito. Cuando hacemos música, hacemos el amor (dos acciones con muchos puntos en común) o nos aplican una terapia o un fármaco que sabemos que nos aliviará alguna dolencia no podemos prescindir de la componente de misterio que envuelve tales actos so pena de caer en la trivialización más absoluta. Esto quizás escandalice a algunos en la época de la evidence-based-medicine, pero no hay razón para ello. Los ensayos clínicos más ortodoxos y bien realizados miden la eficacia de un putativo fármaco comparándolo con la eficacia del placebo, que también la tiene. Si prescindimos de tal eficacia y atendemos solamente a la eficacia basada en la activación de un target molecular nos estamos perdiendo una buena parte del efecto final que en realidad es lo que cuenta. Cuando se interpreta música se está en buena parte invocando a una deidad –Apolo, Dionisos o quien fuera- y es por ello que se hacen necesarios algunos elementos que acompañan a esta invocación. La distancia entre intérprete y auditorio –luz, escenificación, vestuario- se hace así del todo necesaria para lograr tal invocación. Cuando se pretende derribar esta barrera en pos de la comprensión universal lo único que se encuentra es el vacío más silencioso. El rito utiliza un lenguaje numinoso que destila inspiración multifocal pero no es susceptible de ser desmenuzado en partes y analizado so pena de ahuyentar lo que se pretende invocar. Cuando se casca la nuez desaparece toda su potencialidad porque ha sido ya descubierta.
PS: el libro de Harari, que me ha servido de excusa para este escrito, merece ser leído con atención y reconocido en sus aspectos más brillantes y reveladores, que son muchos.

miércoles, 13 de febrero de 2019

Romanticismos



                        Leo en la prensa una definición corta (y algo limitada, aunque muy sugerente) del Romanticismo: la nostalgia por un pasado que en realidad nunca existió. Los romanticismos aparecen cuando los clasicismos se vuelven académicos, estériles y escolásticos. Los romanticismos suponen por tanto una huida hacia un terreno en donde se proyecta libertad, posibilidades, profundidad (¡la palabra clave!) y evolución. Su naturaleza, empero, es involutiva. Niegan el clasicismo porque contemplan una versión pobre o degenerada de él y exaltan algo que se sitúa precisamente en un pasado mítico. El arte romántico es capaz de llegar más fácilmente que el clásico a amplios sectores de la población porque incide en el sentimentalismo y pone un hilo narrativo que huye -normalmente hacia un supuesto pasado, pero también hacia un supuesto futuro- y evita así la concreción, la presencia, la plenitud del aquí y ahora. Las obras clásicas hacen salivar y las románticas provocan pilo-erecciones. (No sé si este correlato estético-fisiológico tiene visos de universalidad o se trata solamente de una pequeña boutade). Las artes más fácilmente transfectadas por el Romanticismo son la Literatura y, especialmente, la Música. En el caso de este último arte, la transfección a lo largo de la segunda mitad del XIX fue tan profunda y perdurable que uno de los mayores compositores clásicos, el mismísimo Beethoven, permaneció secuestrado hasta entrados los años 20 del siglo pasado, dado que se había llegado a convertir en epítome del Romanticismo y tuvo que ser paciente y laboriosamente liberado para redescubrir así sus esencias primigenias. Después de Nietzsche nos acostumbramos a clasificar las épocas en clásicas y románticas y por tanto también se nos podría ocurrir intentar aplicar esta pauta de clasificación a nuestro postmoderno presente. Creo que nuestro momento no es ni clásico ni romántico o, más bien, participa de ambos modos de existencia. La Postmodernidad prescinde de la temporalidad porque ha detenido la evolución (el-final-de-la-historia y el-final-del-arte) pero observa un pasado preservado en formol que se puede invocar a voluntad para ser editado en un collage que no sería aceptado ni el el altar de Apolo ni en el de Dionisos.

jueves, 7 de febrero de 2019

Metros



                Desde nuestra perspectiva histórica podemos ya observar la Edad Moderna como un objeto-proceso cerrado susceptible de meta-análisis en los más diversos campos de estudio. La música, como otras tantas disciplinas fruto de la actividad humana, sufrió una evolución a lo largo de los 500 años de modernidad durante la cual se atravesó un período de culminación que hizo de referente para constituir el corpus llamado 'período de práctica común'. El núcleo de tal segmento correspondería al llamado 'período clásico' y se situaría aproximadamente en una época cronológicamente central. Desde el momento en que somos capaces de observar desde una metaposición deberíamos considerar la 'práctica común' como un proceso objetualizado incapaz ya de generar a su alrededor una constelación de elementos. Uno de los principales elementos que el período de "práctica común" constelizó es el que hace referencia a la temporalidad o relación de la música con el tiempo (físico y psicológico). Desde la edad antigua la componente temporal en la música ha estado asociada con la periodicidad. Los griegos ya teorizaron extensamente acerca de la métrica y los ritmos resultantes. Las todavía más antiguas talas de la India, así como las polirritmias africanas, suponen periodicidades mucho más complejas vistas desde el punto de vista occidental. Los aspectos rítmicos de la música están íntimamente relacionados con actividades periódico-vibratorias del cuerpo humano como la respiración, el latido cardíaco o también el baile. Pero, así como la métrica griega, ciertos aspectos de las talas indias o las polirritmias africanas basan sus duraciones en las relaciones relativas entre los sonidos/silencios, la rítmica occidental se deriva de un patrón externo más o menos fijo al que llamamos pulso. Nuestros patrones rítmicos quedan así fijados por comparación con una marca externa a la que acompañan o evitan, pero siempre referencian. Tal correspondencia, precisamente, es uno de los resultados de la Modernidad occidental. Si el canto gregoriano utilizaba las antiguas escalas modales griegas no recurrió a préstamos similares por lo que hace a los temas del ritmo. Aunque sigue siendo objeto de debate musicológico, los valores temporales de los neumas gregorianos parecían estar tejidos de manera más similar a los ejemplos extra-europeos antes señalados que con la urdimbre de lo que llamamos pulso. Con el advenimiento de la Ars Nova y la moderna polifonía renacentista el panorama cambia por completo, ya que el sentido del pulso hace su aparición. En el posterior período barroco este elemento de soporte ya ha sido totalmente implementado hasta el punto de la rigidez mecánica. La rigidez se suaviza y gana curvaturas con el Clasicismo. Los temas rítmicos no fueron precisamente los que más interesaron a los compositores del XIX, dándo más peso al terreno armónico. Los cambios que trajo el S XX incluyeron una renovada preocupación por el ritmo. Esta vez, sin embargo, se luchó por evitar la simetría respecto al pulso, inventándose nuevos ritmos que en un principio se tuvieron que escribir con cambios constantes de metro (Le Sacre du Printemps, 1913) y más tarde se llegó a prescindir de la clásica notación métrica (Messiaen). Los ritmos de este compositor, derivados en parte de las talas hindúes, parece que incidan de nuevo en la relatividad de los valores de duración individual, pero el oído de sus contemporáneos estaba demasiado acostumbrado al pulso como para perder su noción. La ruptura total con el pulso se dio con a aparición de la música electrónica y la música concreta. Los sonidos generados se referenciaban ahora sobre duraciones temporales cronométricas (segundos). Estas duraciones se rellenaban, además, con elementos inéditos hasta la fecha: sonidos sinusoidales puros -es decir, sin referencia alguna a instrumentos acústicos convencionales- o mezclas complejas -que aparecían en forma de ruidos-. Todo un nuevo mundo relacionado con los modelos físicos y matemáticos de esta nueva época.

sábado, 2 de febrero de 2019

Cronopatología



                        Es evidente que uno de los cambios más acusados que caracteriza a nuestra época de transición está conectado con nuestra percepción del tiempo. Esto ya lo puso de manifiesto Jean Gebser cuando relacionó algunos desarrollos del arte (cubismo) y la ciencia (relatividad) con esta nueva estructura de conciencia que él calificó de “integral”. La relatividad coloca al tiempo –que deja de ser absoluto- a la par de las coordenadas espaciales, mientras que el cubismo lo engarza en una imagen pictórica -estática por naturaleza-. Los desarrollos que incorporan y hacen transparente al tiempo abundan cada vez más en nuestro entorno. Diríase que el deseo de querer hacer compatibles nuestras viejas y nuestras nuevas concepciones nos ha llegado a hacer padecer algo que podemos calificar como la patología del tiempo. En unos conocidos versos de su obra dramática The rock el poeta Thomas Eliot se refiere a la pérdida que supone el paso de la sabiduría al conocimiento, y del conocimiento a la información. Esta especie de degradación que nos podría hacer pensar en el segundo principio de la termodinámica se refiere básicamente a la pérdida de complejidad, a la desestructuración, la descontextualización y, en última instancia, a la pérdida de la concepción del tiempo-como-experiencia. Los bits de información son a-temporales pero en el mal sentido del término: no contienen una estructura lo suficientemente compleja como para tener relevancia por sí solos. Ninguna narrativa puede construirse con estas piezas aisladas (y la narrativa resultante del ensamblaje de tales piezas ¡resulta en el eterno epítome de la postmodernidad!). El tiempo-experiencia puede conformar unos aglomerados muy significativos que pueden definirse como el tiempo-como-evolución. Si algo nos muestra el paso del tiempo –vivido u observado hacia el pasado- es la percepción de un cambio. Incluso podemos decir que el tiempo es en realidad un constructo mental a través del cual percibimos los cambios. En un entorno en el que nada cambia, el tiempo parece detenido. El tiempo es en realidad, por tanto, la experiencia del paso del tiempo. Y la experiencia trans-temporal es significativamente diferente de la experiencia a-temporal que Byung-Chul-Han tanto critica cuando habla de la red y que a mis ojos aparece como un ejemplo más de la falacia pre- trans-.