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lunes, 28 de julio de 2008

Críticos


En este período histórico que estamos viviendo (la conciencia de período histórico se hace mayor a medida que tales períodos disminuyen en extensión temporal, haciéndose más frenéticos, especialmente en los momentos de transición) un determinado estadio de conciencia, una vez agotado, se ha hecho regresivo, dificultando el salto hasta el estadio siguiente. Tal estadio de conciencia es, según el modelo de la dinámica espiral, el del pluralismo ó meme verde. Y la enfermedad que padece, la que Ken Wilber describe como Boomeritis (ó narcisismo regresivo practicado desde el relativismo antijerárquico). Una de las formas de boomeritis más frecuentadas en los medios académicos ha sido la de la crítica literaria postmoderna que ha desmenuzado concienzudamente todo vestigio de construcción sociocultural con un más ó menos consciente sentimiento de superioridad respecto a lo desmenuzado. Esta tendencia también se puede observar desde hace años en la crítica musical y teatral. Quizá para comenzar deberíamos preguntarnos cual es el sentido de tal tipo de crítica. A diferencia del análisis de creaciones culturales, la crítica de interpretaciones/ejecuciones tiene una finalidad poco definida. ¿Constituirse en tribunal que vela por las buenas costumbres? Quizás esto tenía sentido en otra época. En la época del relativismo cultural todo parece ser válido y la función de vigilancia ha sido abolida. ¿Constituirse en reclamo publicitario para hacer que el público acuda masivamente a determinado espectáculo? Quizá ello pueda funcionar en parte en el mundo teatral, pero en el mundo de la música, en que el número de funciones suele ser muy limitado, en un elevado porcentaje de ocasiones la crítica aparece publicada tras la celebración del último concierto. ¿Cuál es, entonces, la función de dichas críticas? Observamos con demasiada frecuencia cómo estudiosos con muchos conocimientos y muchos años de experiencia y de reflexión se dedican a exhibir impúdicamente tales conocimientos en el 90 % del espacio de sus críticas y el restante 10 % lo dedican a desplumar al correspondiente intérprete. Es una forma indirecta de manifestar que ellos están por encima de tal interpretación. Me viene a la cabeza una frase de Richard Strauss en la que compara a los críticos musicales con los eunucos: “todos saben cómo se hace, pero ninguno de ellos es capaz de hacerlo”. La frase es un poco desproporcionada (como la música de su autor), pero no por ello carece de sentido. ¿Padezco yo también una forma insidiosa de boomeritis? Posiblemente: en ello estamos.

viernes, 18 de julio de 2008

Músicas de segundo orden


La que podríamos denominar “música de segundo orden” ha desarrollado roles muy diversos en la historia, así como también muy diversas han sido las reacciones que ha suscitado. En los siglos XVII y XVIII la utilización de fragmentos (o, en este caso, mejor denominarlos citas) de otros compositores suponía una deferencia por parte del compositor así como un motivo de orgullo para el autor citado. Recordemos el modo en que Bach cita por ejemplo a Heinrich Isaac (1450-1517) en el famoso coral de la Pasión según San Mateo, ó incluso como transpone al órgano varios conciertos orquestales de su contemporáneo Vivaldi (en lo que más que una cita, es la elaboración de una música que le complacía particularmente). Durante esa época, además, se dio con frecuencia el fenómeno de la reutilización de música propia en diversos contextos, subrayando el carácter artesanal del artista barroco. Más adelante, durante el Clasicismo, la utilización de ideas ajenas sirvió para catapultar la propia creatividad en forma de variaciones. Por primera vez se utilizaba la música preescrita por otros como material con el que trabajar y modelar las propias ideas. En ocasiones, como en las famosas Variaciones Diabelli de Beethoven, un pequeño tema sin pretensiones llegó a utilizarse para construir algo así como una catedral sonora constituida alrededor de su esqueleto. Durante el Romanticismo, y debido a la exaltación de la individualidad del artista, la música de segundo orden dejó de estar a la orden del día. Solamente en algunos casos clasicizantes como Brahms se mantuvo la costumbre de utilizar temas ajenos (de Haydn, Haendel, Paganini ó Schumann) como fuente de variaciones. A finales del XIX y principios del XX se pusieron de moda las transcripciones (para piano, piano a 4 manos, armonio, cuarteto de cuerda u otros grupos de cámara) de sinfonías, fragmentos de ópera y otras piezas de moda, para solaz de reuniones familiares ó sociales. Incluso algunos compositores de primera línea, como Liszt, engrosaron el catálogo de este tipo de productos con piezas generalmente de mucho lucimiento y poco contenido (las famosas “reminiscencias para piano sobre…”). Pero el arte de la transcripción también llegó a entornos más amplios, como las que realizaron Schoenberg y su grupo en la Viena socializante de entreguerras. A finales del XIX, con el renacimiento de las culturas vernáculas, también hizo su irrupción la cita del folklore popular, especialmente en áreas de la periferia europea, como Rusia, España ó Checoslovaquia, dando lugar a las llamadas escuelas nacionalistas. Este fenómeno llegó a propagarse, en un contexto estético muy diferente, al XX, a través de la obra de autores como Bartók ó Mompou. Hacia el final de la I Guerra Mundial tuvo lugar otro fenómeno que muchos tomaron, en su momento y también más tarde, por una regresión. Me refiero al Neoclasicismo, sistematizado por Stravinsky a partir de Pulcinella (1920). En lo que se concibió como el abandono definitivo del S XIX entraban en juego, ciertamente, algunos valores muy proclives a caer en la pura regresión, y así sucedió con compositores poco dotados que inundaron los espacios acústicos con concerti grossi y sonatinas. Pero en manos de maestros la utilización de estilos (más que de citas concretas) como objetos sonoros (utilizando una nomenclatura mucho más tardía) supuso un espectacular avance en la estética musical, que incluso sublimaban las anteriores tendencias nacionalistas (cfr la utilización de la cita de la canción popular del S XV De los álamos vengo, madre, en el scarlattiano Concierto para clave y cinco instrumentos de Falla). El hundimiento definitivo del neoclasicismo tras la II Guerra mundial abrió las puertas al empleo de la música de segundo orden en su variante más postmoderna, objeto sonoro inorgánico y desarticulado que se utiliza, tras su deconstrucción, en la formación de nuevos constructos híbridos, ya sea en forma de collage sonoro (como en la musique concrète) o en forma más orgánica (como en Cheap Imitation de Cage, sobre el satiniano Socrate, o como en la Sinfonía de 1968 de Luciano Berio, que se ha llegado a convertir –pese a su autor-, en el cliché de la postmodernidad musical y cuyo famoso tercer movimiento, curiosamente, se constituye en música de tercer orden, ya que está basado en el scherzo de la 2ª sinfonía de Mahler que, a su vez, se basa en el lied del mismo autor Des Antonius von Padua Fischpredigt). Hoy en día se ha dejado ver otra tendencia, la de la work in progress, que en cierta manera representa una autocita recurrente de lo que ya no puede ser considerado obra, sino proceso. Quizá el entorno parece cambiar tan rápidamente que los autores deben de ajustar continuamente sus especulaciones para estar rigurosamente al día.

sábado, 12 de julio de 2008

Espejos


Si los laberintos siempre han fascinado al alma humana, los espejos han constituido precisamente su sustrato simbólico. La relación entre el espejo y el mito siempre ha sido muy estrecha, desde Narciso y Orfeo hasta Blancanieves ó Alicia. El espejo procura una simetría en la que objeto y reflejo mantienen una relación de dualismo propio del mito: el mundo real y el mundo simbólico. Cuando Arlequín se mira al espejo ve a Colombina, al igual que Orfeo ve a Euridice, sus respectivas ánimas o partes femeninas. Drácula no se refleja en el espejo porque carece de alma, es un ser monodimensional. Alicia –y Orfeo en el film de Jean Cocteau- viajan al otro lado del espejo, al mundo simbólico del alma, en donde no existe el tiempo, no porque se haya detenido, sino porque todavía no ha sido creado. Allí tiene lugar un tránsito hacia el interior de ellos mismos. En ocasiones la imagen del espejo no es reconocida como la propia: es el caso de Narciso, enamorado de su propio reflejo, incapaz de reconocer el mundo más allá de sí mismo –mito sofocantemente presente en la actualidad-, o de la reina-bruja-madrastra-anima obscura de Blancanieves, cuya conciencia semidormida es proyectada en el espejo como un personaje más. La ruptura de un espejo –o sea, del alma- supone la pena de siete años de adversidad, el tiempo que necesita el alma para regenerarse. La colocación enfrentada de dos espejos, que no reflejan nada sino a sí mismos, la profundidad sin fondo, también se toma por disposición de mal agüero. La fascinación por los laberintos se ve acrecentada en el caso de los laberintos de espejos, presentes en todos los parques de atracciones –junto con los espejos deformantes, que a pesar de su estructura cóncava ó convexa son planos, es decir, no tienen profundidad-. La imagen especular de una mano derecha (simbología masculina activa) es una mano izquierda (simbología pasiva femenina), y viceversa. Especular también se refiere a efectuar operaciones mentales ó mercantiles que van más allá de lo sólidamente determinado y se apoyan en la ilusión. Los espejos en la pintura: Velázquez, Magritte, Escher, Dalí...

domingo, 6 de julio de 2008

Laberintos


Los laberintos han ejercido sobre el alma humana la misma fascinación que antaño ejercieron las figuras geométricas ó actualmente los fractales. Y tal poder de atracción proviene de muy diversos aspectos. El laberinto, ya se halle repleto de caminos sin salida (maze) ó suponga un único camino tortuoso hasta su centro (labyrinth), simboliza de alguna manera la senda que supone el vivir la vida en primera persona. Y además la cristaliza, como si ésta estuviera determinada a priori. Cuando nos hallamos situados en un laberinto e intentamos hallar la salida nos invade cierta angustia asociada a la incertidumbre respecto a la solución parcial que estamos eligiendo en cada momento. Sin embargo, ello no deja de ser fruto de una perspectiva concreta que se forma en nuestra mente. Una persona situada en un punto por encima del laberinto que pueda acceder con un solo golpe de vista a su estructura total elimina las perspectivas que genera el que se encuentra en su interior por disolución. Incluso lo puede hacer –pero no por disolución sino por “estiramiento”- alguien que se halle en el interior del laberinto utilizando la técnica de seguir siempre la pared del lado derecho. Recorrerá gran parte del laberinto pero llegará indefectiblemente a su centro. Los laberintos llevan asociadas, además, ciertas cualidades de las estructuras mágica y mítica, como testifican los restos provenientes de las épocas arcaicas y clásica. Además del correspondiente simbolismo asociado, la pura figura geométrica –tal y como aparece con mucha frecuencia en el pavimento de las catedrales góticas- conlleva, según el modelo de radiación terrestre, zonas de singularidad energética. El simbolismo numérico medieval también está relacionado con el opus alchimichum, trasunto del proceso de individuación.

miércoles, 2 de julio de 2008

Ilusión


El arte como engaño. Se podría decir que una de las funciones primordiales del arte es la de hacer de espejo reflector de nosotros mismos y darnos a conocer nuevos mundos, nuevas percepciones. El arte es un hijo natural de la materia y del espíritu y, como tal, posee rasgos derivados de ambos progenitores. El espíritu cristalizado y la materia sublimada. El proceso de fijación varía dependiendo de la naturaleza del arte, desde las artes plásticas, en donde el “soporte físico” es la propia materia, hasta la música, la danza ó la poesía, en donde dicho “soporte físico” es mucho más evanescente y volátil. Ahora bien, sea en un extremo ó en el otro, el artista –y ahora me estoy refiriendo también al intérprete, en el caso de manifestaciones artísticas que precisen de tal rol- debe también de poseer ciertas cualidades de prestidigitador. Y no estoy hablando de pura mistificación, sino de ilusionismo. El op-art y sus equivalentes acústicos han explotado a fondo esta vía. Un pintor diestro sabe encontrar trazos que solo cobren vida dentro de la percepción global de una obra, trazos, por así decirlo, gestálticamente dispuestos. Igualmente un intérprete musical con suficiente capacidad técnica sabe hacer sonar en stacatto un pasaje demasiado rápido como para que los dedos ó el aliento puedan realmente ofrecer este tipo de toque. Estos artistas generan en el perceptor una ilusión óptica ó acústica que su mente acaba por completar. De cualquier modo, a los prestidigitadores también se les llama comúnmente magos. El supuesto engaño material no excluye la necesaria poesía.