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jueves, 23 de septiembre de 2010

Percepciones

Cuando, en un intento por ampliar nuestro ámbito usual de percepciones, nos imaginamos una realidad “trans-temporal” lo primero que nos viene a la mente es un paisaje ideal con resonancias de paraíso, un paisaje lunar o cosas por el estilo. En realidad nunca ampliamos nuestra percepción habitual de “la realidad” sino que más bien fantaseamos con nuestra imaginación espacial. Quizás porque en nuestra cultura y en nuestro momento la vista y el espacio anteceden al oído y el tiempo. Si nos intentamos imaginar una realidad “trans-espacial” nuestra imaginación lo tiene mucho más duro: la superación del tiempo, a las malas, puede llegar a entrar en nuestros esquemas; la superación del espacio es otra cosa. Y sin embargo, tanto espacio como tiempo son modelados por nuestra mente y, consecuentemente, ambos pueden ser susceptibles de ser ampliados en su percepción. Es más, espacio y tiempo están íntimamente relacionados, y no solamente desde el punto de vista puramente físico. Para imaginarnos una realidad trans-espacial y trans-temporal no necesitamos fantasear con nuestra imaginación. Lo único que debemos hacer es tener plena consciencia de esta realidad. Los místicos, contrariamente a la idea que vulgarmente se tiene, tienen siempre esta conciencia sin escapar para nada del “aquí y ahora”. Para concluir que la descripción “la Tierra gira alrededor del sol” es más evolucionada que la descripción “el Sol gira alrededor de la Tierra” sin movernos físicamente de la superficie de nuestro planeta no se necesita otra cosa (aparte de los datos correspondientes a los movimientos planetarios) que ampliar el ámbito de nuestra percepción –cosa difícil de lograr, por otra parte, en el momento inicial-.

sábado, 18 de septiembre de 2010

Objetos históricos




El problema de la interpretación musical con criterios históricos está, como se sabe, íntimamente ligado al de la hermenéutica. Según la moderna (o ya clásica) concepción gadameriana el círculo hermenéutico está formado tanto por la perspectiva del emisor como por la del receptor, sobre un fondo común (por lejano que sea) que abrace ambas perspectivas. Cuando el objeto a interpretar es un texto antiguo (“nunca leo ningún texto con menos de 2000 años de antigüedad”, bromeaba Gadamer), bien de filosofía ó de religión que de alguna manera ha dejado de resonar en nosotros la situación es muy diferente respecto a la aprehensión de un objeto artístico con lenguaje no semántico de menor antigüedad que de alguna manera sigue estando viva y construyendo experiencias en nuestra consciencia. El principal caballo de batalla de los introductores y defensores de la interpretación con criterios históricos ha sido y sigue en parte siendo el preservar el patrimonio musical medieval, renacentista y barroco del sentimentalismo o, como ellos bien afirman, de las interpretaciones románticas. Ya desde sus inicios, el antiromántico siglo XX vió nacer una primera toma de conciencia al respecto, con los redescubrimientos de Vivaldi, Monteverdi, Frescobaldi y buena parte del repertorio italiano anterior al S XIX por parte de G.F.Malipiero y, más tarde, los de Gesualdo (Stravinsky) ó Purcell (Britten). Posteriormente el área de influencia de este tipo de interpretación ha ido ganando terreno a la historia, con la incorporación de los compositores clásicos y primeros románticos. Y entonces, claro está, la lucha contra las intrerpretaciones románticas ha quedado un poco fuera de lugar y se ha ahondado en algo bastante más discutible: la eliminación de cualquier vestigio de perspectiva ulterior. Es en este momento en el que aparecen las interpretaciones en irremediablemente desafinados forte-pianos (Schubert y Beetoven especialmente) y, poco más tarde, tomando equivocadamente cualquier emoción por expresión de sentimentalismo se da el visado al aburrimiento en música: si algo suena interesante, es que está fuera de contexto. Por eso esas interpretaciones se permiten abordar una sinfonía clásica sin efectuar un solo apoyo musical a lo largo de ella, en lo que se supone que es un esfuerzo purista y acaba siendo, a mi modo de ver, una demostración de la carencia del más elemental sentido del ritmo. Pero al margen de todos estos detalles técnicos, la cuestión sigue en pie: ¿Qué es para nosotros la música de Bach? Si la consideramos un objeto histórico que debemos interpretar tal y como se hacía en 1720 la relegamos al estudio científico o al museo de curiosidades históricas. Si la consideramos un objeto ahistórico, en realidad, más que preservarla, lo que hacemos es cortar cualquier vía de comunicación con nuestra (histórica) experiencia. ¿Qué vía queda, entonces? Pues la de considerar este objeto como algo vivo, como parte de nuestro propio desarrollo histórico, que por el momento es capaz de hablar en nuestra propia lengua. En pocas palabras: creo que la escucha de la música de Bach con los oídos de 1720 –caso de ser posible- la deberíamos dejar para el científico (semiólogo, antropólogo o historiador) y nosotros escucharla con el oído propio de la experiencia ulterior. Algo parecido sucede cuando observamos una pintura flamenca del XVII que ha sido restaurada con colores chillones: quizá era como la veían sus contemporáneos, pero hay que recordar que la pintura y la fotografía tienen vidas y desarrollos diferentes. Un poco como canta Brassens con palabras de Corneille:

Le temps au plus belles choses
se plait a faire un afront

et saura faner vos roses
comme il a ridé mon front.

Aunque quizás nos veamos entonces sorprendidos por la misma respuesta que el ilustre literato:

-Peut-être que je serai vielle,
-reponds marquise-, cependant
j’ai vingt-sis ans, mon vieux Corneille
et je t’emmerde en attendant.

viernes, 10 de septiembre de 2010

Motto


Una de las claves para la mínima aprehensión de las diferencias entre las mentalidades oriental y occidental pasa por la consideración sobre la naturaleza de la participación del yo, de la voluntad, sobre el ello, el entorno. De hecho, la presentación que estoy haciendo ya acusa fuertemente mi origen occidental, con su clara distinción entre el yo y el entorno, siendo el dualismo cartesiano uno de sus más clásicos exponentes. Hace pocos meses, durante un curso corporativo al principio del cual se pidió a los participantes que expusieran un motto que describiera su desenvolvimiento vital, improvisé, por convencimiento pero también por aportar una visión alternativa, una frase de claro regusto orientalizante: dejar que las cosas fluyan (frente al casi general “adelante a todo tren”). A todo el mundo le pareció muy bien, pero durante una pausa una joven participante se me acercó y me comentó que si todos adoptáramos esta actitud, no se lograría cambiar nada. En pocas palabras, pese a que aparentemente le gustaba mi filosofía (por chic, supongo), la pasividad que ella veía desprenderse de mi improvisado motto no se ajustaba a su visión. Le contesté con mucha cortesía que una cosa no tenía nada que ver con la otra. Más bien que los occidentales miran el televisor como si vieran la vida y que los orientales miran la vida como si vieran el televisor. Las dos aproximaciones son parciales y el verdadero camino está en la superación de ambas. Volviendo a mi sintético motto, dejar que las cosas fluyan es lo que dejamos de hacer desde el momento en que creamos compartimentos estancos para todos nuestros pensamientos, sean éstos impresiones, opiniones, recuerdos, referencias o (especialmente), deducciones. Y precisamente, en muchas ocasiones, la mejor manera de hacer que las cosas no acaben nunca de cambiar es impedir su flujo y trocarlo en una irreflexiva huída adelante a todo tren. Esto ya me pareció mucho más difícil de explicar a mi joven colega durante los cinco minutos que duró el descanso.

viernes, 3 de septiembre de 2010

País

En España existe desde tiempo inmemorial un deporte al que todos nos abonamos con suma facilidad: la crítica más ó menos superficial y destructiva de los más variados elementos que configuran el estado. No solamente eso; también es muy corriente hablar con desprecio de ese deporte (mientras se sigue practicando, claro está). Yo me confieso practicante de ambas modalidades (la segunda de ellas, la más perversa, es la que estoy desarrollando en estos momentos). Existe un momento preferido para la práctica de tales menesteres: a la vuelta de un viaje de trabajo ó de vacaciones por lugares más civilizados. Es entonces cuando, teniendo frescos los elementos de comparación, nos lanzamos con más fervor a la actividad de marras. Aunque por un lado se admiran las tierras con más organización por otro se tiende a despreciar a sus habitantes. X es un país muy bonito, el problema es que está lleno de (naturales de X). Esta frase la hemos oído todos. El problema del que la pronuncia es que no se da cuenta de que X y (naturales de X) forman un todo indisoluble. X es así porque sus habitantes la hacen así y la han hecho así durante siglos. En España todos nos quejamos de que el espacio público (físico y no-físico) no acaba de funcionar, pero por otro lado establecemos una fuerte barrera entre lo nuestro y lo compartido, que no consideramos nuestro. Esta falta de conciencia comunitaria se une a las ansias de no dar ni golpe que hace que, en el fondo, los pelotazos y sus autores sean inconscientemente admirados. Cierto primitivismo en las costumbres y un gusto desmesurado por el lujo y la apariencia hacen el resto.