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sábado, 24 de abril de 2010

Hipergiro

Hace poco hablaba sobre el realismo ingenuo. Una de las asunciones más directas y perniciosas que nacen de él es la del modelo del conocimiento como queso de bola al que también me refería unos pocos posts atrás. Hace unos años discutía con un colega la posibilidad de la existencia de más de una física. Según él solamente era posible una física. Esta creencia como mínimo indicaba que no estaba demasiado al día de la evolución de la física sino que se había quedado con las cuatro ideas aprendidas en secundaria. No estoy diciendo que cada uno pueda generar una física y todas ellas sean válidas, atención. Pero vayamos más allá. La máxima revolución de la física del XX no es la revisión de los conceptos de espacio, tiempo y causalidad que la relatividad nos propone, por importantísima que sea esta aportación. La máxima revolución se correspondería con algo que Einstein no quería creer de ninguna manera y es el simple hecho de la consideración de que la física no estudia un objeto independiente del observador. La física, en pocas palabras, es el resultado de la conciencia humana. Este hecho aparece primero en la formulación de la mecánica cuántica y después se extiende a través de numerosas ramas, hasta el estudio de los sistemas disipativos. El propio concepto de la necesidad de la existencia de leyes naturales se ha visto debilitado (en parte, hay que admitirlo, debido a la boomeritis, que rechaza todo tipo de autoridad o jerarquía, aun en el campo del conocimiento). La disminución del sentido objetivizador con el que la ciencia natural caminó durante cuatrocientos años está ligada, obviamente, a la evolución de la conciencia. Cuando nos preguntamos por el aspecto de las estructuras de conocimiento transracionales aplicadas al mundo natural los indicios apuntan en esta dirección. Estamos evolucionando desde la descripción de objetos en cortes múltiples hacia la consideración integral. Nos estamos dando cuenta de que cuando queremos agarrar y fijar un concepto automáticamente lo segregamos del flujo general y por ello lo matamos. Lo que entonces describimos y estudiamos no es más que un cadáver fijado en formol. Por eso esta sociedad que queremos construir de manera perfecta se está pareciendo más al mundo feliz huxleyano que a una sociedad sana. Y no creo –como sostiene el famoso neurocientífico Antonio Damasio- que Descartes –uno de los mayores genios del pensamiento universal- se equivocara sino más bien que debemos evolucionar desde sus hallazgos hasta posiciones más avanzadas del desarrollo.

jueves, 15 de abril de 2010

Voces

A pesar de que la forma de teatro musical que conocemos por opera tenga una historia de tan sólo poco más de cuatrocientos años, a lo largo de su desarrollo podemos asistir a numerosos cambios en la forma ligados a la correspondiente weltanschaaung de cada momento histórico particular. Y no estoy pensando ahora en las cuestiones formales más profundas sino en las que se podrían considerar como puramente adscritas a la moda del momento. Un ejemplo de ello lo constituye la elección de cada tipo de voz para cada determinado tipo de personaje. Esta elección viene además condicionada por factores que podríamos tildar de externos. El mundo de la ópera barroca, por ejemplo, viene fuertemente condicionado por la presencia de castrati y contratenores ocupando las voces de soprano y mezzosoprano, hecho paralelo al que hallamos en la música religiosa en algunos momentos de este período. Y como la transexualidad se hace tan común –hecho muy apreciado, por cierto, en nuestra época-, no es de extrañar que en las óperas barrocas el protagonista masculino se vea confiado a un contratenor ó en su caso a una mezzosoprano. El hecho de representar a un héroe con una voz feminizante cayó en desuso a mediados del XVIII y se hizo inimaginable en el XIX. En el mundo del clasicismo los protagonistas masculinos tendían a tener voces más bien graves, aunque los tenores de tipo craneal (líricos-ligeros) también se hicieron favoritos de público y compositores. A medida que el XIX fue avanzando apareció la necesidad de una gama vocal más de acuerdo con el nuevo teatro y se inventaron los tenores de peso, destinados desde el principio a papeles heroicos, y que Verdi y Wagner supieron explotar hasta la saciedad. Digo hasta la saciedad porque el propio Verdi llegó a vislumbrar los albores del nuevo cambio y en su última y magistral ópera, Falstaff, utilizó tenores ligeros para rodear al baritonal protagonista. En el XX –a pesar del relativo declive del género-, las voces de peso prácticamente desaparecieron después de la Guerra Europea y los tenores ligeros volvieron a dominar la escena, una elección que mostraba una vez más un claro rechazo para con la época anterior. Los papeles más serios ó nobles –e incluso los protagonistas, empezando por Pelléas et Mélisande- se volvieron a encomendar a las voces graves, que en la época anterior representaban a personajes de edad respetable. Los propios personajes sobrenaturales también subieron su tesitura; así el Lucifer del stravinskiano The Flood (voz de tenor pederástico, según su autor; contraste total con los Mefistófeles bajos de Gounod y Boito) ó el Oberon del Midsummer Night’s Dream de Britten, escrito para el moderno recuperador de la voz de contratenor, Alfred Deller. Aunque quizás el ejemplo más sorprendente de nuestra época sea el personaje de Gepopo, jefe de la policía secreta de Breughelland, en el Grand Macabre de Ligeti, confiado a ¡una soprano ligera!

miércoles, 7 de abril de 2010

Frenesí


Cada año que pasa nuestro imperante pero exhausto sistema socio-económico nos exige, en una especie de lucha contrarreloj contra su propia extinción, más esfuerzo, objetivos más ambiciosos, más sacrificios. Dejando de lado el hecho –también irrefutable- de que cada vez se maneja más gramática parda y que muchos de los grandes sacrificios que hoy se nos exigen hubieran parecido un camino de rosas al ciudadano medio de hace tan sólo setenta años, es evidente que esta dinámica tiene un límite al que nos acercamos más o menos frenéticamente. Los cambios en los sistemas sociales se pueden conseguir solamente de dos maneras: a la fuerza, cuando sucede un desastre y cada cual simplemente se agarra adonde puede, ó bien merced a unos cuantos que se alejan del comportamiento medio de la manada -a costa de verse rechazados por ella- y acaban creando un nuevo núcleo –una nueva estructura disipativa, en términos termodinámicos- que arrastra con el tiempo al grueso de la sociedad. Unámonos a los alternativos, por el bien de todos (¿con los partidarios del decrecimiento?).