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viernes, 29 de abril de 2016

Sectas

   
    Dentro del marco cambiante de la política catalana, española, europea y por qué no, mundial, un tema llama fuertemente mi atención. Es la aparición de opciones políticas alternativas, que vayan más allá de lo que hoy hemos llegado a aceptar como habitual. La novedad siempre llama mi atención por puro instinto de conocimiento. La política habitual, así como sus modelos económicos, se han encarrilado a través de un peligroso camino condimentado por una creciente falta de sentido moral y responsabilidad socio-ecológica. Este entramado se corresponderia con la racionalización (que no racionalidad) que ofrece la postmodernidad. Cualquier avance que pueda superar esta suerte de aparente callejón sin salida (o, peor aun, huida hacia el precipicio) deberá incluir la racionalidad y superarla. Nunca negarla y mucho menos colocar a la gestión pública en una esfera más cercana al sectarismo religioso. Y eso es lo que hace un partido muy concreto que aglutina -y aglutinar diferencias es, en sí, bueno- desde una izquierda, digamos muy romántica (o literaria, o poco práctica) hasta una secta religiosa que ofrece la luz de la salvación a las mujeres menstruíticas. Los romanticismos en política -y a veces también en el mundo del arte- conllevan el peligro inherente de acercarse a los populismos. ¿Y por qué son los populismos poco deseables? Pues porque substituyen el conocimiento, la cultura capaz de engendrar un criterio maduro, por una ahesión barata (más aun, por un tramposo trueque). Cuando los populismos se llevan hasta extremos de intensa irracionalidad se llega hasta otra de nuestras realidades extremas, la de los jóvenes que tan gratuitamente se hacen saltar por los aires llevándose con ellos a quien pillen por el camino.

viernes, 22 de abril de 2016

Procrastinación

         Inspecciono el artilugio electrónico que utilizo para estar conectado con mi actividad profesional por pura procrastinación. Quizás porque nos hemos acostumbrado a hacer bailar los dedos sobre teclados virtuales -bien; en mi caso también sobre teclados reales- . Y me encuentro con una sorpresa: una aplicación que es capaz de registrar datos morfológicos, médicos y de actividad ofrece también la posibilidad de ir apuntando cada encuentro sexual que tiene el interesado, clasificándolo según el grado de protección utilizado. De momento no preguntan ni por la naturaleza del partner ni por el grado de satisfacción alcanzado, pero todo se andará. Pienso en una versión electrónica del catálogo que Leporello, servil criado de Don Giovanni, recita a una de sus catalogadas. Está en boca de todos la progresiva pérdida de intimidad y el creciente grado de control que los aparatos del poder ejercen sobre los ciudadanos. No lo voy a discutir. Pero si lo voy a contextualizar. La creciente complejidad que suele acompañar a la evolución elabora sus ramificaciones en todas direcciones. Se habla mucho de pérdida de libertades pero se hace desde un punto de vista teórico o con pocos fundamentos históricos. Hoy en dia hay a la vez más libertad y más control que en tiempos pasados. Una cosa no quita la otra si atendemos cuidadosamente al grado de complejización del sistema. Muchos dirán que la simplicidad del pasado más o menos remoto es mucho más apetecible que la complejidad ulterior. Se trata, sin duda, de seguidores del falaz "cualquier tiempo pasado fue mejor". El desarrollo y la complejidad implican un salto simultáneo hacia lo mejor y hacia lo peor. El verdadero problema no se halla en la evolución o complejización sino en el desequilibrio generado dentro de esa evolución. Cuando evolucionan los conocimientos técnicos lo tienen que hacer de la mano de los conocimientos humanos que a su vez lo tienen que hacer junto con los conocimientos morales que a su vez se hermanan con los conocimientos filosóficos que retroalimentan a los conocimientos científicos que nutren a los conocimientos técnicos, en una especie de schnitzleriana ronda de complejidades. Si se produce una desarmonia en tal hermanamiento natural es cuando aparece el desajuste. Como el poder atómico en manos de fundamentalistas o las redes sociales en manos de nihilistas morales. Después de escribir esto voy a marcar un hito en mi contador de actividad sexual (con la etiqueta "sin protección", claro). Porque también hay que saber rebelarse y engañar al gran hermano, naturalmente.

sábado, 9 de abril de 2016

Sociabilidad

                            
                                     El piano es un instrumento poco sociable. Se diría que es blanco predilecto de la envidia por parte de otros instrumentos y a la vez sufre por sus propias limitaciones. La envidia hacia el piano, todos los instrumentos lo saben aunque lo ocultan, se deriva de su carácter polifónico. Y ese carácter nace de la independencia del mecanismo de cada tecla. Otros instrumentos de teclado que lo han precedido han compartido esa característica, como el órgano, el clavecín, el clavicordio o la espineta. Pero tales instrumentos también han compartido una limitación en cuanto a su independencia dinámica. El órgano puede presentar un vastísimo repertorio tímbrico-dinámico, pero limitado a cada uno de sus teclados o fragmentos de teclado. El clavecín revela visualmente de forma estentórea sus limitaciones dinámicas: un teclado para el registro mezzoforte y otro para el mezzopiano. El clavicordio y la espineta han sido instrumentos tan humildes que rara vez han salido de casa del compositor o de la damisela que los pulsaba. Diríanse instrumentos de la intimidad. El órgano fue evolucionando desde sus más remotos orígenes –que cabe buscar en la Antigüedad- hasta sus versiones actuales, ya sean electrónicas o bien hidráulicas. En su momento de máximo esplendor el órgano llegó a tener el mérito de ser el instrumento de volumen más apabullante que se hubiera inventado. Para lograr este hito evolutivo –polifonía+volumen- tuvo que crecer hasta llegar a convertirse en el diplodocus de los instrumentos musicales. Quizá por esas razones (presencia, volumen sonoro) el órgano también se constituyó como instrumento solitario. Cuando los compositores quisieron combinarlo con otros instrumentos debieron recurrir a la versión modesta del órgano positivo, pequeño órgano o armonio. El clavecín o clavicémbalo, pese a sus limitaciones, sí que encontró su sitio junto con otros instrumentos, y tal socialización se debió, sin duda, al reconocimiento de su carácter incipientemente polifónico que lo conminó, junto con su amigo el contrabajo, a sostener el cimiento armónico de las composiciones barrocas dentro de un club denominado “continuo” o “bajo continuo” (tal denominación nos da una idea muy resumida del carácter de este período musical). El clavecín debe ser considerado entre los instrumentos de cuerda pulsada, como el laúd, la mandolina o la guitarra. Estos instrumentos, usados diestramente, pueden llegar a engarzar una polifonía simple. Entre los instrumentos de viento, algunos han logrado atisbar de lejos el aroma de la polifonía. Así la gaita (con su eternamente inmutable voz inferior, que quedó anclada en los tiempos pretéritos del organum), la armónica, de forzadas y dependientes armonías, o versiones de instrumentos doblados (la ocarina, de sugestivamente dudosa afinación, o la flauta dulce). Todos estos instrumentos adolecen de una real independencia entre las voces: todas ellas son producidas por el mismo aliento. Los instrumentos de cuerda, reyes de la expresividad y de la orquesta –en éste último caso, solamente cuando se reúne un número mínimo de ellos- sí pueden efectuar sus pinitos polifónicos. A costa, eso sí, de una gran disciplina técnica (¡a la famosa chacona de Bach me remito!). El pianoforte, llamado coloquialmente piano (y tal familiaridad en su apelación también ha producido no pocas heridas en su autoestima) nace por evolución natural de su ancestro directo, el fortepiano. El paso de un instrumento a otro no solamente conlleva una permutación en su nombre, sino la paulatina introducción de un mecanismo que permitía ampliar cada vez más y de forma espectacular el rango dinámico. El fortepiano, inventado por Cristofori por imaginativas y profundas modificaciones del clavecín, trajo al polifónico pero limitado instrumento una mejora resultado de la substitución de las púas por los martillos, como en el clavicordio, pero con una sustancial ampliación de las cuerdas y de la caja de resonancia. Haydn, Mozart y Beethoven trabajaron, tocaron y escribieron para fortepianos. El propio Beethoven fue testigo de la evolución del fortepiano hacia las primeras formas del pianoforte (así, la célebre Hammerklavier Sonata). Conforme el instrumento fue ganando personalidad, fue siendo relegado de la congregación orquestal. En las suites y concerti grossi de Bach y Haendel el clave ocupaba un lugar entre los componentes de la orquesta, dedicado a menudo a hacer de continuo. El fortepiano ya no contó entre los instrumentos de la orquesta sino que siguió su camino en solitario o con un número reducido de acompañantes ocasionales. El pianoforte tomó su venganza y se erigió, a lo largo del S XIX, en el rey de la individualidad romántica. Sólo visitaba la orquesta cuando servía a algún virtuoso para ofrecer sus fuegos de artificio en los conciertos para piano y orquesta, que en ocasiones parecían batallas enarbolando dicho espíritu vengativo. El momento supremo del piano, por eso, fue el recital en solitario, donde un melenudo tañedor agitaba sus cabellos sentimentalmente y hacía volar sus dedos sobre un cada vez más perfeccionado teclado mientras las damas del público suspiraban por diversos motivos (me temo que a menudo poco musicales). Pero el piano del XIX no se limitaba a eso. En la música de cámara fue soberano majestuoso y obligó a sus instrumentos compañeros a afinar de acuerdo con él. Sus dúos con violines o cellos, tríos con ambos y quintetos sólo fueron superados por los cuartetos de cuerda, aquella conversación a cuatro que Goethe estimaba entre gente cordial y razonable, aunque el poeta nunca sospechó que en numerosas ocasiones la conversación entre los cordófonos versaba sobre su ausente primo lejano. El pianoforte también ayudó a difundir la música entre la burguesía antes de que se inventara el gramófono. Encima de los pianos de las damas -e incluso caballeros- del Segundo Imperio no faltaban las reducciones a cuatro manos de sinfonías de Beethoven, óperas de Verdi (y de Meyerbeer), así como de la Norma de Bellini y las operetas de Offenbach. En su viaje por el XIX fue objeto de mejoras continuadas, como el mecanismo de doble escape de Erard que ilustra esta narración. Además de la riqueza dinámica, una característica diferenciaba al piano de muchos instrumentos: tal dinámica era descendente (con la posibilidad de que las notas graves sonaran más fuerte las agudas, al contrario que la mayoría de instrumentos de la orquesta). Con el alba del S XX pasó una cosa inesperada. Mientras los compositores se iban acortando más y más el cabello el piano irrumpió de nuevo en la orquesta, aunque esta vez de forma discreta y por la puerta de atrás. Abandonó así su otrora inexpugnable trono y –exceptuando algunas grandes ocasiones- regresó a la zona humilde no ya del continuo, que había pasado a mejor vida más de ciento cincuenta años atrás, sino a un lugar incierto situado entre las percusiones -si, si, el piano ¡es un instrumento de percusión!- y su pariente lejana la arpa, con quien nunca tuvo una conocida relación. En efecto, aquella voz discordante –el mismísimo Brahms había afirmado severamente que a su juicio el timbre del violín y el del piano se daban de patadas entre sí- fue admitido en el nuevo mélange orquestal. Primero por el Strauss de Rosenkavalier, el Stravinsky de Pétrouchka y poco después por Bártok, Honegger, Berg, Messiaen y tantos otros. La democratización orquestal del piano fue acompañada por su utilización masiva en el estilo híbrido míticamente atribuído al inexistente Jasbo Brown. Y hoy día, pese a la aparición de todo tipo de cachivache electrónico, el piano sigue constituyendo uno de los grandes instrumentos musicales, a pesar de su poca sociabilidad, que ciertamente se ha ido modulando con la edad y el paso del tiempo.