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lunes, 30 de abril de 2012

Diagnosis


  La práctica de la psicología tiene por objeto restituir a los individuos a un nivel mínimo en cuanto a sus mermadas funciones mentales y anímicas (la psiquiatría hace lo propio desde el punto de vista de la medicina occidental) pero también el de posibilitar el desarrollo ulterior de dichas funciones haciéndolas evolucionar. Algunos autores, como C. Naranjo, consideran a la psicología como la ciencia de la espiritualidad, entendiendo por éste término el desarrollo interior de la persona. Como el “nivel mínimo” que mencionaba al principio es una medida subjetiva que depende del nivel medio de las sociedades, se puede llegar a hacer difícil la distinción entre el tratamiento terapéutico que conduce a un mayor grado de conciencia y crecimiento, y el que –posiblemente bajo este mismo disfraz- puede llegar a mermar ambos elementos –lo que popularmente se conoce como un “lavado de cerebro”-. Si una sociedad no se encuentra en su momento floreciente, sino que da muestras de crisis, la psicología –como la educación, el periodismo ó la creación artística- no debe de redundar en la enfermedad –salvo si esta acción tiene el objetivo de superarla- sino más bien desarrollar vías alternativas reales. Un poco como se debería hacer en los ámbitos económicos (las crisis económicas son un aspecto de una crisis social dependiente de la crisis anímico-espiritual, y no lo contrario como cree tanta gente); lo último que se debería hacer es restituir las cosas al punto en que se hallaban diez minutos antes de ella. Comprendiendo la crisis del momento, en los años sesenta se desarrolló lo que se dio en llamar la antipsiquiatría, que sostiene básicamente que la diagnosis psiquiátrica muestra tal grado de vaguedad que es fácil que un tratamiento en el fondo empeore la condición del paciente. La antipsiquiatría se basa en parte en la etapa inicial –deconstructiva- de M. Focault, que sostiene la idea postmoderna de que la “locura” no se percibe tanto como un delirio sino como una desviación de la norma –es decir, es un concepto construído-. No es difícil advertir que la antipsiquiatría, en su loable esfuerzo por liberar los conceptos, caiga frecuentemente en el extremo opuesto (cosa que suele hacer la postmodernidad cuando se considera como un fin per se –“el final de la historia”- y no tanto como parte de la evolución desde la Modernidad hacia la Trans-Modernidad). En la Edad Antigua los desórdenes mentales (especialmente la epilepsia) eran concebidos como comunicaciones con el más allá y los que los sufrían como iniciados (como también en la Rusia zarista los “idiotas” eran tenidos por iluminados). En tales casos se reconocía la “diferencia” como portadora de evolución y no de regresión. En otras épocas (especialmente al principio de la Modernidad, en el S XVI) el deseo de control del poder hizo que tales desórdenes se considerasen incluso punibles (invocando relaciones satánicas si convenía). Y me temo que aún seguimos ahí.

martes, 24 de abril de 2012

Conversión


   Actualmente estamos aparentemente más preocupados por el medio ambiente que en otras épocas, pero en realidad generamos residuos de sobreproducción en cantidades incomparables con las que se producían en épocas con menos conciencia del hecho. Y la única manera de solucionar el caso no consiste en promulgar leyes limitadoras (que por el momento sí son necesarias). La única manera de solucionarlo consiste en la toma de conciencia por parte de la mayoria del colectivo (generadores propiamente dichos, pero especialmente consumidores y gestores de residuos de todo tipo, cuyo concurso es tan necesario para el status quo como el de los generadores, a quien siempre identificamos como culpables). Y toma de conciencia no quiere decir el acatar las leyes limitadoras dejando a etéreos expertos que aconsejen al gran público. La superación de la esclavitud precisó de leyes limitadoras, mártires reconocidos y anónimos, presión social y otros elementos, pero la esclavitud no acabó históricamente de facto hasta que una masa crítica de ciudadanos alcanzó un grado de conciencia suficiente como para considerarla una práctica primitiva y moralmente inaceptable. Y lo mismo pasó con su secuela: el racismo, una especie de refugio regresivo donde se atrincheraron los acatadores de leyes pero inconversos. Y ésta es la palabra clave: conversión. El término nos puede despertar resonancias negativas, porque implica un cambio brusco que puede ir tanto en la dirección de una mayor amplitud de conciencia (“awareness”) como también, en sentido contrario, hacia una abducción de personalidad propia de las sectas. Dicho sea de paso, el racismo, que en fechas más recientes ha sido considerado inapropiado por un grueso crítico de la población (hace 50 años el racismo era una forma de pensar habitual y respetable en muchas comunidades de países supuestamente civilizados) todavía ha tenido, a su vez, otra secuela: la xenofobia. Gracias al miedo a evolucionar y a contemplar procesos evolutivos como objetos inamovibles, la señora LePen y el señor Breivik cuentan con un escalofriante número de seguidores.

domingo, 8 de abril de 2012

Catarsis


Al llegar finalmente a la ya añorada superficie terrestre agradecí una fresca brisa soplando sobre mi cara. La luz de principios de abril parecía hacer resplandecer las temblorosas hojas que los árboles recién estrenaban. Una mezcla de olores ajazminados estimulaba el más primitivo de los sentidos, el olfato. Si la vista genera en nosotros el sentido del espacio y el oído hace lo propio con el tiempo, el olfato nos secuestra fuera de espacio y tiempo; de hecho nos transporta con suma rapidez del infierno al paraíso. Por un momento me sentí desorientado; incluso me parecía estar vagando sin nigún destino concreto. Se me había parado el reloj y ya no sabía qué hora era, pero tampoco me importaba demasiado. Tuve una sensación parecida a la que se experimenta cuando se viaja en avión y, perdiendo los referentes, crees no estar en ningún lugar concreto ni en ningún momento concreto. Quizás mis referentes se hallaban un tanto borrosos. Quizás el Tao no fuera otra cosa que eso, que por indefinible sólo se puede sugerir toscamente con términos supuestamente antagónicos, como el todo y la nada. Tuve entonces la extraña sensación de que alguien me acompañaba. Era una presencia interior que, sin embargo, tenía la fuerza de una convicción. Recorri varias calles en esa especie de estado de trance que, gran paradoja, más que alejarme de la realidad, me acercaba a ella. Cuando llegué a la parada del tranvía observé a una anciana del este europeo que dirigió hacia mí su mirada. A pesar de las profundas arrugas que cruzaban su rostro, la mirada procedente de sus ojos de color claro desprendía una jovialidad que invitaba a la sonrisa. Un grupo de monitores jóvenes se preparaba para llevar a un grupo de niños a unos campamentos de fin de semana. Parecían estar pasándoselo incluso mejor que los pequeños. Cuando llegó el tranvía subí a bordo de forma un tanto automática, y me encontré de nuevo entre lectores de gruesos tomos, oyentes de música digitalizada y  conversadores de telefonía móvil. Pero ahora no me parecieron primitivos, agresivos ni vulgares. Me sentía bien y tenía la sensación de que mi yo no se limitaba a mi persona sino que podía abarcar y abrazar una amplitud mucho mayor de conciencia. Cuando descendí del tranvía me acarició el rostro un rayo de sol que me dejó deslumbrado por un buen rato tras estimular mi retina su penetrante luz.

sábado, 7 de abril de 2012

Arsis


Cuando llegamos a la otra línea me pareció que habíamos alcanzado otro mundo dada la tranquilidad que se respiraba en comparación con el frenesí anterior. Incluso la temperatura era más agradable, pese a que en esta parte del año en los andenes del metro empieza a hacer calor. Frente a la prisa irracional que transmitía e incluso contagiaba la masa humana de la otra línea, aquí la calma era mucho mayor. En el andén esperaba junto a nosotros un grupo de turistas de la tercera edad con el  plano de la ciudad en la mano, plano en el que se veian subrayados los principales puntos de interés cultural. Aquellas personas habían sido educadas en una época de menor abundancia material pero de mayor abundancia de valores. Y como estaban acostumbradas a ganar las cosas con esfuerzo valoraban lo que tenían. Cuando llegó el convoy entramos y nos situamos junto a un padre que viajaba con su hijita y la instruía sobre sus quehaceres diarios en el trabajo. La niña, pese a que no tendría más de nueve años, escuchaba con atención e incluso pedía aclaraciones de tanto en tanto, bien fueran técnicas como de otro tipo. El hecho de que el padre fuera un administrativo de la funeraria todavía hacía más curiosa la conversación. La singularidad de la muerte y el tedio del oficinista podían parecer, por lo menos de entrada, términos antagónicos. El silencio que reinaba en el vagón contrastaba con lo que habíamos vivido anteriormente. De alguna manera el tiempo parecía fluir mucho más lentamente de lo que lo hacía en la línea de metro circulando por el tercer subsuelo. Cerca de nosotros un lector estaba enfrascado en la lectura de las Confesiones de San Agustín, uno de los grandes filósofos de la Antigüedad, aunque ciertamente un tanto obsesionado por el pecado y la herejía, que pasó gran parte de su vida en una especie de purgatorio particular. Ajenos al texto del arriano converso, una pareja de tortolitos se demostraba sus afectos liberando sus instintos, sin importarles la presencia del resto de los pasajeros. En una de las pocas paradas que atravesamos subió un practicante de footing visiblemente sudado que al parecer se hallaba demasiado cansado como para seguir corriendo y se había bajado así el listón de la autoexigencia. Todo en bien de la salud y la esbeltez. Mi compañero me estuvo entonces ilustrando un caso de un amigo suyo, muy deportista, que había acabado siendo un esclavo de los gimnasios y las maratones. Todos los excesos son perjudiciales. Cuando llegamos al largo pasillo de conexión mi compañero de viaje se despidió de mí, ya que su destino se situaba en sentido opuesto al mío. Al poco de despedirnos con un abrazo oí, sin saber al principio de donde procedían, los graves compases iniciales de la sexta partita de Johann Sebastian Bach. Conforme avanzaba por el pasillo con ayuda de la cinta mecánica la grandeza casi trágica de la madura obra del compositor iba reclamando crecientemente mi atención. Al final del pasillo pude por fin observar un piano colocado en el metro con motivo de la celebración en la ciudad de un concurso internacional de dicho instrumento. El músico que tocaba la partita bachiana era un hombre ciego de edad madura. Su interpretación destilaba tal experiencia de la vida y de sus pesares que me qudé absolutamente absorto en el desarrollo de las voces y las cadencias, olvidándome de la prisa que hacía un rato me devoraba. Cuando acabó se levantó y siguió su camino, en compañía de su perro-guía. Cogí entonces el ascensor para subir a la calle y así empalmar con mi último trayecto. Un pasillo semiiluminado conducía directamente a las escaleras, por donde se filtraba, dando cuenta de la incipiente primavera, una cálida luz.

viernes, 6 de abril de 2012

Hubris


En medio del camino de mi vida me encontré corriendo a toda velocidad sin saber exactamente el por qué. O quizás si que conocía el por qué más inmediato, pero había perdido totalmente la conexión con mi centro, mi auténtica razón de ser y de querer correr. Corría por llegar a tiempo al trabajo, para poder así salir a tiempo, para poder así seguir ejecutando a contrareloj todas las actividades diarias, actividades por lo general poco gratificantes, aunque no por su propia esencia sino porque su relación con nosotros ha ido acumulado dosis crecientes de extrañamiento y, consecuentemente, de  alienación. Cuando doblé la esquina de la calle hice lo que suelo hacer cada día: entrar en el metro y enfilar escaleras abajo. Una vez en el pasillo principal que conduce a los andenes, situados dos pisos por debajo, me percaté de que tenía que aminorar la marcha ya que tenía el paso vedado: por la derecha, un grupo de músicos ambulantes –gentes del este europeo emitiendo sonidos cansinos, desgarbados y, sobre todo, fuera de estilo, con una dudosa mezcla de Brahms y Gardel- ocupaba, junto a una acumulación de transeúntes que los sorteaba, buena parte del acceso que suelo utilizar para acceder al andén. Por la izquierda, un enjambre de jóvenes de géneros variados se dedicaba a asaltar transeúntes para hurgar en el fondo de sus corazones y hallar una pequeña migaja de solidaridad para con el prójimo más necesitado (aunque en estos días que corren nunca se está seguro sobre el destino final de tal solidaridad). El espacio central del pasillo estaba ocupado por un personaje mucho más peregrino: un pequeño mono con un extraño vestido estampado con el logotipo de una empresa de telefonía móbil, que a todas luces se había escapado y no parecía dispuesto a que nadie se acercara a él ni siquiera para jugar un rato. Ante tal panorámica, y aguijoneado por la prisa, di media vuelta y encaré el otro extremo del pasillo, al que se accedía por medio de una cinta móvil, que recorrí a grandes zancadas dispuesto a recuperar el tiempo perdido. Corriendo escaleras abajo me pareció vislumbrar el perfil de un viejo conocido, un compañero de estudios de secundaria a quien siempre admiré y con el que, pese a los años transcurridos y el poco contacto que había tenido con él en los últimos treinta y tantos años –poco más de algunos emails intercambiados- sentía que me seguía uniendo una especie de prístina amistad. Le comenté al vuelo que no conocía aquella entrada del metro y se ofreció a guiarme dada cuenta de que aquel era su camino habitual, sorprendiéndome así el hecho de que nuestros caminos matutinos tuvieran un punto de acercamiento tan pronunciado como ignorado. Mi compañero me condujo así hasta el andén, situado a una profundidad considerablemente mayor que el de la línea que suelo tomar. La atmósfera era bastante tórrida, debido en parte a la tremenda aglomeración de pasajeros. Entramos, a base de apretar, en el convoy, en donde quedamos situados a una distancia que nos permitía el contacto visual, pero no la comunicación oral. Durante el primer tramo fui así intentando visualizar cuál sería mi ruta alternativa: debería viajar nueve paradas, volver a enlazar con otra línea de metro, y llegar así a la parada del tranvía que suelo tomar. Cuando el metro se detuvo en la siguiente parada una parte de los pasajeros descendieron, dejándo así un mínimo espacio para circular que nos permitió volver a hablar de nuestras situaciones. Mientras conversábamos, una mujer de mediana edad se iba abriendo paso entre los pasajeros, dando un empujón aquí y un pisotón allá. Se había propuesto bajar por la parte delantera del convoy, ya que ésta quedaba más cerca de la salida que le interesaba, y estaba dispuesta a ahorrarse estos 20 segundos de tránsito por el andén aunque fuera a costa de defenderlos con los dientes. Unos pasos por detrás suyo un muchacho con una voluminosa mochila de aspecto contundente remedaba sus actos, con el añadido de la tracción extra de su peso trasero, que iba repartiendo galletas a diestra y siniestra. Mi compañero me habló entonces de la prisa nerviosa, la que desarmoniza la mente y sus cerebros: el reptiliano, que aguijona al sistema neuromotor para conseguir su particular objetivo, y el neocórtex, que inclina el cuerpo hacia delante para que la cabeza llegue antes que los pies allá donde tenga que llegar. Miré entonces en lontananza y pude contar hasta siete personas más realizando la operación descrita, tanto en un sentido como en el otro, hecho que aun si cabe otorgaba más absurdidad al conjunto. En la siguiente estación el vagón se volvió a aligerar, lo que nos permitió emigrar hacia una zona más confortable (por lo menos nos devolvió un mínimo aceptable de espacio vital). Atravesamos entonces una zona de lectores, como si hubiéramos alcanzado talmente la biblioteca del metro. Hombres, mujeres, jóvenes y viejos estaban absortos en la lectura. Todos exhibían gruesos tomos (aunque los más modernos sostenían delgados iPads entre sus dedos) que, vistos desde lejos, bien hubieran podido parecer doctos tratados de metafísica, geometría, leyes ó historia natural. Los títulos, invariablemente escritos en grandes tipos de letra de aspecto gótico, sin embargo, hacían todos ellos referencia a cansinas intrigas sobre sectas, templarios, alquimistas y secretos vaticanos. En la parada siguiente un numeroso grupo de turistas japoneses entró en nuestro vagón y, como suelen hacer en su país, se comprimió el espacio de nuevo hasta lo inconfortable, cosa que nos obligó a hacer de nuevo una ruta hacia la popa del convoy. Allí parecían haberse concentrado los usuarios de reproductores acústicos. Quien más quien menos todos obturaban su conducto auditivo natural con auriculares de muy diverso tamaño, desde los más diminutos y disimulados hasta los más aparatosos y ortopédicos. Había unos cuantos adolescentes –alguno de más de 35 años de edad- en una especie de trance extático  cuyos reproductores esparcían por el ambiente sonidos percusivos sintetizados sucediéndose con la regularidad de una máquina que más tenían que ver con un ritual infernal primitivo que con la sofisticación contemporánea. El zumbido natural del metro todavía hacía más insoportable la contaminación sonora, por lo que nos situamos al final del último vagón, en donde todos los presentes parecían haberse convertido en autómatas mientras tecleaban sus teléfonos móviles con inconsciente frenesí. Algunos también hablaban por el aparato, comenzando su indiscreta comunicación con el invariable “estoy en el metro”. Pronto llegamos a nuestra parada y descendimos. Aquí el calor todavía era más sofocante, pese a la relativa soledad del lugar. En el extremo del andén, una especie de demente nos hacía señas mientras intentaba cantar Torna a Sorrento con una voz débil y ronca. Mi compañero de viaje me dijo que aquel infeliz no era otro que Gianni Pellegrini, un famoso cantante lírico que, tras quedarse sin voz a causa de un accidente, cayó en la más profunda de las psicosis. Como no parecía prudente acercarse, nos escabullimos rumbo a nuestro transbordo. La estación era tan profunda que tuvimos que subir cuatro pisos en ascensor hasta alcanzar la otra línea, cosa que hicimos a través de un pasillo bañado de una mortecina luz.