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martes, 30 de septiembre de 2008

¿Fracaso escolar?


En la prensa de hoy leo un artículo de aquellos que periódicamente salen a pasear, cual perrito sacado por su dueño a hacer sus necesidades. Trata sobre el fracaso escolar y el fracaso en la vida, y concluye, así, alegremente, que no pasa nada si se produce fracaso escolar porque grandes genios como Einstein ó personajes célebres como Michael Phelps fracasaron escolarmente. O sea que, si se fracasa escolarmente, mejor. Que puedes ser un genio en ciernes y ni te has enterado, vaya. ¿Cuál es el mensaje profundo que subyace a esta información? Quizás que el sistema educativo falla. El fallo del sistema educativo, sin embargo, estaría en relación con un fallo mayor; el colapso de las estructuras sociales, por ejemplo. Pero en ese caso no tendría sentido hablar de fracaso escolar y éxito en la vida. Sería aislar algunas cosas de su contexto. Si el mensaje es que los genios tienen (en ocasiones) problemas en la vida por falta de adaptación al contexto general, francamente, se trata de un problema que afecta solamente a una verdadera minoría que probablemente ni lea tal tipo de escritos. Si se trata del típico mensaje-masaje boomeritis –que esconde detrás, de manera groseramente impúdica, la publicidad (encubierta) de un libro recién editado-; señores que fabricáis la prensa diaria: haríais mucho mejor explicando por qué clasificamos (y hasta hacemos un prototipo) al señor Einstein como genio que dorando la píldora y narcotizando aún más al ya catatónico prójimo. O todavía mejor, evaporando de una vez los conceptos reificados de éxito y fracaso e introduciendo los de proceso acercamiento-alejamiento.

domingo, 21 de septiembre de 2008

Artículos, fábulas, moralejas


La naturaleza de los artículos gramaticales –definido e indefinido- no solamente nos ilustra sobre el carácter de los objetos que tengamos en consideración clasificándolos en concretos y abstractos, sino que, además, nos delimita mundos muy diferentes: el mundo del cuento, la fábula, el sueño ó el mito por un lado y el mundo de la noticia, la novela psicológica, la vigilia ó la narración histórica por el otro. El primer mundo está situado en un lugar fuera del tiempo (normalmente en una localización pre-temporal –sueño, mito- ó con una parcela de temporalidad bastante limitada –fábula, cuento-). Como hace notar Gregory Bateson, en el mundo onírico no existen ni la negación ni el condicional. Por la misma razón no existe el artículo indefinido: el mundo absolutamente subjetivo también se presenta como absolutamente concreto. Hace un tiempo colgué un post haciendo referencia a las (malas) traducciones de los títulos de determinadas obras. Traducir la stravinskiana L’Histoire du soldat (El cuento del soldado) por Historia de un soldado es tan desacertado como hablar de Un gato con botas o Una bella durmiente. En el caso de las fábulas lo que se pretende es abstraer ó aislar determinados comportamientos, ideas, procesos, etc., de su contexto y generar ciertos prototipos universales que después se puedan inyectar en un medio buscadamente neutro, como el mundo animal. Pero dicho soporte no es condición sine qua non para tal género literario. Una narración que contenga elementos fantásticos, como el film de De Sica Miracolo a Milano, puede ser considerada también una fábula porque confronta al espectador con patrones universales que le hacen despertar su conciencia adormecida, hecho que en las fábulas clásicas corría a cargo de la consabida lección moral. Dicha moraleja se encargaba también de poner distancia y objetivar aún más la fábula. La moraleja la hallamos también en los finales del teatro dieciochesco, como en las óperas de Da Ponte/Mozart, donde reina el espíritu de la Ilustración:

Fortunato l’uom che prende
Ogni cosa pel buon verso,
E tra i casi e le vicende
Da ragion guidar si fa.


(Da Ponte/Mozart: Cosi fan tutte)

El siglo XIX conoció la máxima resistencia que opuso la temporalidad convencional a ser superada por los nuevos conceptos transtemporales. El tiempo como flecha hacia un futuro del cual no se puede escapar; el devenir sin fin del judío errante que sin embargo es presa del tiempo. Por eso, hablando de óperas mozartianas, se estableció entonces la costumbre de suprimir el final de la obra en las representaciones de Don Giovanni, porque la moraleja sitúa cada cosa en su sitio, hecho que tiende a desmontar el histrionismo propio del Romanticismo. Cuando la transtemporalidad hizo acto de presencia se restableció el evitado final e incluso fue imitado por otros grandes creadores:

So, let’s sing as one:
At all times, in all lands,
Beneath the sun and moon,
This proverb has proved true
Since Eve went out with Adam:
For idle hands and hearts and minds
The devil finds a work to do,
A work, dear sir, fair madam’,
For you, and you.


(Auden/Stravinsky: The Rake’s Progress)

La moraleja final –especialmente en los géneros dramáticos- tiende también un puente hacia un metaespacio desde el que poder contemplar la acción presenciada de manera objetiva. Todavía hoy se emplea un viejo truco con la misma efectividad de antaño que consiste en encender las luces de la sala cuando Dorabella, Don Alfonso, Zerlina, Leporello, Anne Truelove ó Tom Rakewell advierten al espectador sobre los eventos que han visto representados sobre la escena. Por un lado el personaje se despoja de su máscara y por otro el espectador se involucra en la historia. Durante la Ilustración esta zona era contemplada como un espacio seguro –firmemente sujetado por la moraleja- pero a medida que el siglo XIX avanzaba se llegaron a introducir prólogos (I Pagliacci, Los intereses creados) en los que el metaespacio se utilizaba en sentido contrario: “ya no somos las máscaras de antaño que decían antes de la representación: no temáis, amable público, porque esto es sólo una representación teatral; no, nosotros somos seres humanos de carne y hueso…”. No se niega entonces totalmente la posibilidad del metaespacio, pero se lo supedita al devenir único e inapelable del espacio principal. El artículo indefinido se hace entonces el rey porque denota contingencia, discontinuidad y devenir. La postmodernidad, mucho más tarde, también negará la posibilidad de metaespacios, pero esta vez no por supeditación a un espacio principal sino, al contrario, por el desdoblamiento en infinitos espacios subjetivos con infinitas visiones alternativas y no privilegiadas.

jueves, 18 de septiembre de 2008

Hommage à Kagel



Hoy ha fallecido Mauricio Kagel. Me he enterado hace unas horas, a través de la radio del tren en que viajaba. Como homenaje se radiaba una reciente entrevista con el compositor. Pero la emisora se perdía a ratos, o aparecían interferencias. Así, tras explicar que había nacido una noche de Navidad y que quizás por eso escribía esta música, aparecía una emisora de exitos pop ó de anuncios publicitarios, y todo se disolvía, por momentos, en un fondo de ruido electrónico. Todo muy propio de un happening kageliano. El que John Cage definiera como el mejor compositor europeo -un argentino-, quizá con la intención de molestar a sus ex-amigos los cabecillas de aquella vanguardia que ya empezaba a dejar de dar miedo, además de contribuir al desarrollo de las acciones musicales y la música escénica en general, era un compositor de pies a cabeza. Desde hacía treinta años, y quizás también debido a su independencia ó eclecticismo respecto a sus colegas europeos, se permitía el lujo de escribir música "no atonal", por decirlo de alguna manera. Las obras de los últimos años amalgaman elementos de lo más heterogéneo sin vergüenza ni pudor, pero palpitan y dicen cosas nuevas. Kagel, como su amigo Ligeti, fue uno de los primeros compositores europeos que, sin abandonar posiciones progresistas, evolucionaron hacia un lenguaje "transtonal" hecho con elementos de la tonalidad. Para hacer eso y salir bien parado -lecciones postmodernas aparte- se necesita ser un verdadero genio.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

Taminos y Papagenos


Si uno tuviera que analizar la situación presente de la creación artística a través de lo que los mass media anuncian y promocionan se quedaría solamente con una pequeñísima fracción de lo que pretende ser duradero ó históricamente significativo mientras que el grueso de sus apreciaciones iría a parar a lo que se ha venido en denominar “cultura popular”. No estoy entrando en ningún tipo de valoración ni análisis de significado. Hace pocos días todavía leía “…en la época de la música clásica no existían medios de grabación…”. El escrito no se refería precisamente al clasicismo vienés de 1790, sino que efectuaba una especie de ecuación tácita música clásica = pasado / música moderna = presente. Era una muestra más del periodismo inculto y chusco a que nos ha llegado a acostumbrar la prensa diaria. En el mundo de las letras la situación no es mucho mejor. Las páginas de cultura (¿?) de los diarios promocionan best-sellers con ditirambos que deberían asociarse tan sólo con unos pocos genios escogidos. Ahora se aplican sobre todo a los genios que generan grandes ingresos editoriales ó discográficos. Los que tomaban la pugna entre los sistemas capitalista y socialista como una carrera de obstáculos con ganador por abandono del contrario (F. Fukuyama) se equivocaban en la base. El capitalismo resultante de la caída del socialismo es tan materialista como las doctrinas decimonónicas que dieron lugar al propio comunismo. Merde a Vauvan. Y como andamos faltos de verdaderos genios, de los que ven más allá de pasado mañana y profundizan por debajo de la epidermis, ahora la sociedad pretende que cualquiera puede ser un genio. Me parece muy bien que se promocione la creación y se anime a todo el mundo a participar de ella, pero de eso a hacer creer que cualquiera que manipule cuatro sonidos electrónicos obtenga un resultado tan interesante como lo hacían Nono ó Maderna va todo un mundo. Es, sin duda, una muestra más del narcisismo boomeritis. Todo lo que he ido apuntando va ligado a un hecho que me parece autoevidente, y es ni más ni menos que el grado de consciencia que podamos aplicar en la aprehensión de una obra artística. Desde las tribunas populares se acusa al arte contemporáneo –especialmente a la música, seguramente porque este vocablo puede llegar a designar objetos muy diferentes- de estar encerrado en una torre de marfil. Sin duda alguna existe en todo lugar una pléyade de pequeños artistas con muchos humos que creen que un hermetismo buscado a conciencia garantiza la importancia de una obra. Pero lo que se evita siempre –en nombre de lo políticamente correcto- es la mención de que la captura de una pieza de música exige un esfuerzo por nuestra parte –esfuerzo que luego se verá más que recompensado- y que alguien con oído musical y que lleve cuarenta años escuchando música no tendrá la misma apreciación que el que no disponga de tales predisposiciones naturales ó entrenamiento. Una de las milagrosas cualidades de las grandes obras de arte es que pueden ser revisitadas continuamente a lo largo de tu vida y que cada vez, en cada período madurativo, tendrán algo que decirte, algún misterio que revelarte. Es precisamente esta multipotencialidad la que las hace vivas en tu presencia, sea cual sea tu grado de evolución. Evidentemente, existen obras de más fácil acceso (las que utilizan un lenguaje más cercano a las convenciones del momento ó que apelan más directamente a los llamados “sentimientos”), pero a pesar de ello no debemos girar la vista ante las que exigen un mayor esfuerzo inicial. Creo que fue Somerset Maugham quien dijo algo así de que no quería seguir escribiendo piezas teatrales por que se veía con ánimo de complacer tanto a la doncella en su día libre situada en el gallinero como al crítico del Times situado en la platea por separado, pero no a los dos al mismo tiempo. Dejando de lado el detalle clasista propio de la educación anglosajona, la frase no revela más que la falta de dotes para la creación dramática, hecho por otra parte bastante común en un novelista -aun en los grandes narradores-. Si en vez de cultivarnos para ir madurando y accediendo a nuevos niveles de aprehensión lo único que hacemos es exigir facilidad llegaremos a desterrar definitivamente de nuestro entorno la posibilidad de crecimiento. Tendremos una sociedad con muchísimos Papagenos y poquísimos Taminos. Ya sé que el primer personaje resulta más popular que el segundo, pero también hay que tener en cuenta que votaron a Hitler, pongamos por caso, más Papagenos que Taminos.

martes, 2 de septiembre de 2008

Caminos separados


La relación entre artista y sociedad (aislamiento, influencias mutuas) es un tema sobre el que se ha hablado hasta la saciedad. También resulta común el tema de la relación entre el artista y su obra, tópico romántico por excelencia. La identificación de un autor con su obra, que se enamora de ella (Pigmalión, Coppelius), se niega a desprenderse materialmente de ella (Cardillac) ó es incapaz de darla por finalizada habla desde el punto de vista más subjetivo, sin detenerse a situar las coordenadas de ambos polos en consideración. Independientemente de otras categorizaciones más particulares se podría decir que existen dos tipos de compositores: aquellos que han teorizado sobre sus obras (ó, en algún caso, sobre música en general) y aquellos que no lo han hecho. En el segundo grupo tenemos a aquellos volcanes que no han tenido tiempo material para gastar fuera de sus quehaceres habituales (Mozart, Schubert). En el primer grupo, y refiriéndonos exclusivamente a los grandes creadores, tenemos a los que muestran una gran distancia entre su obra y sus especulaciones teóricas (Wagner) y a los que han sido capaces de mantener la lucidez mientras nos explicaban la técnica de su lenguaje (Messiaen, Mompou, Hindemith) ó su cosmovisión (Stravinsky). ¿Podemos seguir de ello que éstos últimos entendieron su propia obra mientras que los primeros fueron grandes instintivos? No necesariamente; no creo que Wagner fuera excesivamente instintivo ni Schubert exclusivamente instintivo. Con todos estos vagos rodeos quiero llegar –aunque ahora mismo no sé ya cómo hacerlo- al tema que me interesa: el de la relación entre el grado de evolución –intelectual, personal- de un creador y el de su obra. En su por otra parte admirable y enciclopédico Sexo, Ecología, Espiritualidad, Ken Wilber cita a Jean Gebser como una pieza clave (junto a J. Piaget y Sri Aurobindo) en el desarrollo del pensamiento integral, lamentando la inclusión que hace el citado autor de figuras como Stravinsky, Einstein ó Picasso entre los pioneros del aperspectivismo transracional. El propio Wilber presenta en cambio a figuras de la cultura pop como Kid Mystic como verdaderos representantes de la conciencia integral. No es que dude que la evolución espiritual de Kid Mystic pueda superar a la de Stravinsky, pero sí tengo mis fuertes reservas respecto al contenido y significación de sus respectivas obras. Y es que muchos de los grandes creadores fueron seres con un elevado componente egocéntrico –que en algún caso se diría casi necesario para mantener el alto nivel intelectual dejando otras cuestiones en la retaguardia-. Tampoco dudo que la evolución espiritual de Louis Cattiaux fuera mucho más lejos que la de Picasso pero, a pesar de las representaciones simbólicas que aparecen en su obra, el corpus de la obra del malagueño posee una significación evolutiva mucho mayor a la del francés por lo que al arte de la pintura se refiere. Si recordamos por algo a Cattiaux es sin duda por sus escritos místico-herméticos. De todo ello parece seguirse que la evolución personal de un artista y la de su obra discurren por caminos (en muchas ocasiones paralelos aunque) separados.