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domingo, 18 de agosto de 2013

Operas X - Rigoletto


                        La etiología de la ópera no coincide con la de otros géneros, quizás debido a la colaboración entre numerosas disciplinas, que hace que en ocasiones surja un sinergismo adicional que resulte en un plus comparado con su simple suma aritmética. Un poco como la noción de emergencia en la teoría de sistemas. Un argumento absurdo mas un texto simplista mas una música ramplona puede dar lugar a una obra maestra. Es éste el caso de Rigoletto. ¿Por qué? Porque el conjunto ahonda psicológicamente en la raíz de la relación padre/hija, siendo la música cómplice directa de tal caracterización. Rigoletto forma, junto con La Traviata e Il Trovatore (que trata de la complementaria relación madre-hijo), la famosa trilogía de la época intermedia de Verdi. Las tres óperas se caracterizan por la simplicidad de su aproximación pero a la vez por el acierto de sus propuestas. La fuente de la obra la constituye un mediocre drama del mediocre Victor Hugo, Le Roi s'amuse. Al igual que la Rebecca de Hitchkock, basada en la novela romántica de Daphne du Maurier, la ópera de Verdi transfigura totalmente el original. El ritmo está especialmente bien concebido, culminando en el último acto donde una serie de efectos musicales (el coro a bocca chiusa imitando el viento) ligan la acción externa con la acción interna en la psicología de los personajes. Verdi fue un operista de la psicología, igual que Puccini lo fue del ambiente. ¿El último ingrediente de la fórmula?: su más que calculada reducción a lo esencial.

martes, 6 de agosto de 2013

Operas IX - Le Grand Macabre


  
                        La ópera como género estuvo en boga entre la aristocracia durante el barroco y más tarde, durante el XIX, pasó a formar parte del mundo burgués (atravesando un período intermedio ambivalente representado por el clasicismo vienés). A finales del XIX la ópera era un género genuinamente popular, como los coros obreros y el género folletinesco. Después de la Belle Epoque, sin embargo, la ópera declina. La aristocracia y la burguesía más sofisticada conciben el ballet, la plasticidad musical, como algo más excitante que la ópera, el drama musical. Las clases populares y las vanguardias encuentran un nuevo género que les puede ir como anillo al dedo: el cinematógrafo. La ópera, por tanto, sufre un cierto declinar después de la I Guerra Mundial. Y no es que los grandes compositores abandonen totalmente el género; simplemente la demanda disminuye, los precios se encarecen y la producción baja (aún así aparecen algunas obras maestras como Wozzeck). La situación no cambió fundamentalmente tras la II Guerra Mundial. El abismo entre la producción de vanguardia y el viejo público en constante demanda del viejo repertorio se agrandó todavía más. Es por eso que cuando un compositor de la generación de la vanguardia se decidió a escribir una ópera sintiese ante todo los deseos de tildarla de anti-ópera, anatemizando así los efectos del citado abismo. Y lo cierto es que Le Grand Macabre no es una anti-ópera, como sí lo podían ser Opera de Luciano Berio, Staatstheater de Mauricio Kagel o algunas de las primeras óperas minimalistas (y quizás lo sería más tarde el monumental ciclo Licht de Stockhausen). El propio compositor aduce que, tras considerar que no se podría escribir otra anti-ópera después del gran happening de Kagel, enfocaría su obra como una anti-anti-ópera, es decir, que recogiera simultáneamente una mirada irónica sobre la tradición operística y a la vez sobre la crítica anti-operística. Este planteamiento esencialmente postmodernista, sin embargo, en ocasiones cede y da paso a una ópera en el sentido tradicional del término, empezando con el preludio, una especie de homenaje irónico a la toccata que abre el monteverdiano L’Orfeo, esta vez interpretada por un grupo de bocinas de automóvil. Un gran compositor como Ligeti, sin embargo, logra que dicho preludio, por cochambroso –justo como nuestra época- que quiera parecer, tenga una prestancia que ya no nos abandonará a lo largo de toda la obra. El autor ha tildado esta ópera como su ‘segundo requiem’ en el sentido de que completa, esta vez bajo un prisma sarcástico, su famoso Requiem de 1965. La intención de ambas piezas, sin embargo, las hace herederas de las danzas de la muerte medievales. En aquel caso se trataba de una advertencia: sic transit gloria mundi, la muerte como igualadora social. Ahora se trata de anatemizar el miedo a la muerte riéndose de ella. En la ópera, al igual que en la pieza de Ghelderode en que está basada, la muerte se muere y con ella el miedo a la propia muerte. El apocalipsis ‘de bolsillo’ está mostrado con todos los elementos de nuestro presente, desde el miedo a los meteoritos hasta las discusiones estériles de los políticos, pasando por la banalización de la sexualidad, los aparatos policiales represores (y autoenloquecidos!) y los caprichos del poder. Solo la pareja de amantes, ajena en gran parte a la situación, se yergue por encima del caos e incluso conduce a todos los personajes hasta la moraleja final. Si en ella no se nos abre el paraíso de la misma manera que en los finales mozartianos sí, al menos, nos libera de la asfixia de nuestros tiempos. El tema general de esta ópera bien podría ser el de la resiliencia, experiencia nada ajena a la vida de su autor.