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lunes, 28 de diciembre de 2015

Ignorancia


                         Algo que siempre ha provocado en mí un profundo malestar es la apología de la ignorancia. El trasfondo inconsciente de esta actitud es de sobras conocido. Ya viene expresada en la fábula del zorro y las uvas, cuya primera versión data de Esopo (el cual seguramente la recogió de más atrás). En vez de elaborar nuestras limitaciones nos defendemos atacando lo que más o menos conscientemente asumimos que nos supera. En nuestra triste actualidad, por eso, la ignorancia no se oculta sino que se reivindica. La reivindica el que la padece debido al rechazo inconsciente de la situación, pero especialmente el que saca partido de tal padecimiento. Cualquier sugerencia acerca de la gestión positiva de la ignorancia acaba invariablemente con los consabidos “atentados contra la libertad individual”, “inexistencia de metanarrativas y por tanto en el fondo inexistencia de conocimiento o falta de conocimiento” -a no ser que nos refiramos al famoso suelo común que se mueve libremente a libre albedrío- o similares actitudes de la postmodernidad. Los hacedores profesionales de la política –o sea, aquellos que detentan abiertamente cargos políticos, que en realidad son sicarios del poder real- también forman parte del grupo interesado en fomentar la ignorancia. El cultivo sistemático de la memez de las masas da como resultado su mayor sumisión por pura alineación de pensamiento. La ignorancia es, por tanto, un estado positivamente acoplado consigo mismo, es decir, que se automultiplica. La riqueza de una colectividad no viene medida por el número de Ferrari que posee ni por lo que gasta en electrónica sino sobretodo por la diversidad, complejidad y profundidad de sus mecanismos cognitivos. Alrededor de ellos se articula todo el gasto económico público y particular. No es más rico ni el que más gana ni el que más gasta sino el que más sabiamente distribuye los recursos. No dejemos que los diferentes poderes nos acaben haciendo pensar que el realismo ingenuo es la única filosofía posible. Una pincelada más: la ignorancia no se mide ni con tests de inteligencia ni con informes pisa. Se puede medir auscultando las audiencias televisivas, el consumo de libros o la complejidad de referentes de una sociedad. 

viernes, 18 de diciembre de 2015

Narrativa hiperreal

                
                  La campaña electoral en las que nos hemos visto sumidos en las últimas semanas muestra de nuevo los elementos a los que nos tiene acostumbrados este tipo de manifestaciones. Los aspirantes a gobernar exhiben, cual mercachifles, lo que sus votantes quieren escuchar: promesas imaginarias, frases épicas, argumentaciones supuestamente inteligentes, acusaciones mutuas sin fin… En esta ocasión, la campaña me ha llamado la atención por dos puntos. El primero es por el desmesuradamente elevado número de encuestas previas que se han ido generando a lo largo de ella. Las encuestas, como los ensayos clínicos o tantas variables numéricas de tipo estadístico, se pueden dirigir a voluntad sin hacer ningún tipo de trampa. El sesgo en la toma de muestra, la jerarquía de las cuestiones investigadas, la psicología en su disposición y mil variables más o menos ocultas pueden desviar los resultados virtualmente hacia cualquier dirección. ¿Cuál es el valor, entonces, de tales ejercicios –convenientemente pagados por grupos de presión-? Pues el de influenciar en lo posible sobre los resultados reales. Aunque en nuestro mundo existen multitud de ellos, se trataría de un ejemplo perfecto de hiperrealidad baudrillardiana: la precesión de los simulacros. El segundo punto que me ha llamado la atención es el tipo de comunicación utilizado. Los candidatos, para vender su mercanciía, utilizan la argumentación (algunos mejor que otros) porque eso es lo que en teoría se espera de ellos pero lo que están ofreciendo en realidad (de forma más o menos explícita) son diferentes narrativas. Y estas narrativas se ajustan a patrones que el votante tiene como referencia (algunas de las cuales están absolutamente out of date, a propósito). Tanto es así que el votante modula su percepción de la argumentación en función de la narrativa que percibe o cree percibir. De hecho no estoy diciendo nada original; se trata de un fenómeno muy conocido en comunicación. Tampoco se trata de un fenómeno nuevo: en su monumental diálogo La República, Platón introduce una narrativa como el mito de la caverna como pieza de argumentación. Hiperrealidad, narrativas….se nota mucho que estoy releyendo a Baudrillard y Lyotard?

lunes, 14 de diciembre de 2015

Desconcierto

                       
            Desconcertar ha sido siempre uno de mis deportes favoritos. Esta actividad no consiste (exclusivamente) en chinchar al prójimo. Antes bien, la descolocación brinda una oportunidad única para alcanzar un fondo más profundo que  el que tomamos habitualmente por referencia. El arte de desconcertar está ligado al de recitar poesía o el de conjurar paradojas. En todos los casos nuestra realidad se ramifica y quedan al descubierto nuevas posibilidades. Es como encontrar un filón, pero de un interesante y desconocido mineral. El desconcierto  no surge  simplemente porque no se cumplan nuestras expectativas (eso seria frustración) sino porque éstas se encuentran absolutamente desconectadas respecto a lo que acaece. En muchas ocasiones aquello que no captamos fácilmente, como el arte contemporáneo, los koan budistas o la física más actual, más que provocarnos, nos desconciertan. La irritación aparece solamente cuando no somos capaces de digerir y elaborar de forma positiva el desconcierto. El mundo en el que nos movemos en la actualidad propicia tal irritación porque el simulacro de la realidad parece que deba contener todas sus facetas cuando en el fondo la hiperrealidad no es más que la momia de lo que antes se llamaba vulgarmente realidad.

miércoles, 9 de diciembre de 2015

Jeux d'enfants

           
                 Cuando era niño y presenciaba ciertos juegos de rol de mis compañeros de edad en los que imaginaban que eran militares con jerarquía sobre el vecino, agentes secretos que lo sabían todo sobre todos o maharajas que podían disponer de los demás a su libre albedrío no podía librarme de una notable sensación de disgusto hacia lo que creía fruto de una inmadurez propia de la edad (debía ser muy repelente, pero tampoco compartía este tipo de pensamientos, por si acaso). Cuando, medio siglo más tarde, observo idénticos comportamientos de gente supuestamente adulta que ocupa cargos de supuesta responsabilidad en organizaciones supuestamente serias no puedo librarme de una fuerte sensación de que algo no está funcionando adecuadamente en nuestro entorno.