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jueves, 23 de julio de 2009

Serendipia


El mundo contemporáneo ha inventado una palabra con que designar algunos de los procesos que se resisten a ser convenientemente explicados a través del paradigma científico en uso. Lo que en las tribus primitivas sucedía debido a los Guardianes del Cielo, en la Grecia Clásica debido a los Hados y en el Renacimiento debido a Fortuna, en el mundo actual sucede debido a la casualidad o, hablando más técnicamente, a la serendipia (serendipity). La evolución del agente explicativo corre pareja a la evolución de la estructura cognitiva al uso en cada época. Existen, sin embargo, diferencias. Porque los Guardianes, Hados, Fortuna y otros agentes progresivamente menos divinos poseían autonomía, autoridad y persona. De esa manera se podía explicar cualquier cosa que quedara fuera del paradigma. Si, de repente, un dios caprichoso y evanescente decidía castigar ó premiar de forma caprichosa a un mortal caprichosamente elegido, no cabía preguntarse más explicación, so pena de un castigo mayor. Por tanto, nada quedaba fuera del paradigma. Desde el punto de vista del conocimiento racional (que no se tiene por qué oponer a los modos de conocimiento previos, sino que más bien tiene que superarlos por integración y permitir la evolución ulterior), lo que no puede explicar el paradigma mayoritario se aparta ó, cuando menos, se cataloga primero y, en caso de que no le resulte nocivo, se recircula previamente etiquetado. De esta manera, los hechos explicados a través de serendipia pueden incluso ser objeto de proyección psicológica por parte de los sustratos cognitivos más primitivos. Cuando oímos ó leemos la historia (¡mito!) de un descubrimiento propiciado por serendipia se nos activan ciertos puntos que la racionalidad pura evita cuidadosamente pero que sin embargo contribuyen poderosamente a nuestro equilibrio psíquico. Los petits personnages que pululan por el mundo de la ciencia, como hacía la curia romana en el Renacimiento, anatematizan cualquier intento de desviación. Ahora quemar a alguien en la hoguera resulta inaceptable pero sí se puede seguir condenándolo al ostracismo: lo que no es científico, no es verdadero. Y cuando observan que muchos de los descubrimientos científicos realmente trascendentes han nacido fruto de la intuición y creatividad en muchas ocasiones asociada a aparentes casualidades más que de la pura racionalidad relacional es cuando inventan un término con que catalogar tales manifestaciones. Se trata de una especie de bautismo a través del cual se borra el pecado original de falta de racionalidad. Irónicamente, los guardianes de tales purezas proyectan las correspondientes “impurezas” en terrenos susceptibles de sentimentalismos como la música o la literatura. Me temo que entienden tan poco de arte como de ciencia…

lunes, 13 de julio de 2009

Intuición


La intuición, función psicológica que Jung situaba al mismo nivel que el raciocinio, la sensación y el sentimiento, es, sin embargo, la más difícil de definir de las cuatro. Normalmente hablamos de razonamientos intuitivos ó no intuitivos atendiendo a la naturalidad con que se adaptan a los patrones que utilizamos para tejer nuestro discurso lógico y, de alguna manera, asociamos el carácter intuitivo a un tipo de razonamiento que llega con facilidad a predecir ó explicar un fenómeno. Precisamente el sentido que Jung asociaba a la función intuitiva viene a ser, en cierta manera, la contraria. La intuición como percepción no sensorial, no racional, no emotiva, que puede partir de una de ellas, pero que se sitúa más allá. La intuición puede provenir de la experiencia acumulada, pero también puede tener un origen inconsciente. Y el inconsciente de Jung es un espacio que abarca grandes extensiones de terreno. La intuición, así considerada, puede ser una estructura tanto pre- como trans-racional. En el primer caso se conoce comúnmente como olfato, interesante símil que nos acerca al más primitivo de los cinco sentidos. En el segundo cobra la forma de sexto sentido; por ejemplo, en la forma de percepción llamada ojo clínico (otra vez un símil sensorial, esta vez relacionado con la agudeza). El médico con buen ojo clínico (cada vez cuestan más de encontrar, porque nuestra sociedad hipertrofiada de racionalidad tiende a rechazar este tipo de percepción) no necesita pedir un sinfín de pruebas clínicas sofisticadas sino que va directamente a lo que su intuición le dicta. Las manifestaciones más primitivas de la intuición en ocasiones están relacionadas con los conceptos de supervivencia y lucha por el poder, como es el caso de la detección, en base a unas características morfológicas, de las personas que nos pueden ser afines y las que no con una simple y rápida mirada. Esta clasificación, con el paso de los años, pasa de dividir al prójimo en las categorías de “los deseables” y “los indeseables” a establecer una gradación de características más cercanas ó menos a las propias (además, la experiencia enriquece la pura apreciación simplista, ofreciendo mil matices que no se nos aparecen en nuestra primera percepción). Las manifestaciones más evolucionadas de la intuición corresponden a las de los visionarios, especialmente los que descubren nuevos modos de transcurrir, como algunos artistas, científicos ó sabios. Las intuiciones, sin embargo, son difícilmente compartibles y deben de plasmarse en objeto de percepción física (el arte), de percepción cognitiva (la ciencia) ó de percepción moral (la sabiduría). Y eso requiere un considerable esfuerzo que, sin embargo, viene propiciado por la propia intuición.

miércoles, 1 de julio de 2009

Yoidad


Acabo de leer el último libro que ha publicado Douglas Hofstadter, Yo soy un extraño bucle, en donde el autor propone, desde un punto de vista puramente reduccionista, un modelo de consciencia basado en dinámica de sistemas. Aunque el estilo de este autor sea siempre de lectura agradable, no estoy seguro de que cuando utiliza términos como dualismo cartesiano ó experiencia se refiera a los mismos conceptos que los filósofos ó psicólogos suelen asociar a dichas palabras. Si bien estoy de acuerdo con varios de los razonamientos y conclusiones con que Hofstadter adorna su obra, creo que evita profundizar en lo que su discípulo David Chalmers denomina the hard problem of consciousness y para zanjar la cuestión adopta el punto de vista de transparencia cognitiva/fisicalismo radical que tanto abunda en el mundo de los científicos. Así, la consciencia es considerada como un emergente de alto nivel a partir de fenómenos microscópicos de bajo nivel, mientras que la “yoidad” es vista como una especie de espejismo que un extraño bucle de autorefuerzo alimenta constantemente a lo largo de la vida y que, en realidad, se puede considerar repartido entre un colectivo de individuos. El autor compara esta emergencia en el cambio de nivel con la significación que adquieren las letras cuando se ordenan adecuadamente formando palabras y éstas formando frases capaces de transmitir mensajes ó los sonidos musicales aislados que solamente adquieren sentido cuando se agrupan en frases y sistemas de nivel superior. Pero aquí la metáfora creo que apunta hacia las debilidades del sistema de representación más que hacia la fuerza de un símil ilustrativo. Las letras de un alfabeto se pueden considerar signos que han tenido su evolución. De la misma manera que Hofstadter explica que un “yo” no nace sino que se va formando progresivamente, los signos de la escritura no nos vienen dados: progresan y, lo que es más importante, en todo momento se corresponden con unas sonidos que resultan de la descomposición de unas palabras que también han nacido y evolucionado a partir de células primitivas. Cuando la práctica literaria por un lado y la teorización estructuralista por el otro llegaron a vislumbrar la posibilidad de desconexión entre signo y significación –cosa que supuso un avance radical a costa de una pérdida también radical- el mundo se empezó a poblar de elementos lingüístico-literarios virtualmente transracionales que la postmodernidad acabaría popularizando. De igual manera, una nota musical aislada puede tener una significación (transtonal/aperspectivista) que la práctica musical –Scelsi, Feldman,…- hace ya mucho tiempo reveló. Los atisbos que la propia autocrítica –entusiasta y sincera- de Hofstadter deja para la apertura de nuevas estructuras de conciencia se limitan a clasificar tales aproximaciones o bien como “dualistas” o bien como panpsiquismo. Y una vez establecido el carácter autoengañoso de la yoidad (tesis a la que se puede llegar partiendo desde muy diversos enfoques iniciales) el autor asume que tal engaño es absolutamente necesario por lo que hace a la supervivencia de la especie y que se hace necesaria la convivencia con la paradoja, considerando inútil liberarse de ella tal y como proponen el zazen ó el taoísmo. Pero tal liberación ¿No correspondería a la irrupción en la conciencia de un nivel de percepción superior?